José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Era cierto. Mateo enarcó las cejas. Podía ser una idea. Don Jorge tenía propiedades cerca de los Pirineos.
– Y me gustaría llevarme también a Rosselló.
La cuestión era dar con ellos.
– Jorge habrá ido a su casa. Su padre… ¡supongo!, le habrá perdonado. Rosselló no creo que haya querido ver a los suyos. Debe de estar en la fonda con Octavio.
Pilar retenía la mano de Mateo. Todos le miraban, a pesar de sentir que prolongar la escena era imprudente, que era preciso aprovechar aquel par de horas. Hasta que Matías Alvear ordenó a Pilar que saliera en busca de los dos falangistas.
Pilar obedeció y regresó con ellos -Jorge y Rosselló- y con el propio Octavio. Octavio también quería marcharse, aun cuando su novia le había asegurado que podían esconderse en lugar seguro.
Matías Alvear hizo un gesto dando a entender que los consideraba locos.
– ¡Estáis locos! ¿Dónde queréis ir cuatro hombres juntos? No llegaríais ni a diez kilómetros de aquí.
– Es verdad. Somos demasiados.
– Dividíos en dos grupos. Separados. De dos en dos.
Se convino así. Rosselló también conocía algo los caminos, o por lo menos, así lo dijo. Acompañaría a Octavio.
– ¿Y Roca, y los dos albañiles, y…?
Rosselló dijo: «Me parece que todos tienen la misma idea. ¡A ver si nos encontramos todos en Perpiñán!»
Pilar se desesperaba viendo que todo iba tan de prisa, y que la despedida había de efectuarse ante tanta gente. No podía manifestar lo que sentía. Volvió a abrazar a Mateo. Mateo le dio un beso en la frente. Uno y otro revivieron en un segundo los meses pasados juntos, la fidelidad que se habían jurado sus corazones.
– Volveré.
– ¡No, no, no volverás!
La respetuosa actitud de los demás violentaba la escena.
Por fin Mateo se separó de Pilar y acercándose a Carmen Elgazu le pidió que le diera un beso. Ella se lo dio y le colgó una medalla. Estaba emocionada. Mientras duró la discusión les había preparado una buena merienda a cada uno. Cuatro paquetes.
Matías les preguntó:
– ¿Hay alguno que no tenga dinero…?
Rosselló. Rosselló no tenía un céntimo.
– Espera un momento. -Matías entró en su cuarto y salió con cien pesetas-. No puedo darte más.
Rosselló se lo agradeció.
Salieron uno a uno, con intervalos de diez minutos. El primero que salió fue Jorge. Las parejas se formarían a la salida de la ciudad. Tomaron la dirección de la Dehesa, carretera adelante… Pilar murmuró desde el balcón: «Que Dios os bendiga…» Y luego fue a su cuarto y se desplomó sobre la cama.
En cuanto a Ignacio, no había podido despedirse de Mateo. Había salido para ir al Banco en el momento en que las tropas se retiraban y corría la voz de rendición. Al instante su preocupación había sido Marta, ¡de quien todavía no sabía nada!
En la puerta del Banco le dieron la noticia de que los anarquistas y comunistas se concentraban ante la bandera blanca en los cuarteles. Ignacio no entró siquiera. Se dirigió a casa de Marta. La madre de la chica le dijo: «Se ha ido con su padre a los cuarteles».
¡Válgame Dios! Ignacio sintió un pánico cerval, pero se dominó al instante, pues la madre de Marta le miraba con ojos de súplica.
– No se preocupe -dijo el muchacho-. Se la traeré, sea como sea. -Iba a salir cuando sonó el teléfono. El coronel Muñoz informaba a la esposa del comandante de que unos guardias de Asalto se dirigían a su piso para custodiarla. Le dio toda clase de seguridades…
Ignacio salió, bajando la escalera a saltos. Su primera intención fue ir a los cuarteles, pero pronto comprendió que si le veían sería peor. Entonces se dijo: «No hay otro remedio que hablar con David y Olga…»
Se dirigió a la UGT. ¡Cuánto tiempo llevaba sin subir aquellas escaleras! Preguntó por los maestros. Éstos salieron. Al verle no pudieron reprimir una expresión de gran sorpresa.
– ¿Tú por aquí?
En aquel momento Ignacio se dio cuenta de lo incongruente de la situación, de que había obrado sin pensar si todo aquello era lógico o no. ¡Qué mutaciones más extraordinarias! David y Olga, que no tenían nada que ver con el asunto, arrancados de sus planes revolucionarios para preocuparse de la hija del comandante Martínez de Soria. Ignacio no se arredró. Sintió que todavía creía en las cosas extraordinarias. Miró fijamente a los maestros. Y les explicó.
Los hombros de David y Olga se acercaron mutuamente, como siempre que los maestros oían algo insólito.
– ¿Te das cuenta de lo que nos pides?
– Sí.
Y sin embargo, a la maestra le bastó un segundo para dominar su sorpresa. Inmediatamente reaccionó. Pensó que tal vez la vida no fuera tan rígida como ellos a veces habían creído.
– De acuerdo. Que vaya a casa.
Ignacio dijo:
– Pero… es que está en los cuarteles.
¡En los cuarteles! Los maestros se miraron. No había tiempo que perder. Olga salió, seguida a corta distancia por Ignacio. Al llegar al Puente de Piedra vieron la multitud que se acercaba, conduciendo los oficiales hacia los calabozos del cuartel de Infantería.
Olga se dirigió a un oficial de Asalto. Éste le dijo: «La muchacha ha pedido que la acompañen al cuartel de la Guardia Civil. Allí estará».
Ignacio se reunió con Olga y propuso alquilar un coche e ir a buscarla en seguida. Así lo hicieron. Subieron a un taxi sin perder un segundo y se detuvieron en una esquina próxima al cuartel. En efecto, en él encontraron a Marta, sentada entre Padilla y Rodríguez.
Marta, al ver a Ignacio, se levantó, esperanzada. Pero en cuanto vio aparecer a Olga cambió inmediatamente de expresión. Iba a decir algo, pero Ignacio se le acercó y la asió de la muñeca con ademán conminatorio. Olga, sin inmutarse dijo: «Hay que disfrazarla». Padilla, que guardaba toda su compostura, pidió que esperaran un momento. Salió y volvió con unas trenzas que acababa de cortarle a su hija… Olga le puso las trenzas, atándolas con unas cintas… Luego, una falda de flores verdes… Y Olga se la llevó en el coche, hacia la escuela…
E Ignacio quedó solo, recorriendo la ciudad, en el momento en que comenzaban los incendios.
El rasgo de Olga y la sangre fría de Padilla superaron sus posibilidades de asombro. Fue testigo de cuanto ocurría. Vio la cruz en el río, vio formarse la columna del Responsable, las otras columnas, vio salir llamas de todas partes, vio los esqueletos a los pies de la Catedral. Su dolor fue total y comprendió que el tumor había reventado. Entonces sintió que le ganaba el sentido de responsabilidad. ¡Ya había puesto a salvo a Marta! Era preciso defender la familia… y a Mateo. Se dirigió a su casa. Mateo se encontraba ya con el paquete de la merienda y las alpargatas camino de los Pirineos. ¡Era preciso salvar a César! Fue al Museo. Mosén Alberto ya estaba fuera. Y se llevó a César a casa. ¡Era preciso salvar a la sirvienta! Volvió al Museo y la llevó, sin pedir permiso, a casa de Julio, diciendo a doña Amparo: «Supongo que no hay nada en contra…» ¡Era preciso salvar a don Emilio Santos! Fue al piso de la estación y se lo llevó consigo al piso de la Rambla.
Pensó en el subdirector, cuyo sillón había visto vacío al llegar a la puerta del Banco. Se dirigió a su casa. Llamó y una voz preguntó:
– ¿Quién es…?
– Soy Ignacio, del Banco.
Al cabo de treinta segundos la puerta se abrió. Ignacio vio al subdirector, con aire sorprendentemente digno. Éste le acompañó al comedor y le presentó al hermano Juan, de los Hermanos de la Doctrina Cristiana, el cual se encontraba pegado a la radio.
El subdirector no le dejó hablar. Parecía no comprender que Ignacio había ido a advertirle que tenían que huir del piso, esconderse en algún sitio. El subdirector no pensaba sino en la radio, en las emisoras de onda corta. Le ordenó que se sentara y le obligó a escuchar un extraño locutor que aseguraba hablar desde Jaca. La voz decía que el triunfo militar era seguro, a pesar de que el Alzamiento hubiera fracasado, por traición, en algunas plazas. Repetía una y mil veces que toda Castilla estaba en poder de los militares, toda Galicia y parte del Sur. Daba gritos de ¡Viva España! y ponía compases de himnos marciales: el de la Legión, el de Falange.
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