José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Ignacio se impacientó y le dijo al subdirector:
– Todo eso está muy bien… ¡Pero pónganse ustedes a salvo!
El subdirector no reaccionaba. Estaba absorto con la radio. El hermano Juan tenía la vista baja, y se le veía pendiente del subdirector.
Ignacio asió a su superior en el Banco por las solapas.
– ¡Ande a disfrazarse y a casa de la Torre de Babel! Yo saldré primero y abriré camino. Allá estará usted seguro.
El subdirector sonrió.
– Yo no me moveré de aquí -sentenció.
– ¿Pero no comprende que es una locura?
Al subdirector le parecía que huir del piso era desertar.
– No sea usted tonto. Todo el mundo se está marchando. Supongo que don Santiago Estrada ya estará quién sabe dónde.
El subdirector le miró por última vez.
– Los demás que hagan lo que les parezca. Yo no me moveré de aquí.
Ignacio, furioso, dijo:
– Pues vendremos a buscarlos.
Salió. No sabía lo que le ocurría. Tenía el presentimiento de que sucedería algo horrible y cada persona, aunque no le unieran a ella lazos próximos, le parecía sagrada, precisamente porque entendía que su vida pendía de un hilo. Se dirigió al Banco en el momento en que los empleados salían por la puerta trasera, terminado el trabajo de la mañana.
Se extrañaron al verle llegar con tanta prisa y sudoroso. Ignacio pensó:
– Tal vez no sepan nada de los incendios.
Por el contrario oyó que hablaban de ellos en términos de absoluta indiferencia.
Se mordió los labios y llamó, aparte, a la Torre de Babel. Le describió la situación del subdirector, el peligro que corría.
– Llévatelo a tu casa.
La Torre de Babel le miró desde su enorme estatura.
– ¿Yo…?
– Sí. En tu casa estará seguro.
La Torre de Babel le miraba como si Ignacio estuviera loco.
– Pero ¿por qué? ¿Qué peligro corre?
– ¿Qué peligro…? ¿No comprendes que ha salido con armas?
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Pues… que los matarán a todos.
– ¿Que los matarán…? -La Torre de Babel reanudó su marcha-. Anda, Ignacio. Tú confundes el pueblo con los militares.
No logró convencerle. Ignacio quedó desconcertado un momento. Pensaba otro plan, pero de pronto vio pasar a Blasco seguido de unos limpiabotas. Sus rostros resultaban extraños, sus cinturas aparecían rodeadas de pistolas y puñales. Le miraron de extraña manera. Ignacio pensó que en su propia casa estarían inquietos y tomó la dirección de la Rambla. Los himnos de la emisora de Jaca le zumbaban en los oídos.
Entretanto Mateo y Jorge, con los pantalones medio rotos, veían campanarios de Gerona a lo lejos, y humo… Humo que salía del centro de la ciudad.
Mateo le decía a Jorge:
– Sí, ya sé. España está ardiendo. Pero España ¿ves…? -Le enseñaba un mapa cosido en el interior de la camisa- es un destino en…
Jorge le interrumpía:
– Ale, Mateo, que los Pirineos son más verticales que tu Sindicato.
CAPÍTULO XC
A las seis, Gorki fue nombrado alcalde. La multitud irrumpió en el edificio municipal, tirando a la calle los retratos de hombres ilustres cuya imagen les resultó desconocida. El perfumista vio, en el despacho que le estaba preparado, el inmenso sillón de la alcaldía rodeado de tapices heroicos. Estaba eufórico. Se dirigió a todos los que habían subido al despacho. «¡Camaradas, los antifascistas de Gerona tendréis agua, gas y electricidad gratis! ¡El Municipio al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio del Municipio!» Cosme Vila nombró los consejeros de Gorki: el catedrático Morales y el brigada Molina. En un cajón del escritorio, este último descubrió un paquete de cigarrillos rubios. Gorki lo levantó, mostrándolo a todos… «¡Pitillos rubios, pitillos rubios!» La carcajada fue unánime, dedicada al alcalde dimisionario, arquitecto Massana.
Afuera, simultáneamente, se efectuaba otra ceremonia que el instinto popular adivinó de primerísima importancia: la requisa de coches. Dos horas le bastaron a la multitud para hacerse con casi todos los coches de la ciudad. En realidad, el primero en apropiarse de uno había sido un andaluz, Alfredo, eligiendo el de don Pedro Oriol. Luego vaciaron todos los garajes de la ciudad. Porvenir requisó una camioneta que repartía café. Cosme Vila había dado orden para que lo menos tres coches fueran puestos al servicio del Partido Comunista. El Responsable había previsto por su parte muchos viajes. Murillo, cuya célula se manifestaba muy activa, se hizo con dos Buicks: el del notario Noguer y otro. ¡A Gorki le correspondía, por derecho propio, el Ford del Ayuntamiento! La valenciana estaba harta de montar en camiones que olían a ajo y esperaba que Teo dejaría de hacer bobadas y le ofrecería algo mejor. El Balilla de don Santiago Estrada fue requisado por la UGT.
En los garajes hubo altercados.
– ¿De parte de quién?
– Del Comité Revolucionario Antifascista.
– ¿Qué Comité es ése?
– Pronto lo sabréis.
Algunos patronos ofrecían resistencia, a pesar de todo. Los milicianos decían:
– ¿Eres de los que llevaban arma o qué?
La razón era convincente. Los garajes, cerrados por la huelga, fueron abiertos violentamente, lo mismo que los particulares. Cuando el conductor en su primera maniobra mostraba ser experto, los dueños de los garajes suspiraban con un hilo de esperanza, pero con frecuencia ocurría lo contrario.
A las siete de la tarde la ciudad era un autódromo. Coches de todas marcas y tamaños iban y venían a velocidades increíbles. El pánico de los transeúntes se acentuó hasta lo inverosímil, pues en un santiamén el aspecto de los vehículos habían cambiado por completo. Ondeaban banderas sobre los chasis; en todas partes inscripciones, preferentemente macabras. Porvenir había atado a la camioneta una tibia, que iba chocando con la madera de atrás. Los limpiabotas habían irrumpido de nuevo en el primer plano y uno de ellos había dibujado, en el parabrisas de su Renault, una calavera. Pero sobre todo, los fusiles. Los cristales del coche bajos, y cañones asomando por las ventanillas laterales. De todos los coches brotaban fusiles. Imposible salir al balcón y no sentirse apuntado desde la calle por docenas de fusiles que pasaban unos tras otros. De repente, un frenazo y milicianos que se apeaban. ¿Para qué? No se sabía. Algo importante.
La posesión de los coches dio a todos una gran seguridad. Los puestos de gasolina recibieron la orden de no agotarse. Las mujeres de los milicianos empezaron a admirar a sus hombres y a creer que verdaderamente la revolución iba en serio. Pero muchos de éstos les decían: «¡Te equivocas si crees que lo he requisado para divertirme! ¡Hay mucho que hacer, mucho que hacer!» Era lo que Julio temía, coincidiendo en ello con el profesor Civil: que la necesidad de justificar el coche llevara a correrías desenfrenadas…
Cosme Vila hubiera querido organizar todo aquello sistemáticamente y al efecto había constituido el Comité Revolucionario Antifascista de Gerona bajo su presidencia y la de Gorki, con el Responsable y Porvenir en representación de CNT-FAI, Casal y David por la UGT, y Alfredo, el andaluz, en representación directa del pueblo. Este Comité tendría poderes lo mismo para dar órdenes que para castigar abusos. Y, sin embargo, toda sistematización se reveló imposible. La reunión se celebró a las siete, en el local que por la mañana era de la Liga Catalana. Todos los miembros acudieron, excepto David, y el Comité Revolucionario Antifascista redactó un mensaje que iba a ser leído por radio. Pero con sólo salir al balcón se veía que a la masa le importaban un bledo los mensajes, que los milicianos se bastaban para planear y realizar sus operaciones revolucionarias. Las noticias que llegaban de fuera eran contradictorias; algunas hablaban de resistencia feroz por parte de los fascistas y aquello desataba los ánimos más aún. Otras ocho iglesias ardían, unas enteramente, otras sólo los altares, y los Comités Revolucionarios de los alrededores iban y venían de sus pueblos al centro de la ciudad informando de las medidas que ellos habían tomado. En seguida destacó el Comité del pueblo de Salí, cuyos dos coches, eternamente uno tras otro, fueron llamados pronto los coches de la muerte, pues en la bandera unas letras negras decían «Muerte a los fascistas». Los componentes del Comité de Salt exaltaban hasta lo indecible a los de Gerona. Ellos no sólo habían quemado la iglesia sino que al cura le habían cortado lo que le hacía hombre y luego le habían colgado en la fuente de la plaza, con los pies en el agua. ¡Podían ir a verlo! Todavía estaba allí. También habían saneado el Manicomio sacando a las monjas en un carro. ¡No hacían más que embaucar a los locos con jaculatorias, aprovechando que estaban locos! Ahora hacían trabajos útiles para la población. Algunas limpiaban los waters del cine, del café, del local del Comité Revolucionario, otras fregaban el suelo en casas de obreros y desde luego todas tendrían que ir a la fuente de la plaza todos los días y bailar un poco ante el cura colgado en ella.
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