José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Sus hijas repitieron la frase del sepulturero: «Ya está bien, ya está bien».
El Responsable comprendió que tenían razón. Él era un triunfador. El fracasado era el sargento, el novio de su hija mayor, al que se le atascó el fusil tres veces, como si una maldición le impidiera disparar.
La fracasada era su mujer, que en el Manicomio continuaba rezando el Rosario todo el día y a la que el Comité Revolucionario de Salt había arrancado ¡por fin! las cuentas de las manos. Los fracasados eran los treinta y seis que habían sentido en sus carnes la justicia del pueblo.
El Responsable hablaba de los muertos, de su mujer y del sargento porque no conocía el verdadero fracasado de la noche, el que más raquítico se sintió, más hundido y poca cosa, más avergonzado de ser hombre: Teo.
Teo fue el gran fracasado de la noche. Porque, al fin y al cabo, los que murieron, no fueron abandonados por el hecho de morir, sino que se llevaron de los vivos, y dejaron entre ellos, algo consubstancial. Por otra parte, ni uno solo, entre los treinta y seis, murió sin compañía, excepción hecha de don Pedro Oriol.
En cambio, Teo se encontró solo, absolutamente solo. Sin coche, sin patrulla, sin objetivo fijo. Murillo le había seguido las bromas mientras llevó alba, casulla, bonete, encuadrando sus feroces bigotes; pero llegada la noche se había separado de él.
Teo había hecho mil cálculos y todos le fallaron. Imaginó que le bastaría un gesto para que la valenciana acudiera a su lado, y no fue así. La vio un momento y ella volvió la cabeza, con coquetería, y prosiguió su marcha. También había supuesto que los murcianos le pedirían que les capitanease, como en el incendio de San Félix; tampoco fue así. Los murcianos, desde la requisa de coches, habían cambiado mucho, y parecían valerse por sí mismos.
De modo que Teo se encontró solo. Se había dirigido a su casa para cenar algo, pensando que tal vez a última hora, cuando las operaciones empezaran, encontraría el apoyo de alguien, tal vez de algún taxista. De modo que se decía: «¡Claro que sí!» Pero… no contaba con San Narciso. Al abrir la puerta del piso se encontró, inesperadamente, con la urna que contenía el cuerpo de San Narciso. La impresión que recibió fue extraordinaria, porque la posición del Santo, con las manos cruzadas sobre el pecho, era de un patetismo insólito, a pesar de que, de niño, Teo había oído que su madre decía: «Parece que duerme».
Teo quiso sobreponerse aún, vencer el miedo atacándole de frente, acercarse al santo y contemplarle sin ambages, de tú a tú, con lo cual se cercioraría de que era de madera y todo aquello desaparecería. Pero entonces le ocurrió lo doblemente singular. No sólo le pareció que el rostro no era de madera, que era realmente de carne, sino que aquella carne no estaba muerta. Le pareció que era un rostro vivo, que los labios balbuceaban algo. Algo así como «ba, bo…» Entonces, quien sintió que sus músculos se agarrotaban fue él. La gorra impidió que se le erizaran visiblemente los cabellos. No pudo cenar. Salió dando un portazo. Le pareció que soñaba. Y pasó toda la noche vagando solo, sin atreverse a hablar con ningún taxista ni participar en ninguna operación. Ello le permitió ser testigo y fiscalizar muchas cosas. El guiño constante de las estrellas, la impenetrabilidad de las piedras, las llamas lentas y pobres de todos los edificios desmoronados por los incendios, convertidos en solares. Teo recorrió toda la ciudad. Veía cómo los coches se detenían y por las siluetas reconocía a los ocupantes. «Éste es Blasco, éste es Santi.» A Santi le reconocía porque entraba en las escaleras dando un salto, al Cojo por su cojera, a la valenciana porque su escote brillaba… Se ocultaba en los portales, en las esquinas. Vio que trasladaban alguien al Hospital, procedente del domicilie de don Jorge. No comprendió. Vio los esqueletos ante el convento del Corazón de María. ¡De repente, en el río, alguien erecto, con los brazos en cruz! Era el Cristo de la iglesia de los jesuitas, que continuaba cabeza abajo. La soledad de Cristo en el río fangoso era indescriptible. Teo se apoyó en la barandilla y lo contempló. También le pareció que balbuceaba algunas sílabas. Entonces temió volverse loco. Escupió. Finalmente, agotado, se fue a la cuadra donde dormitaban sus dos caballos y el carro. Allá encontró respiraciones amigas y consiguió dormir.
CAPÍTULO XCII
A media mañana, el fantasma de la muerte recorría la ciudad. Una sensación colectiva de responsabilidad flotaba a ras de las cabezas. En realidad, los treinta y seis no se habían ido: estaban presentes, tanto más cuanto que su marcha se produjo con tanta sencillez.
La gente se daba cuenta de que los enemigos contaban en la ciudad y en la vida de cada uno. Seccionados, quedaba un vacío. Las mujeres de los milicianos se sentían incompletas sin don Santiago Estrada.
Fue una mañana lenta, en la que las heridas de la víspera se abrieron a plena luz. Los edificios incendiados, los pianos en el río, un pez dormitando en las teclas de uno de ellos, la horrible mancha negra de las imágenes en la Rambla, con la torpe circunferencia trazada por Santi; una bandera roja coronando la Catedral; cerca de la estación, dos coches flamantes convertidos en chatarra.
A las once el decorado cambió. Los milicianos volvieron a salir. Habían dormido unas horas, empezaba otra jornada. Con ellos reaparecieron los coches, en los que se veían, excitadas, muchas mujeres llevando también mono azul. De pronto, las mujeres se apeaban y detenían a los transeúntes clavándoles una banderita. «Socorro Rojo Internacional.» «Para la Milicia Popular.» Los dos confesonarios del Carmen habían sido colocados a ambos lados del Puente de Piedra, a modo de garitas de arbitrios, y dos milicianas sentadas en ellos admitían donativos.
La ciudad volvió a llenarse de ruidos, en tanto que la gente iba de prisa, excepto aquellas personas que se regocijaban de lo que había ocurrido o lo juzgaban natural. Entre estas personas se contaban muchas de las que nunca se hubiera sospechado. Uno de los carteros, amigo de Matías, le cortó a éste la respiración cuando le dijo: «¡Bueno, por fin habrá pisos que se alquilen!» Otras habían comprado El Proletario y leían con sorprendente fruición las listas de las personas consideradas facciosas de la ciudad.
Los cafés y barberías habían abierto y se llenaron de milicianos, algunos de los cuales aseguraban que los militares no habían sido derrotados, ni mucho menos, en todas partes. Que en muchos lugares de España dominaban la situación y que en otros el pueblo continuaba combatiendo. Aquello ponía furiosos a los oyentes, pensando que el comandante Martínez de Soria y los demás oficiales continuaban protegidos por las autoridades. No se hacían a la idea de que pudieran matar curas, pero no a los principales responsables. ¡Y no sólo eso, sino que los familiares de éstos gozaban también de protección oficial! La esposa del comandante Martínez de Soria, Marta… Todo el mundo creía que Marta continuaba tranquilamente en su casa.
Un hecho era evidente: la gente quería pensar en los rostros conocidos que no volverían a ser vistos nunca más, y no podía. Leyes imperiosas, de defensa propia, se imponían a todo otro pensamiento. Los coches volvían a constituir una obsesión -muchos de ellos ya bautizados con nombres parecidos a los del Comité de Salt-. Y más aún que los coches, las órdenes que continuamente salían del Comité Revolucionario Antifascista. Prohibido llevar luto, prohibido preguntar por un desaparecido, prohibido investigar en las carreteras, prohibido salir de Gerona sin un salvoconducto con el sello del Comité. Acababan de constituirse los controles. A cada salida de la ciudad, centinelas armados vigilarían el paso de los vehículos y personas, pidiéndoles este salvoconducto. Bandos pegados en los muros informaban que el Comité Revolucionario Antifascista había instalado las oficinas necesarias para asegurar el funcionamiento de este servicio. «¿Sabéis si está permitido ir a tal barrio…?» «Parece que no.» Todo el mundo, instintivamente, dejó de llevar sombrero. El sombrero desentonaba en medio de los monos azules de los milicianos. Acaso los únicos sombreros que quedaran en la ciudad fueron el de Julio García, ladeado, y el de Matías Alvear.
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