José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Laura había conseguido introducir un revólver por entre las rejas. Don Jorge lo quería para él, «La Voz de Alerta» también. A veces, cuando Teo se paseaba por el patio, «La Voz de Alerta» le apuntaba con la imaginación. Pero en varias ocasiones había sentido pena por el gigante. Teo no parecía el mismo desde su entrada en la cárcel. La decepción que sentía por el hecho de que Cosme Vila no le liberara, era indescriptible. El mundo se le caía encima. Toda su escala de valores se veía transformada. «¡Yo, que hubiera dado la vida por él!» Tampoco se explicaba que no acudiera a liberarle la valenciana, Don Jorge había advertido que Teo, fuera del contagio de la multitud y separado de su carro, era un niño. La gigantesca plataforma de su carro y la multitud le convertían en algo que no era él, en un bruto, en un loco.

Uno de los abogados hacía observar a don Jorge y a «La Voz de Alerta» que probablemente también ellos habían cambiado… Fuera de la cárcel, imposible soñar en que hallaran un punto humano en Teo. Al oír esto, ambos pensaban en los consejos de mosén Francisco el día en que se confesaron con él. Y de rechazo en el peligro que continuaba cernido sobre sus cabezas. «Hacemos muchos planes de liberación y quién sabe si saldremos vivos.»

La ciudad comprendió que la hora crucial se acercaba, porque de pronto los trenes fueron suspendidos. Al parecer, en Barcelona existía un especial estado de alarma y se habían declarado varias huelgas y las comunicaciones habían quedado rotas. Los que tenían parientes en aquella capital se inquietaban.

El Responsable entendía que ya no podía dilatarse más el plazo concedido al comandante Martínez de Soria… Sus costumbres eran conocidas, la sublevación era inminente. ¡Manos a la obra! Se había decidido «disparar contra él con pistola, por la espalda, en cuanto doblara la esquina de la Plaza Municipal, bajo los arcos, al dirigirse al cuartel por la tarde, entre tres y cuatro». Existía allá una escalera que comunicaba con una extraña azotea… El fugitivo caería a través de ella en una buhardilla que ocupaba un limpiabotas amigo de Blasco.

Como autor del atentado se había designado a Porvenir. El Cojo fue considerado demasiado impulsivo. Era preciso apuntar a la nuca, como los guardias a Calvo Sotelo.

Era de suponer que el alférez Roma y los dos tenientes titubearían un instante y que su gesto sería el de atender al comandante al verle caer; aquellos segundos le bastarían a Porvenir -quien, por lo demás, iría disfrazado- para penetrar en el portal y cerrarlo. Porvenir le dijo a Blasco: «A ver sí tu camarada el limpiabotas me tiene preparada una media de ron».

La hija del Responsable le preguntó:

– ¿No te temblará el pulso? Al fin y al cabo, el comandante es un hombre.

Porvenir negó con la cabeza.

– A su hija, no podría… -dijo. Luego añadió-: Pero a él, que lo parta un rayo.

Referente a mosén Alberto habían surgido dudas. En todo caso se vería luego. Primero interesaba el comandante, puesto que los trenes ya no marchaban y se esperaba de un momento a otro la noticia.

Y, no obstante… Porvenir pasó tres días disfrazado de otro ser, con bigote y barba, en la escalera que hacía esquina en la Plaza Municipal, sin ver al comandante.

El comandante no había olvidado la advertencia del Rubio. El hecho de haber desaparecido Ideal, Blasco y el resto le hizo suponer que el período de vigilancia había terminado; su última salida fue el día en que recibió el telegrama. A su regreso decidió permanecer en casa hasta la madrugada del día 19, con un fusil ametrallador al alcance de su mano.

El Cojo lanzaba terribles improperios: «¡Nos lo merecemos! ¡Por haber tardado tanto!» El Responsable estaba furioso. Ideal proponía asaltar el piso. «Nos achicharraría», contestaba el jefe.

Cosme Vila había desistido, por su parte. Supuso que el comandante habría aleccionado suficientemente a un substituto; y nada le molestaba tanto como una acción que creara enemigos y que no fuera eficaz en sí misma. Su única preocupación consistía en saber la fecha exacta, el día de la sublevación. Hablaba de ello con Julio. No conseguían dar con la llave. Julio se inclinaba a creer que sería el primero de agosto. Cosme Vila creía que antes. El doctor Relken, antes de marchar, les dijo: «De todos modos, Gerona tiene poca importancia. A la larga tendrán ustedes que correr la suerte de Barcelona».

El Responsable, ante el cariz que tomaban los acontecimientos, alteró sus planes. Ordenó a Porvenir ocultarse en un piso frente al que ocupaba el comandante y en el que una vieja les alquiló una habitación exterior. Desde esta habitación se dominaba la salida de la escalera. Ideal y Santi se turnarían en la vigilancia; en cuanto el comandante asomara, Porvenir se lanzaría a la calle y se confiaría al azar.

El comandante suponía, más o menos, todo aquello, y vivía horas angustiosas, lo mismo que todo el mundo. El profesor Civil había ido a ofrecerse para salir con armas a escondidas de su mujer. ¡Era la primera cosa que le ocultaba desde la guerra de Cuba! Y sentía remordimientos. Sin embargo, el notario Noguer le había dicho:

– Se lo agradecemos mucho, profesor. Que una persona como usted se haya decidido, nos prueba que cumplimos con nuestro deber. Pero tal vez no hagan falta tantos hombres. En todo caso, no pierda cuidado; si le necesitamos, le mandaremos aviso.

El profesor se sintió algo humillado. Supuso que le rechazaban por la edad. También él oía dar las tres en la Catedral, las cuatro, las cinco, como Matías Alvear. A veces preguntaba: «¡Si me habré contagiado de ese diablo de Mateo!» Porque las peroratas del profesor en contra de la violencia habían sido muy numerosas, tanto como los alegatos en favor del concepto de Gobierno legítimamente constituido y similares; conceptos que daban risa a Mateo, que siempre le contestaba que era suicida y estúpido circunscribir el porvenir de la Patria a un problema jurídico.

Y a pesar de ello, el profesor Civil se había decidido. Se decidió el día en que vio a Vasiliev desfilar, entre una doble hilera de mujeres, ante la Cooperativa. En la mirada del ruso le pareció descubrir una ironía incalificable. «¡Mujeres españolas!», exclamó el profesor Civil. Pensó en la suya. Ignacio le hizo observar que aquella exclamación podía haberla lanzado Mateo. Por lo demás, Ignacio había observado que muchas personas, sin darse cuenta, utilizaban el lenguaje de Falange. El propio Prieto en sus discursos hablaba de «lo nacional», «de los valores del espíritu», de «las aventuras históricas». El subdirector hablaba «del hondo patrimonio de la raza».

El profesor Civil entendía que la cosa en él era más simple. Se había contagiado, no de Mateo, sino de Benito, de su hijo. Había claudicado ante él. El profesor quería demasiado a sus hijos para no hallar razones con que justificar sus locuras… y aun seguirlas. Su claridad mental y su dominio en el terreno teórico sucumbía frente al sentimiento de la familia. A lo largo de su vida se había dado cuenta de ello en ocasiones sin importancia; ahora la cosa había afectado a lo principal. El profesor decía: «Si uno de mis nietos, con una peonza en la mano, me pidiera que perdonara a los judíos, creo que les perdonaría».

Ignacio había sacado de todo ello una conclusión: la atmósfera reinante alteraba los cerebros. Se operaba una gran transformación. Se advertía incluso en los rostros. La Torre de Babel tenía una nariz más afilada que antes, con un punto de crueldad; Carmen Elgazu se hundía en sus grandes ojeras, que le infundían aspecto dramático. El flequillo de Marta había empequeñecido y ahora sólo le brotaban de la cara los ojos. Unos ojos decididos, serenos, negros, de una intensidad indefinible; mirando a Ignacio, a César, a Pilar, a todos, al comandante Martínez de Soria, a Padilla y a Rodríguez, a la ciudad, con todo el ardor de su juventud; mirando de vez en cuando, sin hablar de ello con nadie, al balcón tras el cual Ideal y Santi cuidaban de Porvenir como de un tenor en día de estreno.

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