José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El hombre quedó perplejo. Se pasó la mano por la cabeza.

– ¿A qué viene eso?

– A nada. Me lo pregunto.

El hombre marcó a su vez una pausa. Luego dijo:

– Eso no se sabe nunca. Yo… creo que la daría.

El catedrático Morales pareció emocionarse.

– ¿Eres casado o soltero?

– Soltero.

Gorki no había oído aquella conversación. La misión le gustaba, pero le daba miedo. «Preguntarle a un hombre si estaría dispuesto a morir es mucho preguntar…» Sin embargo, Cosme Vila le había dicho: «¿Qué importa? Total, la conciencia no debe ser un secreto».

Sin saber cómo, se encontró en el balcón interrogando al carnet número 171. Un muchacho de unos treinta años, empleado de una tintorería. Estudiaba ruso hacía tiempo, sin resultado. «¿Darías la vida por el Partido?»

– Desde luego.

– ¿Casado o soltero?

– Casado.

Gorki invitó a su interlocutor a fumar. Recordó los consejos de Cosme Vila.

– ¿Y si el Partido nos pidiera algo peor? -prosiguió Gorki, en tono distraído.

El militante sonrió.

– No sé qué puede haber peor que dar la vida.

Gorki echó una bocanada de humo.

– Pues… hay algo peor… Dar la vida de otro.

– ¿De otro?

– Sí. De otro.

El militante no comprendía.

– No comprendo.

– De cualquiera -prosiguió Gorki-. De cualquier camarada…de Víctor. -Se reclinó en la barandilla. Luego añadió, en el mismo tono-: Dar la vida de tu mujer.

El militante se echó para atrás Por un momento supuso que aquello iba en serio.

– ¿Qué ha hecho mi mujer? -preguntó.

Gorki le tranquilizó.

– No, no, no tengas miedo. No se trata de que haya hecho nada. Tenemos una conversación, ¿no es eso?

Cosme Vila se acercó a ellos. El militante daba vueltas a la gorra con una sola mano. La idea de la mujer le obsesionaba.

– Pues… para mi mujer -dijo, mirando súbitamente a Cosme Vila- querría saber el porqué.

Cosme Vila disimuló. Hizo un gesto como denotando que ignoraba de qué estaban hablando. Y, sin embargo, arrugó imperceptiblemente el entrecejo. Al sugerir la pregunta a Gorki y Morales lo hizo por un placer casi exclusivamente intelectual. Ahora, al tener ante sí un hombre de carne y hueso, casado, comprendió que la cosa tenía verdadera importancia. Hasta tal punto que se preguntó a sí mismo si sacrificaría a su mujer. Recordó sus facciones, su pálido rostro después del parto, su manera inhábil de manejar el fusil en el Centro Tradicionalista. Le pareció que la sacrificaría. Se reclinó en la barandilla. El militante se había marchado, nervioso. Cosme Vila pensó en su hijo, en el crío que ya señalaba con el índice caballos y vacas en el libro en colores. «Al crío, no. Al crío no -se dijo-. También querría saber de qué se trata.»

Esta frase le salió casi en voz alta, de modo que Gorki le interpeló:

– ¿Qué estás diciendo?

– Nada, nada -contestó Cosme Vila.

Morales proseguía su labor. Se sentaba frente a los interrogados. Recordaba los exámenes en el Instituto, cuando preguntaba a los alumnos: «¿Quiénes fundaron Roma?» Ahora las preguntas las hacía a hombres y eran mucho más importantes.

El comandante Martínez de Soria había procedido, sin saberlo, a una encuesta parecida. En realidad, cuantos oficiales, en la sala de armas, le habían dado su palabra de honor habían hecho con tal acto ofrecimiento de sus vidas. Y lo mismo los doscientos treinta y cinco hombres que sumaban las últimas listas -la lista definitiva- suministradas por los cuatro Partidos que él llamaba nacionales.

Pocas horas después de conocida la muerte de Calvo Sotelo había recibido la orden de prepararse. Ante la dramática situación, el Alzamiento se adelantaba en cuatro meses a la fecha prevista. De un momento a otro recibiría la orden de concentrar las fuerzas disponibles y declarar el estado de guerra en la ciudad. «Queda usted facultado para tomar las medidas que estime convenientes.»

El comandante se paseó por el cuartel, inhóspito y sucio. Leyó en los muros toda suerte de inconveniencias escritas por los soldados. Éstos, al licenciarse, querían dejar constancia de su desacuerdo. Ponían la fecha y el nombre, lo cual era honrado de su parte.

El alférez Roma y el teniente Delgado no se movían de su lado. Por fin el telegrama llegó, cifrado. Decía escuetamente: «Día 19».

CAPÍTULO LXXXV

Mateo recibió la orden mientras estaba preparando la comida de Pedro.

Le ocurría una cosa estúpida, sin explicación. Las horas se le hacían tan largas que continuamente se acercaba a la ventana de la cocina y miraba la inmensa mole de piedra del campanario de la Catedral. Y de pronto le parecía que este campanario, en el que el sol daba de lleno, empezaba a inclinarse, a inclinarse, que su base era móvil y que de un momento a otro caería sobre su cabeza. Mateo retrocedía en la cocina, tropezando con la silla de patas cojas. Se pasaba la mano por los ojos. Aquello era una pesadilla. Quería dominarse y volvía a la ventana. Luego se dirigía a los fogones a preparar la comida de Pedro.

Pedro se había dado cuenta de su nerviosismo y le había dicho:

– Si quieres, iré a buscarte una mujer. Tendremos las luces apagadas.

Mateo, por más esfuerzos que hizo, no pudo indignarse. Comprendió que tal vez Pedro estuviera en lo cierto. No obstante, se dominó. No sólo por el peligro y su promesa de vida casta, sino por Pilar. La Historia Universal continuaba ofreciéndole a menudo la entrañable plegaria: «Virgen Santa, Virgen Pura, haced que me aprueben de esta asignatura».

Rodríguez le dijo: «El día diecinueve, a las seis y media de la mañana».

La preocupación de Mateo era saber si subiría a ver a Pilar o no, antes de presentarse en el cuartel. Las seis y media de la mañana le parecía una hora inconveniente. A veces dudaba y pensaba: «Me parece que mi obligación sería subir a ver a mi padre, que se lo merece de sobra».

A Pedro no había podido sino arrancarle una confidencia: Estaba seguro de que en Rusia el hombre era feliz.

– Mi padre, en Rusia, no se hubiera suicidado -dijo.

Mateo le miró con simpatía.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Porque no, porque allí hubiera sido feliz.

Mateo intentó explicarle que en Rusia la felicidad era imposible porque los creyentes se veían perseguidos y los no creyentes llevaban en el alma, como en todas partes, la angustia de lo incompleto; pero Pedro negaba con la cabeza, mientras comía sardinas, que era lo que más le gustaba.

– Ojalá fuera esto como aquello. Mi padre no se hubiera suicidado.

El muro que constituía Pedro a veces descorazonaba a Mateo. Se preguntaba si después de la victoria conseguirían convencer a alguien. Pensando en los albañiles y el electricista, cobraba ánimos. Pero se decía que cada alma en torno suyo buscaba lo absoluto y que lo absoluto -bien claro se veía en San Agustín- no podría darlo aquí abajo ni siquiera Falange… Entonces llegaba Rodríguez y en el entusiasmo del guardia civil bañaba de nuevo su espíritu.

Mateo tenía otra preocupación: que el comandante Martínez de Soria les permitiera custodiar al general, al Comisario y a Julio García hasta que se decidiera sobre su suerte. Mateo creía que nadie como Falange era digna de confianza para tal misión.

Rodríguez le preguntó:

– ¿Has tirado muchos tiros?

Mateo sonrió.

– En Madrid.

– ¡Caray, cuántas cosas hacíais en Madrid! -comentó el guardia.

«La Voz de Alerta» y don Jorge supieron por Laura que se acercaba el momento de su liberación, pero no conocían la fecha exacta. Desde aquel momento vivían con el oído atento a las pisadas en la escalera. Reconocían el caminar de todos los de la cárcel y pronto se miraban decepcionados. Sólo el gitano les daba a veces alguna esperanza, pues el ritmo de sus pies era variable. Casi siempre subía soñoliento; pero alguna vez parecía bailar. Los pasos del baile les sugerían la imagen de un emisario haciendo tintinear las llaves… y llevándoles armas en abundancia.

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