José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Subió las escaleras con lentitud, abrió la puerta y se instaló en el sillón. Carmen Elgazu notó algo raro y le pasaba con frecuencia por detrás mirando por encima del hombro para enterarse de lo que ocurría.

Matías comprendió en seguida que la cerilla había sido echada a los leños. Sucesos de gravedad sin precedentes ocurrían en la capital de España, a juzgar por lo que acontecía en los escaños del Parlamento. Matías no sonrió como antaño al leer: «Tumultos en la sala»; por el contrario, su rostro expresó desde el primer momento la mayor preocupación.

Calvo Sotelo había descrito la situación de España en tono patético. Al parecer, no era sólo el río Ter el que bajaba crecido. Calvo Sotelo dio las cifras oficiales de lo ocurrido desde el 16 de febrero: 400 bombas habían estallado aquí y allá, 330 asesinatos, 1.511 heridos, 170 iglesias destruidas totalmente, 295 destruidas parcialmente, 485 huelgas; en cárceles y calabozos se hallaban unos doce mil ciudadanos pertenecientes a partidos derechistas…

Las palabras de Calvo Sotelo habían causado una impresión profunda en las Cortes, y el Presidente del Consejo, señor Casares Quiroga, le amenazó por cuarta vez. Entonces Calvo Sotelo alzó los hombros. «¡Bien, señor Casares Quiroga! Me doy por notificado de la amenaza de Su Señoría. Y le algo ante el mundo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: «Señor, la vida podréis quitarme, pero más no podréis». ¡Pues no faltaba más! Tengo anchas las espaldas.»

A la salida, en los pasillos, «La Pasionaria» había dicho en voz alta: «Este hombre ha hablado por última vez».

Matías Alvear arrugó el entrecejo. Carmen Elgazu, al pasar, no había leído más que «Santo Domingo de Silos». «¿Por qué no dejarán a los santos en paz?» -había exclamado.

Matías Alvear sufría porque desde el primer instante intuyó que aquello no quedaría en meras palabras, que se llevaría a cabo conduciendo a una situación irremediable.

El hermano de la Doctrina Cristiana refugiado en casa del subdirector le pregunté a éste: «Pero… ¿son ciertas estas cifras?» -El subdirector le contestó: «¡Ni siquiera se atreven a desmentirlas!»

Cuando Ignacio leyó: «La vida podréis quitarme, pero más no podréis» recordó que su madre, el día en que Julio subió a verlos, pronunció casi las mismas palabras con relación a la muerte de la sirvienta. Cosme Vila pensó: «Es la etapa necesaria». El comandante Martínez de Soria admitía que Ideal fuera capaz de pegarle un tiro, pero no que el Gobierno de la República ordenara hacer lo propio con Calvo Sotelo.

Matías Alvear en el Neutral, encontró a la gente muy excitada. Don Emilio Santos era el que estaba de mejor humor, pues había recibido noticias de Cartagena: «¡Mi hijo vive todavía!»

Eran horas lentas. El catedrático Morales anotó en sus cuadernos: « Élite y masa empiezan a fundirse: el Presidente del Consejo y el Cojo sentencian a las personas por los mismos motivos».

No hubo descanso porque no podía haberlo. Y no podía haberlo porque la gente cumplía su palabra. Cuando Santi prometía comerse una tortilla de seis huevos, se la comía.

Por ello, al llegar el 13 de julio todo el mundo comprendió. A Matías Alvear no le sorprendió; al comandante Martínez de Soria tampoco… Cuando la radio, La Vanguardia y El Proletario dieron la noticia de que el Presidente del Consejo había cumplido su palabra, todo el mundo comprendió que tenía que ser así, que no había acaso descanso porque no podía haberlo.

«La Dirección del cementerio del Este, de Madrid, ha comunicado al Ayuntamiento que, sobre las cinco de la madrugada, ha sido dejado allá un cadáver que ha resultado ser el del señor Calvo Sotelo.»

La sorpresa se la llevó la esposa del comandante, al ver que las manchas del rostro de éste adquirían un tono violáceo. Y Carmen Elgazu, al ver que Matías se sentía incapaz de continuar con el periódico en las manos y se levantaba y salía a la calle.

La sorpresa se la llevó el alférez Roma al ver llegar al comandante al cuartel, en contra de su decisión de no salir sin escolta.

– ¿Qué ocurre?

El comandante no le contestó:

– ¿A qué día estamos hoy? -preguntó.

– 13 de julio.

13 de julio. Las radios dieron los consabidos detalles. Guardias de Asalto se habían presentado en el domicilio de Calvo Sotelo invitándole a que los siguiera. En la camioneta le atravesaron la nuca de un balazo. David y Olga lamentaban el hecho. Casal lo atribuía a un acto de venganza de los guardias. «Falange había asesinado al teniente Castillo, de su compañía, y han querido vengarle.»

El comandante no se avenía a razones. Por primera vez había gritado: «¡Asesinos!» Los periódicos publicaban fotografías del incesante desfile, en Madrid, por la casa mortuoria. El comandante Martínez de Soria fue el primero en patentizar desde Gerona su adhesión. Mandó un telegrama de pésame. Don Pedro Oriol le imitó y don Santiago Estrada. Pronto se formó la caravana. Matías Alvear, con el lápiz en la oreja, le dijo a Jaime: «Esto me recuerda aquellos días de octubre».

Carmen Elgazu vivía un poco ajena a los datos concretos y desconocía la real importancia que podía tener Calvo Sotelo. Cada día desconfiaba más de las mujeres que para defenderse o defender a sus maridos decían: «¿No ha leído usted…?» A ella le parecía que lo bueno y lo malo estaban perfectamente delimitados en el fondo de cada uno; y cuando existían dudas, no cabía sino mirar las Tablas de la Ley.

Así que en aquel momento no preveía la dirección precisa de los cambios políticos que podía haber, y entendía que, en realidad, el hecho de ser presidente de un Consejo no alteraba las bases por las cuales un hombre no debía amenazar a otro. Había preguntado a Ignacio: «¿Calvo Sotelo era católico…?» E Ignacio le había contestado: «Sí».

Aquello le bastó. Creyó comprenderlo todo. Por un momento imaginó una desgracia que abarcaba a la Patria entera. Pero, de pronto, el espacio le dio vértigo. Algo instintivo la obligó a ceñir el problema a lo que pertenecía de forma inmediata a sus entrañas. Como si su corazón le dijera: «¿Qué entiendes tú de los demás?»

Tuvo el presentimiento de que se avecinaba una catástrofe no en el cementerio del Este de Madrid, sino en el seno de su familia. Tal vez ello ocurriera porque se encontraba sola en el piso, porque ninguno de sus hijos estaba allí y Matías se había marchado de aquella manera.

No sabía qué hacer. Podía leer el periódico para enterarse mejor; pero no quiso. Miró afuera. Un maravilloso cruce de sombras iba envolviendo los tejados. En las casas de enfrente se encendían luces. Se veían mujeres preparando la mesa.

La mesa. La mesa eterna. Hubiera querido ver a todos los suyos en la mesa. ¿Qué hora era? Entró en el cuarto de Ignacio y encendió una mariposa ante la imagen de la mesilla de noche.

Sonó el timbre. Era Pilar. Carmen Elgazu sonrió al verla. Le dio un beso con fuerza desacostumbrada «¿Qué te ocurre?» -le preguntó la chica-. «Nada, hija, nada. No me pasa nada.»

Llamó Ignacio. Carmen Elgazu le dio un beso como siempre.

– ¿Ha venido Marta? -preguntó el muchacho.

– No, hijo.

Regresó Matías. Habría ido al Neutral. Miró afuera, al río. Carmen Elgazu pensó: «Todos van llegando». Quitó el periódico de la mesa y puso el mantel. Un mantel amarillo, con flores en cada esquina.

Faltaba César. Probablemente andaría por la parroquia. Reunía a los chicos y jugaba con ellos. A veces interrumpía los juegos y les daba una explicación plástica de la muerte de Cristo. Arrimaba sus espaldas a la pared, pegado su cuerpo a ella desde los tacones y extendía los brazos en cruz. Su actitud era tan dramática, que los chicos perdían la respiración.

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