José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Ignacio la oyó pensativo. Finalmente, dijo:

– Claro, claro… Seguramente todo depende de como vaya la cosa. De si resulta fácil o difícil.

Por primera vez, Marta, al oír aquello, le asió las muñecas y le miró profundamente a los ojos.

– Dime, Ignacio -preguntó, con voz dulce-. ¿Tú qué deseas, que resulte fácil o difícil…?

Ignacio le sostuvo la mirada.

– Siento decepcionarte… -contestó por fin-. Pero no puedo contestar como desearías.

– ¿Cómo que no?

– No. Comprenderás… -añadió el muchacho- que no me hace ninguna gracia ver a la valenciana con un fusil apuntando a tu padre, a ti y a todo aquel que no vista mono azul. En fin, que no me hace gracia nada de esto. Ahora bien… tampoco veo claro lo que vendría después. De manera -concluyó- que mi papel es exactamente el de un imbécil.

Marta le soltó las muñecas. Bajó la vista y dijo:

– ¿Continúas pensando que España no tiene salvación…? ¿Que no hay nada que pueda elevar los sentimientos de la gente, despertarla?

Ignacio se encogió de hombros.

– Lo veo difícil, la verdad… «La Voz de Alerta», el notario Noguer. ¿Qué es lo que los hará cambiar? Si ganan, volverán a las de siempre. Más duros que antes porque la conciencia les remorderá menos, puesto que han sufrido. Pero, en fin, no quiero hablar por los demás; quiero hablar por mí. No sé qué nos ocurre, Marta, en este país. Pero somos… yo creo que somos locos. Tú crees que yo vivo tranquilo, ¿verdad? Que pienso con la cabeza, que he mejorado mucho… ¡Cómo no! Aprobé segundo curso, ya no subo nunca a la UGT… Pues bien, te aseguro que estoy más excitado que nunca y que soy el mismo de antes o peor. Influible, según el clima me da. A ti misma te respeto…pero creo que por ti, no por mí, ¿comprendes? Creo que por miedo a perderte. Y en casa me domino los nervios porque mi madre lo merece. En fin, que si hubiera nacido en una esquina, a estas horas montaría en esos camiones o tal vez los volara en la carretera. ¿Qué esperanzas hay, Marta? Somos… ¡qué sé yo! El profesor Civil venga a hablar de la cultura mediterránea. ¿Por qué vemos gigantes en todas partes? Sí, claro, dicen que somos más sensibles que los demás, que nos anticipamos… Me gustaría que me convencieras de que lo vuestro es una cruzada, ¿comprendes? ¿Cómo puede ser una cruzada si la mayoría de los que la llevan a cabo…? ¡Sí, ya veo! La idea, superior al hombre, etcétera. Con medios mínimos se pueden obtener grandes resultados.

No sé, no sé. «Por sus obras los conoceréis…» Y te juro que las obras de don Jorge…

Marta le escuchaba emocionada. Miraba al muchacho que tenía enfrente, moreno, de rostro enérgico y trabajado, de expresión muy parecida a la de Matías Alvear, excepto en los ojos, que eran de su madre, de aire ligeramente madrileño a pesar de no haber vivido allí, y sentía que le admiraba. Admiraba su lucha, su franqueza. No le faltaba más que un empujón… Comprender que estaba precisamente en sus manos, en las manos de la gente como él y su padre, de la clase media eterna y sana, dar categoría y elevar el tono de la misión emprendida de reconquistar a España.

– Tu error tal vez consista en no ver más que «La Voz de Alerta» y que el notario Noguer… y que las personas como mi padre -le dijo-. Pero has de saber que hay otras muchas. Hay muchachos como Roca y Haro, como Padilla y Rodríguez, y personas como el subdirector de tu Banco. Habrá dos albañiles y un electricista… Mucha clase media, mucha. Será la base de la nación. Te comprendo muy bien, y no pretendo convencerte ahora. Ya lo verás por tus propios ojos. Mira… ¿Por qué insistir? ¿Quieres un detalle? Supongo que va a servirte de punto de referencia. ¿Sabes quién fue a ofrecerse para salir con arma? Adivina.

– No sé.

– Pues vas a saberlo: el profesor Civil.

Encabezando la lista de los vigilados figuraba el comandante Martínez de Soria. El Rubio fue quien se dio cuenta de ello. El comandante creía que su asistente se limitaba a sacarle brillo a las polainas, a cuidar de su caballo; en realidad, el Rubio le había tomado afecto, principalmente por ser el padre de Marta.

Y, además, conocía las maneras de sus antiguos camaradas. Le bastó ver a Ideal mirar al balcón ocultando el rostro para comprender que algo ocurría. Luego, ante el cuartel, vio a Blasco encendiendo un cigarrillo cara a la pared; más tarde a Santi sentado en la acera con aire aburrido.

Comprendió de qué se trataba. ¡Qué poco sabían disimular! De no ser la cosa trágica, pues soltar un tiro era a la vez lo más difícil y lo más fácil del mundo, el Rubio se hubiera reído. Sin embargo, sintió como un cosquilleo en el corazón. Y después de reflexionar con la nariz pegada a los cristales, le dijo a Marta:

– Marta, siento decírselo a usted, pero… creo que es mi deber, mire quién está allí.

Marta miró y vio a Ideal, detenido ante una tienda de plumas estilográficas.

– ¿Y pues…?

– Quieren matar a su padre de usted.

Marta enrojeció y se volvió hacia el Rubio con actitud de pánico. Pensó en su hermano, caído en Valladolid. No sabía qué decir.

– ¿Usted cree que…?

– Los conozco. Por eso se lo digo.

El Rubio le contó lo que venía observando de una semana a esta parte. Y concluyó:

– Avise a su padre sin tardar. Y mi consejo es que salga lo menos posible… y nunca solo. Y, desde luego -añadió-, que se busque otro asistente.

– Si yo le acompañara sería peor. No les importaría darme también a mí.

– Pero ¿por qué?

Marta conocía la historia. Comprendió que la razón era aceptable. Entonces sintió una ola de agradecimiento hacia aquel muchacho que Mateo consideraba demasiado frívolo. Pensó que Ignacio tenía razón cuando decía de él: «¡Bah! ¡Es más serio de lo que él mismo cree y de lo que su saxófono podría dar a entender!»

Marta no perdió ni un minuto y se dirigió al cuartel. En el camino, cerca, vio a Blasco encendiendo un cigarrillo… Pasó sin dificultad, los centinelas la conocían; y llegada al despacho de su padre le comunicó la advertencia que el Rubio acababa de hacerle.

El comandante Martínez de Soria se quedó de una pieza. Se pasó la mano por la cabeza.

Marta quería echársele al cuello, pero se contuvo. El comandante dijo mirando afuera:

– Claro, claro, he de ir con cuidado.

Y de pronto enrojeció. Le entró una rabia incontenible. Barbotó una retahíla de juramentos que por su incoherencia se parecían a los del general. Marta le escuchaba muerta de pánico. Nunca había visto a su padre en aquel estado, lo que le dio idea más clara aún del peligro que todo aquello significaba. En el patio del cuartel, unos pocos soldados se paseaban con aire provocadoramente aburrido. «¡Todo esto acabará, todo esto acabará!»

A decir verdad, la noticia sorprendió al comandante. Esperaba un ataque por el lado comunista, pero nunca por el lado del Responsable. De momento acusó al coronel Muñoz y a Julio de instigadores; luego murmuró, bajando el tono de voz para tranquilizar un poco a Marta: «No, no, nada de eso. Son ellos mismos, esa pandilla de cretinos».

Todo aquello reveló a Marta algo importante: que su padre no estaba exento de miedo. Durante varios minutos le notó en los hombros una inclinación inequívoca, que denotaba miedo. Luego dio la impresión de que intentaba dominarse, y de que por fin lo conseguía. La cólera se adueñó de su espíritu, o tal vez efectuara una autocura de pensamientos nobles.

Porque, si era cierto que fue el temor de un balazo en la sien el que al pronto paralizó al comandante, también lo era que, acto seguido, el hombre sintió con más fuerza aún la responsabilidad de lo que llevaba entre manos. Nadie más que él dirigía el movimiento en Gerona; si le ocurría algo, el enlace quedaría roto, otros tendrían que volver a empezar.

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