José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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En seguida fue localizado uno de los grandes peligros: las criadas. Las criadas eran las que se dedicaban a denunciar quiénes escondían a quién. Salían, detenían a un miliciano por la calle y le decían: «En el tercer piso se esconde un cura».

Ello ocasionó un pánico indescriptible. Las personas flotantes, en busca de refugio, se contaban por docenas. Llegaban monjas de fuera, de pueblos lejanos, disfrazadas como podían, y llamaban a la puerta de los parientes. «¡Santo Dios! ¿Tú aquí…?» Las criadas, las criadas habían observado su entrada.

La criada de don Emilio Santos denunció ante Salvio a tres fabricantes procedentes de Barcelona, que con bigote postizo y cazadora de cuero habían entrado en el inmueble vecino.

Continuamente pasaban milicianos conduciendo detenidos hacia el Seminario, convertido en cárcel. Por ello muchas personas abandonaron sus pisos, que eran ocupados por los milicianos o para instalar algún servicio revolucionario. Blasco y el Cojo se instalaron en el domicilio del notario Noguer, donde se enteraron con estupor, gracias a unos papeles que había encima de la mesa, de que don Jorge había desheredado a su hijo, Jorge, por haber ingresado éste en Falange.

Todo el mundo estaba convencido de que los detenidos iban a ser fusilados a la noche. De modo que los allegados, en cuanto se les llevaban el padre o el hermano, comprendían que sólo existía una posibilidad de salvar al ausente: conseguir que uno de los milicianos se interesara por él y tomara personalmente su defensa, alegando que le debía algún favor.

Ello originó una gran conmoción. Todo el mundo hurgaba en la memoria para recordar si en alguna ocasión había hecho un favor a éste o a aquél, a un obrero, al Cojo, a un pobre… En muchos casos, el desconsuelo era absoluto, pues el examen revelaba que no; en otros se oía un grito de esperanza. «¡Un día se había dado una propina crecida a Blasco, se había conseguido que la mujer de Alfredo, el andaluz, fuera operada gratis de apendicitis!»

Los milicianos, al recibir la visita, tiraban la colilla al suelo y la aplastaban con la punta del pie. Algunos hinchaban el pecho para meditar y luego contestaban: «De acuerdo. Estad tranquilos. Salid lo menos posible». Otros, de pronto, reaccionaban con violencia inaudita «¿Qué os habéis creído? Si algo habéis hecho, allá vosotros». Alfredo, el andaluz, repitió a todos la misma frase: «Lo siento, pero la mitad tiene que pringar para que la otra mitad viva».

Doña Amparo Campo recibía muchas visitas, a las que contestaba: «Hija mía, vamos a ver, vamos a ver lo que puede hacerse. A Julio voluntad no le falta. De lo que nosotros dependa…» También Olga fue asaltada por toda suerte de personas, que suponían que David había aceptado formar parte del Comité, lo cual no era cierto. Olga las desengañaba: «De todos modos -decía al final-, no hay por qué alarmarse tanto. Los primeros momentos son duros, en todas las revoluciones. Pero todo esto se despejará pronto». La preocupación de Olga era que alguien sospechara la presencia de Marta en la cocina de la Escuela. Marta permanecía inmóvil, absolutamente inmóvil; pero una tos inoportuna, un accidente… Por eso Olga decía a todo el mundo: «Otra vez, id a verme a la UGT y no aquí».

Entre las familias que buscaban un protector… se contaba la familia Alvear. Julio les había mandado un aviso: «Tomad precauciones. Se busca a Mateo y a Marta, y os harán un registro. Cuidado con Ignacio, cuidado con César».

Era de esperar. Carmen Elgazu sintió en el pecho que la cosa se acercaba. Y se dispuso a defender a los suyos con las uñas. No le dio por lloriquear. Estaba dispuesta a salvar a sus hijos y decidió ir en persona a ver a Julio y decirle: «Tiene usted ocasión de lavar un poco su alma. Guárdelos usted mismo en la Jefatura de Policía». La humillación que esto representaba no le importaba. Las vidas de Ignacio y César valían más que todo. Por otra parte, estaba con ellos don Emilio Santos, el cual decía: «Yo me iré, me iré, no quiero comprometerlos».

Carmen Elgazu se disponía a salir cuando Matías Alvear la detuvo. El hombre, al recibir la nota de Julio, se había concentrado de tal modo que le pareció haber dado con la solución, con el punto luminoso que le esperaba al otro confín de la memoria… ¡Ignacio había dado un día sangre en el Hospital! Matías no recordaba a quién… Pero estaba seguro de que era alguien… extraño… alguien que sin duda alguna ahora…

– Espera un momento -le dijo a su mujer-. Ignacio, ¿cómo se llamaba el hombre al que diste sangre en el Hospital?

Ignacio no perdía gesto de sus padres, esperando que ellos terminaran para poner en práctica sus proyectos, pues también tenía el suyo… Contestó:

– Dimas. Se llamaba Dimas.

– ¿Y de dónde era?

– De Salt.

¡Dimas, y de Salt…! ¡Del pueblo cuyo Comité…! Matías les dijo:

– No os mováis de aquí. Esperad un cuarto de hora. Vamos a ver si lo solucionamos todo de un golpe. Los registros en la Rambla todavía no han empezado, y me dará tiempo.

Era tal su entusiasmo y tal su decisión, que todos se dispusieron a obedecerle.

Matías salió y a la media hora justa regresó… de forma espectacular. El corazón le latía con fuerza inaudita. Todavía no se explicaba cómo había pensado en ello, por qué… Un toque de gracia. Al leer la nota de Julio deseó tanto salvar a sus hijos que dio con la solución.

Lo cierto es que regresó con un hombre alto, sin afeitar, que llévala dos pistolones. Dimas, el de Salt. Y al lado de éste otro miliciano bajo, de dientes blanquísimos, que le daban aspecto agradable. Dimas rezongaba:

– ¡Haberlo dicho, haberlo dicho! Aquí no entrará ni Dios.

Carmen Elgazu y César quedaron paralizados al oír aquellas palabras. Pero comprendieron. Lo mismo que Ignacio, lo mismo que Pilar. Matías se había quitado tal peso de encima, que el lenguaje de Dimas le hacía gracia.

La presencia de don Emilio Santos molestó a los dos hombres. Al saber quién era, Dimas miró a su secretario: «Eso ya…» Pero el recuerdo de Ignacio lo borró todo. «Nada, nada. No discuto. Aquí no entrará ni Dios.»

Dimas llevaba más de treinta horas efectuando registros y no conseguía hacerse a la idea de que en aquella casa no podía abrir los cajones ni echarlo todo a rodar. Por ello miraba sin querer a derecha e izquierda. Carmen Elgazu, al verle de perfil, se horrorizaba. Dimas tenía un perfil de enfermo o de criminal. En una de las miradas descubrió una pequeña figura con barretina, de pie en el trinchero. Dimas se acercó y dio un silbido. «Anda, anda -dijo-. La Virgen.» Pero no la derribó.

A César, aquel hombre le daba una lástima infinita. ¿Por qué hablaba de aquella manera? ¿Por qué llevaba aquellas patillas, y aquellas pistolas? ¿Cómo se las arreglaría, el pobre, para impedir que entrara Dios? ¿Y si Dios se había servido de él para entrar?

Carmen Elgazu dominó su repugnancia y tomó la palabra. Le pidió a Dimas que garantizara la vida de sus hijos y la de don Emilio Santos. Le dijo que nunca se arrepentiría de una buena acción, y que sabría que en ellos tenía unos amigos. «Ya ve usted que en la vida vamos necesitándonos unos a otros.»

Dimas asentía sin dificultad. Su secretario sonreía. No hacía sino mirar a Pilar. A Dimas la seguridad de Carmen Elgazu le imponía, además de que la mujer era la única persona en el mundo que le trataba de usted.

Matías le preguntó qué pensaba hacer para «garantizarlos».

Dimas le miró ofendido.

– El Comité Revolucionario de Salt da su palabra.

Matías no lo dudó, pero insistió en preguntar qué pensaba hacer. El secretario de Dimas dijo:

– Pues… uno de nosotros se quedará aquí de guardia, siempre.

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