José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Padilla y Rodríguez le preguntaron:
– ¿El capitán Roberto está al corriente…?
Mateo levantó los hombros.
– No sé… El problema de la guardia civil es muy delicado. No se sabe.
Padilla pareció preocupado. Luego añadió:
– ¿Qué generales dirigen el golpe?
Mateo sacó el pañuelo azul.
– Creo que Mola y Sanjurjo… Pero no sé. Hay otros.
Rodríguez preguntó qué impresión se tenía de Gerona, si podría contarse «con muchos fusiles».
Mateo hizo un gesto de duda.
– Depende más de ellos que de nosotros. Si continúan incendiando y matando, creo que podremos contar con… ¡qué sé yo!, con trescientos hombres.
Padilla estimó que la cifra era exagerada. Tenía pésima opinión de las posibilidades combativas de los catalanes, y estimaba que casi todos «estaban liados con la chusma».
– Te equivocas -dijo Mateo-. Aquí hay más reservas de lo que parece. La gente es cauta, desde luego, porque tiene mucho que perder; pero si se acierta con darles la palabra justa, responderán como en Castilla u otro lugar. Ya veis que hasta don Jorge pide un fusil.
Rodríguez se quitó de los labios la colilla.
– Don Jorge ha ido siempre de caza.
Mateo les recomendó en grado sumo que Marta se abstuviera de visitarle. «Si hay algo urgente, que le de el recado al Rubio.»
Luego les pidió que, al pasar bajo el balcón de los Alvear, saludaran con la mano.
En cuanto al comandante Martínez de Soria, no se tomaba ya la molestia de discutir el «porqué». Para él ya no existían más que la palabra «Covadonga», la obediencia a los jefes de Madrid y el número posible de «fusiles» con que podría contar en Gerona. Sentía como Mateo las heridas a la Patria, cada ¡Viva Rusia! en labios de mujer española le atravesaba el uniforme; pero quería que dominara en él el militar. Serían muchas vidas las que arrastraría consigo. La suerte de una plaza, quién sabe si la suerte del Movimiento. La provincia era importante, fronteriza, con puertos de mar. «Covadonga». No había dicho nada aún a su mujer; nada tampoco a Marta. Marta se reía de sus precauciones, pues siempre a través de Mateo, y ahora a través de Padilla y Rodríguez, iría sabiéndolo todo.
El comandante contaba con el apoyo de varios oficiales de la guarnición. Había notado en la mirada que le serían fieles. El que recibió en la puerta del cuartel a Teo le había dicho, al ver pasar unos guardias civiles acompañando a los Hermanos al Palacio Episcopal:
– Mi comandante…¿sabe usted que el general Franco ha escrito varias veces al Gobierno conminándole a que restablezca el orden?
El comandante se había atusado el blanquecino bigote.
– Conminación es mucho decir… Pero, en efecto, parece ser que ha advertido a varios ministros.
Julio estaba enfurecido contra los Costa y Casal, que no habían querido secundar su proyecto por estúpidos regateos.
– No se dan cuenta -le decía a Antonio Sánchez, volviendo a su primitivo pensamiento- que he de tener algo más que guardias que oponer a esa chusma. Hubiera podido ordenar que se disparara contra los asaltantes, ya lo sé. ¡Hubiéramos podido sacar incluso la artillería! Pero hubiera sido peor. Hay que darles algo que masticar. ¡Quién sabe lo que habría ocurrido de no acceder a clausurar los locales derechistas! Y si hubiésemos intervenido en la manifestación, en vez de incendiar el convento, habrían incendiado los cuarteles.
Y, no obstante, Julio no había perdido ni mucho menos la confianza. Creía en el desgaste de las explosiones revolucionarias. En consecuencia, estaba convencido de que, a pesar del caos del momento, el inmenso clamor de protesta que se levantaba en todas partes acabaría sepultando a los protagonistas de aquella revolución. A su entender, el miedo, los cuchicheos, las miradas de odio, el terriblemente solitario entierro del hermano Alfredo, y, sobre todo, la catástrofe económica y social que significaba la huelga y la absurdidad y despotismo de las bases que la motivaban serían el peor enemigo de Cosme Vila; mucho peor que la artillería. ¡Si los Costa y Casal le hubieran ayudado ya, todo aquello estaría agonizando! A la condena de la brutalidad comunista se añadiría la oferta de otro programa constructivo en que refugiarse. En vez de esto, Casal se limitaba a retirar el carnet de la UGT a los camareros, a ordenar a sus afiliados que el lunes se presentaran al trabajo, y los Costa cerraban sus fábricas y se decidían, ¡ahora!, a hacer una manifestación de Izquierda Republicana y a protestar ante la Generalidad.
La confianza de Julio y sus argumentos sobre el desgaste convencían a Antonio Sánchez; pero no al coronel Muñoz, ni al Comisario y mucho menos al general.
– Mi general -le había dicho Julio a éste-, ustedes los militares pecan muchas veces de falta de perspectiva, y perdone que le hable así. A usted, ver un incendio o la ciudad paralizada le pone tan nervioso que ya le parece que ello ha de durar siempre y que lo que hay que hacer es exterminar a éste o a aquél. ¡Permita que le hable como Jefe de Policía! Todo esto está mal, muy mal. Esa gente intenta asaltar el poder, lo sé. Pero… he de hacerle una pregunta: ¿Qué prefiere usted? ¿Tener un poco de paciencia, utilizar a las personas de orden como las de Izquierda Republicana, como Casal y los que le son fieles, esforzarse con el Inspector de Trabajo para encontrar un punto de coincidencia, estudiar un procedimiento para desgastar a Cosme Vila por la astucia, o ponerse declaradamente en contra del pueblo y favorecer con ello la rebelión militar que se prepara…? ¡Un momento! -exclamó, al ver que el general pegaba un brinco en su sillón-. ¿Qué prefiere usted, oír que el pueblo pide Cooperativas, o ver al comandante Martínez de Soria entrar en su despacho con una pistola y un bando declarando el estado de guerra?
El general casi insultó a Julio.
– ¡Qué se ha creído usted! ¡Si sabré o no sabré, ¡puah!, lo que pasa en el Ejército! ¡Qué me va usted a decir lo que puede el comandante Martínez de Soria! ¡Nada! ¡Nada!, ¿me oye usted? ¡Todo eso son cuentos! Un comandante es un comandante, ¿no es eso? ¡Y un general es un general!, ¿no es así?
Julio le interrumpió. Y le dijo que no había sólo comandantes complicados en el asunto. Que había generales, y no de poca monta. Sanjurjo, Mo…
No había nada que hacer. El general no creía que Sanjurjo, con la experiencia de 1932, intentara nada ahora.
– ¡Usted no se preocupe de eso y meta a todos esos salvajes en la cárcel! -repitió por centésima vez.
El Comisario estaba de su parte, el alcalde lo mismo y muchos más. En realidad, Julio no contaba sino con un aliado: el comandante Campos, veterano del Ejército. El comandante Campos creía con él que sería insensato indisponerse con el pueblo, cuando acaso a no tardar tendrían que recurrir a él para defender la República.
¿Y el coronel Muñoz?
El coronel Muñoz era el más ecuánime. Sentado bajo el triángulo de la Logia, en la reunión del primero de junio expuso su opinión. No compartía los temores de Julio y del comandante Campos respecto a la rebelión militar y, por lo tanto, no era partidario de ceder demasiado ante el partido comunista; tampoco compartía los del general respecto al peligro que significaba realmente Cosme Vila y así no veía la necesidad de meter en la cárcel a todos los dirigentes obreros exaltados. A su entender, el justo medio se imponía una vez más. ¿Qué podía ocurrir? La huelga, muy bien. Todo parado. Duraría una semana, dos. A los quince días, ¿qué comerían los obreros? Ya los anarquistas sabían algo de ello… ¿Se decidirían a saltar tiendas y almacenes antes que considerarse fracasados? Entonces entraría en acción la astucia de que hablaba Julio… El H… Casal irrumpiría en el primer plano de la actualidad. Presentaría sus bases socialistas, compactas, estudiadas, razonables. Ello respaldado por la fuerza pública. Un estudio a fondo de lo que a cada oficio le hacía falta. «Y conjuntamente a las bases, se comunicaría al pueblo que éstas merecían la aprobación del Inspector de Trabajo y de las autoridades. Con aplicación inmediata, además, en beneficio de aquellos que mostraran su adhesión a ellas.» ¿Consecuencias de todo ello…? Los industriales y comerciantes verían, por fin, una posibilidad de acuerdo moderado. Se reabrirían algunos locales. En cuanto a los obreros, excepto algunos románticos la mayoría empezaría a reflexionar. Sus mujeres les dirían: «¿Te das cuenta? Fulano de tal cobrará tanto, y tú aquí parado». Todo esto -repetía- respaldado por la fuerza pública. Las patrullas debían circular continuamente por la ciudad.
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