José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El catedrático Morales no comprendía que fuera tan fácil destruir cosas que tenían siglos. Y lo que le llamaba la atención era que todo ocurría sin apenas intervención de la voz humana. Cada ser empleaba las manos, los pies; derribaba obstáculos empujándolos con el vientre, disparaba; unos se reían, otros pensaban en que se habían casado allí; sonaba una bandeja como si fuera un gong, temores supersticiosos de que se cayera algo y los aplastara; Ave María Grafía Plena Dominus Tecum siguiendo la concavidad de la cripta; colores; sorpresas al tacto, pero apenas intervención de la voz humana. El catedrático Morales se reía viendo actuar a Raimundo el barbero. ¿Por qué se mezclaban hipócritas en aquella labor?

De pronto las llamas crecieron de tamaño. El humo se iba haciendo espeso. Todos, el propio Cosme Vila, comprendieron que había sido un error provocar el incendio tan de prisa. Aquello los obligaría a salir. ¡Con la cantidad de juegos que podían inventar allá dentro! Ninguno estaba satisfecho de lo que había conseguido. Sólo Porvenir… Porvenir destrozaba los tubos del órgano.

– ¡Fuera, fuera…!

Todos obedecieron. Era una pena. El incendio era oloroso. Todo el templo despedía olores excitantes: la madera, el incienso. Olor a cosa buena. La lámpara central acababa de desplomarse y el chico de uno de los murcianos se había salvado de milagro.

Al aparecer en la puerta, Cosme Vila se llevó la gran sorpresa. Imaginaba que la muchedumbre que no había cabido en el templo se habría estacionado fuera, y no era así. «¿Dónde están?», preguntó. Vio que en realidad, excepto los de dentro, no había quedado casi nadie.

– Se han ido -informó alguien-. A otras iglesias.

Era cierto. No habían podido soportar el suplicio de la inactividad y pronto se había formado otra columna, capitaneada por Blasco, que se dirigió a la iglesia del Carmen.

Cosme Vila se enfureció. Hubiera querido organizar todo aquello metódicamente. Pero no era posible. Entonces el Responsable se dio cuenta, por su parte, de que en realidad Cosme Vila dirigía la orquesta. ¡Con el trabajo que había en la ciudad! Llamó a los suyos y sin decir una palabra echó a andar hacia otro lado, como tocado por una idea repentina. Antes de abandonar la calle, volvió la cabeza. Y vio que la primera llama gigantesca salía por la puerta principal. Era extraño que uno no quisiera tan sólo ver el remate de la obra empezada, que se cansara uno tan pronto de operar en el mismo lugar. Era la riqueza. La cantidad de guaridas de la oposición que se ofrecían a su labor purificadora.

Mientras la iglesia de los jesuitas ardía por dentro, en la del Carmen, ocupada por Blasco y su grupo, se repetía la escena anterior, pero con mayor experiencia. El Cojo, que odiaba copiar -y, sobre todo, copiar a Cosme Vila o a Gorki-, en vez de subirse al púlpito y otras zarandajas, se había dirigido directamente al Sagrario, destrozándolo de un culatazo. Su idea era sacar el copón y así lo hizo. Lo tomó en sus manos y de pronto se volvió. « ¡Fratres, fratres! », gritó. Lo levantó cuanto pudo. Los llamaba a todos, invitándolos a que se acercaran. Los milicianos acudieron, aunque de momento no comprendían las intenciones del Cojo. Sin embargo, de súbito sus cerebros se iluminaron. ¡La comunión! El Cojo los invitaba a eso. Algunos se arrodillaron, otros permanecieron de pie. El Cojo afectaba aire serio y con su pata coja se acercó al comulgatorio. Entonces empezó a distribuirles una pequeña Forma a cada uno, murmurando cada vez: « Miserere nobis ». Al llegar a la docena no pudo contener la risa. Soltó una carcajada y entonces abriendo la pechera de Blasco, que hacía de monaguillo, le vertió el resto de las Sagradas Formas entre la camisa y la piel. Blasco se movió como una bailarina. El limpiabotas cogió una Forma e intentó pegársela a la frente. Le pareció que el momento más divertido sería cuando, echando a correr, los discos blancos fueran saliéndole por debajo, por los pantalones.

El Cojo trepó entonces por los peldaños del altar mayor. Se situó tras la imagen de la Virgen del Carmen y de un empujón la tiró abajo. Entonces él ocupó su lugar, la hornacina, y extendió los brazos como un predicador. Alguien había encendido las luces, por lo que las costras de los labios del Cojo eran visibles, en tono amoratado. Se oyeron disparos, auténticas ráfagas con destino a las imágenes. El Cojo temió que le confundieran con un santo. «¡Cuidado!» Y pegó un salto. La madera del altar cedió bajo sus pies y se encontró hundido hasta medio cuerpo, causándose rasguños de los que brotó sangre. Aquello desató su ira. Pudo liberarse con la ayuda de varios camaradas. Al pisar terreno firme vio un marco y un cristal que relucían en el suelo. Los destrozó de un taconazo. Era el Evangelio de San Juan.

Este grupo de asaltantes parecía tener más imaginación. A los de Cosme Vila, en realidad, había terminado por deslumbrarles el oro. El oro de los candelabros, de las coronas, de la custodia. Moverse entre objetos de oro pudiendo destrozarlos; el Cojo y sus huestes se inclinaron más bien por la parodia. Atacaron al hombre posible mejor que a los objetos. Así que, en vez de sacar a la calle el mayor Crucifijo, sacaron dos confesonarios. Y un comunista salió del interior de uno de ellos mostrando a los transeúntes una colección de postales pornográficas y diciendo que las había encontrado allí. Del otro confesionario otro individuo sacó un porrón. «¡Eh, eh, para rociar los pecados!» Se puso a beber. Todos querían participar de la ronda. Algunos transeúntes se reían. La mujer de Casal -su piso estaba allí mismo- había salido a la ventana y preguntaba: «¿Sabéis dónde está Casal, sabéis dónde está Casal?»

Nadie la oía. Del interior del templo surgían también llamas. Unas llamas inmensas, lenguas de monstruo, de tonos diversos. El material parecía más combustible que el del Sagrado Corazón; los olores menos penetrantes.

En toda la ciudad se estableció una suerte de competencia. Lo que empezó siendo una multitud, eran ahora grupos dispersos de cincuenta a cien individuos. La sensación de que eran libres había despertado en muchos de ellos la idea de constituirse en jefes. No se resignaron a ayudar a Porvenir a tirar a Cristo al río. Quisieron obrar por su cuenta.

Ello originó que en dos horas escasas fueran ocho las iglesias que se incendiaran en la ciudad. Y tres conventos de monjas -el de Pilar, las Dominicas y las Escolapias- habían quedado destrozados. ¡El pupitre en el que Pilar había estudiado, hecho astillas! Y las camas virginales de las monjas, orinadas. Y los pianos. Los pianos de aquellos conventos cuya Madre Superiora no quiso seguir el consejo de mosén Alberto. ¿Y dónde se habían metido las monjas? Los milicianos no encontraban una sola, pero, en cambio, descubrían sus secretos… En las Escolapias, víveres para cinco años; en el convento del Corazón de María… un pasadizo subterráneo.

«¡Las catacumbas, las catacumbas de que hablaban!» «Sí, sí, catacumbas, esto debe de comunicar con la sacristía de San Félix, con los curas. ¿O creéis que dormían solas?» El capitán de aquel grupo era Ideal. El chico, con una lámpara eléctrica, se internó por el oscuro pasillo. Adelante, adelante. Los demás le seguían con la seguridad de dar, ¡por fin!, con el centro vivo y oculto donde radicaban las orgías eclesiásticas y las torturas. De pronto notaron humedad. Agua, mucha agua. «¿Cómo puede ser si el nivel de esto es mucho más elevado que el río?» «¡Lo habrán inundado, lo habrán inundado para que no veamos nada!» Desesperados, tuvieron que regresar. Pero pronto descubrieron una bifurcación. Y entonces, a pocos pasos, hallaron una especie de patio rectangular en el que se veían losas adosadas a la pared y montones de tierra removida. Ideal se detuvo. Le acompañaba el brigada Molina, de la Milicia Popular. «¿Qué hay aquí?» Alguien trajo un pico y un martillo. Con el pico despegaron una de las losas, que cedió con facilidad y la atrajeron hacia sí. «¡Esqueletos!» ¡Allí estaban! «¡Miserables!» «¡Allí escondían los cadáveres!» Alguien dijo: «Los cadáveres de los críos que tenían de extranjis». Bien claro se veía. Eran esqueletos raquíticos, como encogidos. Una a una fueron despegando las losas. Ideal hundió sus manos entre los huesos de un esqueleto y el armazón se desmoronó. En cambio, otros se conservaban enteros dentro de ataúdes de madera. «¡Afuera con eso, afuera con eso!» Sacaron los ataúdes. Subieron con ellos al convento. Salieron. «¿Dónde los dejamos?» «¡Ahí en la acera, para que todo el mundo los vea!». «¡Puercas, cochinas!». «¡Traed aquel del crío, el pequeño!»

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