José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Julio vio que los coches de la muerte encendían los faros y acarició a Berta. También los Costa estaban desesperados. Habían acudido de nuevo al Comité Revolucionario Antifascista para protestar. Sólo pudieron ver a Casal, a quien si bien las cifras que oía continuaban dándole vértigo, e intentaba frenar a Cosme Vila y al Responsable, no dejaba de tener presentes los muertos que la sublevación militar había ocasionado entre el pueblo. Casal les contestó:
– ¡No sean ustedes ingenuos! ¡Protestar a estas horas! Vayan ustedes a Barcelona y entérense del número de obreros que han muerto en los combates. Y en Madrid, y en Oviedo. -Finalmente, les dijo-: Lo mejor que ustedes pueden hacer es salir poco de casa…
Los milicianos cenaron bien y bebieron lo suyo. La labor iba a ser ardua Se sabía que mucha gente estaba oculta en huecos inverosímiles. «Han tapiado paredes, puertas secretas.» ¡Con las puertas secretas que había en Gerona!
A medianoche no podían soportar la espera. Las calles, desiertas, Alfredo el andaluz subió al piso del Delegado de Hacienda, llevó a éste al cementerio, le cortó las orejas y le mató.
A la una, Gorki y tres milicianos subieron al piso del juez de Primera Instancia, que quiso conservar su puesto cuando las bases. El hombre, en pijama, se sintió transportado al cementerio. Era el mejor amigo del Delegado de Hacienda. Le reconoció. Gritó algo. Cayó a su lado.
A la una y media, el presidente de la Audiencia. Se encargaron de él el Responsable y Porvenir, que aquella noche habían decidido trabajar juntos. Las hijas les habían dicho: «No nos gusta que os separéis. Podría ocurrir algo».
El Jefe de Telégrafos, el de Teléfonos, el de la Estación. Otros dos médicos.
El catedráticos Morales sabía que todo aquello era el principio, que la gran operación estaba prevista para las cuatro de la mañana, y se había dicho a sí mismo que faltaba gente fuerte. Los milicianos, en general, no le inspiraban confianza. Estaban borrachos. Todo el día habían estado bebiendo en compañía de los Comités de los pueblos-vecinos y ahora, en el coche, llevaban el porrón. Las mujeres eran las primeras en incitarlos a beber.
Por ello se habían procurado un "gran refuerzo para las patrullas seleccionadas: Teo. Se dijo que la ayuda de Teo iba a ser indispensable. Por su fuerza, entusiasmo y experiencia. Además de que el gigante daba lástima andando solo. Durante el día había salido con su carro y había hecho un viaje a la estación, como dando a entender que se inhibía de todo; pero en la estación llevaban una semana sin ver un tren y regresó de vacío.
Morales fue a ver a Teo. Le dijo: «Vengo de parte de Cosme Vila, Reconoce que tienes razón, aunque ya sabes que la disciplina…» Teo empequeñeció sus ojos.
– ¿Vienes de parte de Cosme Vila?
– Me ha ordenado que viniera personalmente, y que te esperamos. Además, quiere organizar un homenaje a la memoria de tu hermano, en el cementerio.
Estas últimas palabras hundieron a Teo, toda su resistencia cedió. Barbotó algo, sin duda alguna expresión alegre. Empezó a creer que sí, que Cosme Vila le llamaba. Empezó a sospechar que era lógico, que le necesitaban. El catedrático Morales añadió:
– Si no vienes, tendremos que llevar la valenciana al Manicomio. Teo pegó tal puñetazo a la urna de San Narciso, que casi rompió el cristal. Morales le dijo: «Anda, vamos, ya volveré yo por este Santo». Se lo llevó. Se llevó a Teo al Comité Revolucionario Antifascista. Cosme Vila, al verle y ver el signo de inteligencia que le hacía el catedrático Morales, sonrió. «¡Salud!» Levantó el puño. La valenciana estiró las piernas. «Salud, fascista.» Teo estrujaba la gorra entre sus dedos. Miró el despacho que fue del jefe de la Liga Catalana. En la pared vio un pequeño papel: «Instrucciones para el homenaje al hermano de Teo». No decía: «Jaime Arias»; decía «hermano de Teo». Su entusiasmo fue tal que se puso al frente de la gran operación, la que el catedrático Morales sabía que se preparaba para las cuatro de la madrugada. El Responsable y Alfredo el andaluz le consideraron un competidor de categoría. Lo mismo que Porvenir. De todos modos, pensaban: «Habrá trabajo para todos».
Nunca más andaría Teo solo por la ciudad, expuesto al sentimentalismo y a la locura. El catedrático Morales le dijo: «Escucha la radio». A los diez minutos oyó: «El Partido Comunista saluda a Teo». El gigante tomó el sello del Comité Revolucionario Antifascista, sopló en él y abriéndose la camisa se tatuó el pecho; aunque era demasiado peludo, y la valenciana le dijo, entre carcajadas: «Yo te tatuaré luego, guapo».
Los coches iban de acá para allá, frenando ante las casas de la ciudad. El pánico era absoluto y cada persona daba lo mejor o lo peor de sí misma. Teo iba a dar lo peor, lo mismo que estaban haciendo el catedrático Morales y Julio, lo mismo que se disponía a hacer Pedro, el disidente; otros daban lo mejor, y entre ellos se contaban Dimas, el miliciano, Agustín, su secretario; mosén Francisco y César.
Mosén Francisco no había aceptado la propuesta de Laura de refugiarse en casa de los Costa. Mosén Francisco no tenía más que una idea, sobre todo desde que su párroco había muerto: continuar ejerciendo su ministerio. Los dueños del piso en que vivía habían desistido de atarle de nuevo a la silla como hicieron cuando el incendio de San Félix. «Si hacéis eso, seréis responsables de muchas cosas». Mosén Francisco se había disfrazado de miliciano, mono azul, gorro, correaje, pañuelo rojo, pulsera de oro. Todo se lo había proporcionado la Andaluza, a la que mandó llamar. Ahora esperaba que llegara la madrugada para poner en práctica su plan, aunque la Andaluza le decía: «Es una locura, es una locura».
A Pedro el disidente le había ocurrido algo absolutamente inesperado: Radio Moscú se había puesto al lado del Comité Revolucionario Antifascista y el muchacho entendió que, por lo tanto, su obligación era colaborar; y sintió remordimientos graves por haber ocultado a Mateo. Radio Moscú no citó expresamente al Comité Revolucionario de Gerona pero los citó a todos al hablar del Partido Comunista Español. Pedro comió un par de sardinas, tomó un vaso de vino y se presentó en el local del Comité media hora antes del reingreso de Teo Cosme Vila, al verle, arrugó el entrecejo: «¿Qué te pasa, chaval?» «Vengo a ofrecerme.» Cosme Vila se mordió los labios. «Bien, bien, ponte a las órdenes del camarada Molina.» El brigada Molina le preguntó a Pedro: «¿Tienes arma?» «No.» «Entra ahí y toma un fusil. Y a las tres y media te vienes.»
Pedro iba a dar lo peor de sí mismo aquella noche. En cambio, Dimas y Agustín hacían honor a su palabra. César no había vuelto. La desesperación de la familia Alvear era absoluta, pero el hecho era que César había mirado el periódico, y salido, y ya no había vuelto. Toda la familia se habla reunido en el comedor, ante una vela encendida a la única imagen de la casa, la Virgen del Pilar disfrazada de payesa catalana. Se rezaba llorando; don Emilio Santos también lloraba. Carmen Elgazu hundía todo el poder de sus ojos de madre en la pequeña imagen, sus fuertes brazos habían caído a lo largo del cuerpo pidiendo protección, que le devolvieran a su hijo. Matías se había arrodillado contra su costumbre y contestaba en voz más alta que de ordinario a los rezos de su mujer. Pilar hipaba, recordando a César, le veía todavía allí, en el comedor, sentado, con su cara ingenua, sus grandes orejas, escuchando perplejo a unos y otros. ¡Cuánto quería a su hermano! Mateo siempre había dicho de él: «Es un santo que corre por la tierra». Ignacio había perdido la respiración. Habían tenido que sujetarle para impedir que saliera. Era el que más convencido estaba de que a César le había ocurrido algo malo. César no le había ocultado a Ignacio cuál era su deseo. «Siento que el Señor me llama.» ¿Qué había hecho, Señor, adonde se habría ido? Ignacio rezaba también en voz alta: «Acordaos, piadosísima Virgen María…»
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