José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El timbre sonó. Pilar fue a abrir deslizándose por el mosaico del pasillo. Carmen Elgazu, al ver a César, suspiró. Se le acercó y le dio un beso, que el seminarista le devolvió.

– ¡Fuerte, fuerte! -reclamó Carmen Elgazu.

César la miró con aire extrañado.

– ¿No te lo he dado fuerte? -preguntó.

Matías se puso los auriculares de la galena. Ignacio vio sombras en los muros.

– ¿Qué es eso?

– He encendido la mariposa en tu cuarto.

– Es poco divertido.

QUINTA Y ÚLTIMA PARTE

Del 18 al 30 de Julio de 1936

CAPÍTULO LXXXIV

Julio comprendió que los dados estaban echados. No era de prever que los militares esperaran hasta noviembre. Aprovecharían el clima creado por los últimos sucesos para intentar dar el golpe. El policía lamentaba que Gerona fuera tan pequeño. Imposible esquivarse unos a otros. Sabía que si pasaba por la Rambla se encontraría con el alférez Roma; si daba la vuelta, se encontraría con el teniente Delgado.

Leía en los rostros de éstos una sonrisa irónica. Le miraban a la cabeza. Julio se decía: «No seáis bobos; en casa, Wagner y no folklore andaluz…»

Se entrevistó con el general y con el coronel Muñoz. Les manifestó sus temores: sería preciso entregar armas al pueblo.

El general supuso que Julio se había vuelto loco. Le rebatió los argumentos uno por uno, por centésima vez. ¿Sanjurjo, Franco? ¿Qué podían hacer? Uno en Portugal, el otro en Canarias. Lo de las armas al pueblo era una propuesta inaudita, dadas las circunstancias. «Tengo entendido que los campesinos organizan una concentración aquí. ¿Por qué no les damos un par de cañones?»

Julio les dijo:

– Viven ustedes en el limbo. Un día de éstos se encontrarán en el calabozo. El comandante Martínez de Soria arengará a la tropa y la repartirá por la ciudad. Supongo que cuenta con unos doscientos paisanos, quizá trescientos. Nos fusilará a todos. ¡A todos!

Las tres hijas del general llamaron a éste por teléfono. Aquello salvó a Julio de encontrarse en los sótanos del cuartel haciendo compañía al teniente Martín, quien les decía a los centinelas que lo más duro de la cárcel era verse privado de mujeres.

Julio no se arredró. Tenía su plan y lo pondría en práctica. ¡Un general era poco para echar las cosas a rodar! No podía confiar en nadie. «Tendré que salvar personalmente la ciudad.»

Comprendía que era el único enlace posible con Cosme Vila, con el Responsable, con Casal y con todos. Hizo un rápido cálculo de los hombres. Pensó en Mateo. «Mateo cree que sólo ellos están dispuestos a dar la vida. Va a ver los que surgen en el otro lado. Me gustará darle una lección a ese crío.»

Doña Amparo Campo admiraba la calma de su marido. Con tantos quebraderos de cabeza, y nada le impedía hacer su vida normal: tomarse su baño diario, escuchar unos discos, leer a Voltaire. A veces permanecía con el doctor Relken, hablando de filosofía, hasta las tres de la madrugada. «Las dos ideas, las dos ideas de que yo hablaba -decía el policía-. El mundo se está dividiendo en dos bandos.» El doctor Relken entendía que los problemas eran más complejos. Se reía de él. «Así, pues, las partes del mundo ya no son cinco -bromeaba-; son dos.»

El doctor Relken también era partidario de armar al pueblo. «Y debería usted encarcelar al resto de Falange.»

Julio negaba con la cabeza al oír esto último.

– Se han alistado otros muchos. Las familias se exasperarían más aún. Los padres de los falangistas irían a ofrecerse al Ejército.

Julio no perdía la cabeza porque tenía la seguridad de que la sublevación sería un fracaso. Tal vez provisionalmente, y por sorpresa, los militares ganaran en alguna plaza; pero en la mayoría sería un desastre. Por lo tanto lo que le preocupaba era el aspecto individual. Salvar a Gerona. Porque veinticuatro horas les bastarían al comandante o al alferecillo aquel para acabar con su baño y su discoteca…

Al doctor Relken le aconsejó que se marchara. «Váyase a Barcelona. Se lo ruego. Hasta que todo haya pasado. De la primera escapó usted; de la segunda no sé…» El doctor estimó que Julio le aconsejaba razonablemente.

– Pero… ¿no cree usted que podría serles útil?

– No lo veo. Usted ya cumplió su misión cuando las elecciones.

El doctor quedó pensativo.

– Siento marcharme porque me interesaba lo de las minas -añadió.

– ¿Qué quería hacer? ¿Meter baza en el asunto?

– Pues… ¿por qué no? Es un asunto muy importante para todos.

Julio le dijo:

– ¡Pero no sea idiota! Ya volverá. Cuando todo esté despejado; y entonces sacaremos del Pirineo hasta platino si le place.

Cosme Vila y el Responsable acudieron al llamamiento de Julio. Y éste quedó estupefacto al ver la naturalidad con que ambos le contestaron: «Nosotros daríamos la vida en el acto».

Julio les preguntó si sus afiliados estarían dispuestos a hacer lo propio. El Responsable se indignó, consideró que la duda era humillante. En cambio, Cosme Vila movió la cabeza. La sugestión le pareció interesante.

Imposible contestar. ¿Por qué no enterarse?

Cosme Vila no pensaba nunca en la muerte. Le parecía que ello paralizaría sus acciones. La doctrina por la que luchaba era tan grandiosa, que se perpetuaba en el tiempo. Por lo tanto ¿a qué pedir más? Él podía disolverse en la tierra; su obra se habría realizado.

Y, sin embargo, la pregunta de Julio le recordó que el peligro era colectivo y que su decisión personal no bastaba. Era preciso conocer uno por uno los granos de arena para calcular su resistencia. En realidad, el fichero de su despacho indicaba que unos hombres estaban dispuestos a vivir, y querían que este vivir se desarrollara dentro de un orden nuevo; pero no especificaba si estaban dispuestos a morir. ¡Diablo de Julio! Cosme Vila pensó en ello. Habló con el catedrático Morales. A Morales la idea le entusiasmó. Era preciso completar el fichero. No podía hacerse con rapidez. Sería preciso arrancar verdades sin que dolieran, mirar profundamente a los ojos, en medio de una conversación.

– ¿Preguntar a quién?

– A los afiliados. A los hombres de más de veinte años.

Cosme Vila reflexionó. Le parecía un poco espectacular. Y sin embargo… Pensó que no bastaba con saber que sus afiliados obedecerían una orden. La verdadera potencialidad radicaba en la disposición previa, arrebatada y ciega.

Cosme Vila salió del despacho y miró al azar entre los militantes. Gorki y Morales podían realizar la labor. ¿Qué importaba? La conciencia no podía ser un secreto.

Morales empezó al día siguiente, al regresar de la redacción. El local estaba lleno a cualquier hora, gracias a la huelga. Todos los camaradas, al verle, le saludaban. «¡Hola, Lope de Vega!»

Habló con un hombre de unos cuarenta años, cojo, accidente del trabajo en las canteras. Hablaron en un rincón. El hombre vivía enfurecido ante la inminencia de la sublevación militar y juraba que él lo había previsto hacía tiempo.

Morales asentía con la cabeza. De pronto le preguntó:

– ¿Tú estarías dispuesto a dar la vida para derrotarlos?

El hombre no titubeó un solo instante.

– Desde luego.

Morales hizo un signo de satisfacción. Luego dijo:

– A mí me llena de orgullo todo eso. En el fondo soy novato en el Partido y vuestro ejemplo me infunde mucho valor.

– Yo tengo el carnet 120 -explicó el hombre.

Morales le miró con fijeza.

– A veces pienso una cosa -prosiguió-. Los momentos son graves. ¿Qué haríamos si el Partido nos pidiera el máximo de sacrificio? Por ejemplo… -añadió, después de una pausa- si nos pidiera dar la vida, no por los militares sino… sin explicarnos la causa. ¿Qué haríamos?

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