José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Cosme Vila quedó inmóvil. Le pareció entender que Falange había elegido aquella tarde para dar un golpe decisivo. Cementerio, doctor Relken. ¿Qué más prepararían?

Cosme Vila recobró la calma. Se acercó a Gorki y le dio instrucciones. Gorki comunicó a la multitud el atentado falangista. «¡Han irrumpido en la habitación de un amigo del pueblo, el doctor Relken, y, atacándole tres contra uno, le han causado heridas graves!»

Se oyó un inmenso rugido. Y de pronto gritar: «¡Ar… mas, ar… mas!» Cosme Vila había supuesto que la masa pediría ir al piso de Mateo Santos, en la plaza de la Estación. Pero ocurrió lo contrario. El instinto les dictaba que antes que otra cosa era preciso pedir armas y ya los más avanzados habían doblado la esquina en dirección a los cuarteles de Artillería. Entretanto, el cielo se iba tiñendo de un rojo caliginoso, indescriptible. Nubes temblorosas, de tarde, cruzaban el horizonte por el lado de la Catedral, huyendo del sol.

De repente, este cielo grandioso pareció ensombrecerse. Como si algo se interpusiera entre la multitud y el sol. ¿Qué ocurría? Bandadas de pájaros surgían de los tejados. No eran pájaros, era algo más leve aún. Eran octavillas que descendían con lentitud por el espacio, remontando a veces a pesar de la falta de aire.

El desconcierto duró un segundo tan sólo. ¡Octavillas de propaganda! Todo el mundo, incluso el propio Gorki, imaginó que era una sorpresa que les había preparado Cosme Vila, y los brazos se levantaron esperando los papeles.

Por fin Gorki, desde un taxi, tomó, arrugándolo, el primero que se puso a su alcance. Lo desdobló y se dispuso a leerlo ante el micrófono. Pero en aquel momento Cosme Vila se lo arrancó de las manos.

«¡Españoles…! ¡Os habla Falange Española! ¡Hoy hemos puesto cinco rosas rojas en la tumba de Jaime Arias, porque entendemos…»

Cosme Vila apretó los dientes. Y al mismo tiempo oyó un rumor profundo, de mar bravía. Cada militante agarraba una octavilla pensando que era el Partido Comunista quien le hablaba. Al comprender que era Falange Española, barbotaba algo ininteligible. Los guardias de Asalto, con octavillas en la mano, miraban atónitos a los tejados.

Los cuarteles estaban a la vista. «¡Armas! ¡Armas!» Cosme Vila se puso en marcha, todo el mundo le siguió.

El centinela, al ver la muchedumbre que se acercaba, salió de la garita. «¡Cabo guardia…!» Éste salió. Llamó al oficial. Un alférez joven que se dispuso a esperar al emisario.

El emisario fue, como siempre, Teo. El alférez tomó la nota en sus manos. «Teniente Martín, Milicia Popular, entrega de armas…»

El alférez miró al gigante. Luego gritó:

– ¡Guardia, a formar!…

Salieron los soldados y la guardia formó. Algunos de los soldados habían asistido a la Asamblea del Partido Comunista y sonreían bajo el casco. El alférez, en cambio, era amigo del teniente Martín y, sobre todo, sentía gran respeto por el comandante Martínez de Soria.

El alférez dijo a Teo:

– Contesta a tus jefes que transmitiré esto. Son mis palabras como oficial de guardia. -Luego añadió-: Como simple oficial del Ejército, diles que siento no disponer de un bombardero para lanzar una tonelada de píldoras sobre todo vosotros. ¡Rompan filas…! ¡Mar…!

Teo se caló la gorra hasta los ojos. Transmitió el recado a Cosme Vila. Gorki lo comunicó a la multitud.

Era algo más de lo que podía pedirse. Una piedra salió zumbando y dio en un cristal del cuartel. Cosme Vila comprendió la gravedad de la situación y se apoderó personalmente del micrófono. «¡Camaradas, seguidme! ¡Seguid a vuestro jefe! ¡Ya volveremos aquí!» Su intención era alejar a la masa de la zona militar. Le costó lo suyo. Especialmente las mujeres insultaban al oficial, quien continuaba impertérrito en la puerta del cuartel.

Sólo la esperanza de que Cosme Vila los llevara hacia algún sitio concreto desde donde preparar el asalto consiguió vencer a la multitud. «¡Armas, armas!» Siguieron a Cosme Vila. Éste no llevaba dirección fija, reflexionaba solamente. De pronto apareció al otro extremo de la explanada que se extendía detrás de los cuarteles una nube de chicos, que visiblemente salían de la escuela. Con carteras a la espalda, con sus libros en la mano, jugando a los boliches.

Los pequeños, al ver la manifestación, se asustaron. Algunos echaron a correr, otros se refugiaron en los portales o en la reja del monumento militar de la plaza, altísima columna en cuya cima rugía un león.

Cosme Vila observó que algunos de estos últimos llevaban papeles en las manos. ¡Octavillas falangistas! Se les acercó y les preguntó:

– ¿De dónde habéis sacado esto? -Ninguno contestaba.

– ¿De dónde habéis sacado esto? -repitió, enfurecido.

Uno de ellos contestó.

– Han caído en el patio de los Hermanos.

– ¡De los Hermanos…! -Gorki oyó al chico. Miró a Cosme Vila. Cosme Vila asintió con la cabeza.

– ¡Camaradas, el patio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana está lleno de octavillas falangistas!

No hubo necesidad de añadir nada más. El cordón que formaba la Presidencia fue roto, el taxi de Gorki quedó detenido, envuelto por la multitud. Todo el mundo se dirigió corriendo hacia los Hermanos de la Doctrina Cristiana. Vagas y oscuras acusaciones se abrían paso en los espíritus. Alguien entró en un garaje y salió con latas de gasolina. Teo y la valenciana fueron los primeros en llegar ante el edificio, que aparecía quieto y extático entre campos de legumbres, dorado por el sol que había empezado a desplomarse tras las montañas de Rocacorba.

Los comunistas irrumpieron en el patio, cuya verja estaba abierta. Las octavillas se esparcían aquí y allá, aunque en pequeño número. Cruzaron hacia el otro lado, donde aparecía una puerta interior abierta. Entraron y no vieron a nadie. Los pasillos, desiertos. Se hubiera dicho que el Colegio estaba abandonado. Unos se desparramaron por las clases. Teo y la valenciana, con mejor instinto, atacaron una espaciosa escalera que se ofrecía ante ellos. Al llegar al primer piso se detuvieron. Se oían murmullos. «¡Allí…!» Siguieron por un corredor y de pronto apareció ante sus ojos algo oscuro, recogido: la puerta de la capilla. Al fondo, cirios encendidos, un altar: dos hileras de cabezas y un canto monótono.

La capilla quedó abarrotada de militantes que se dirigieron al encuentro de la Comunidad reunida. Los Hermanos volvieron la cabeza y, estupefactos, se levantaron. El armonio había enmudecido. Destacaba algo dorado en el altar, con un círculo blanco en el centro. Las intenciones de Teo eran inconcretas. «¡Todos ahí…!», ordenó, señalando la pared. Uno a uno, los hermanos obedecieron. Entonces, inesperadamente, surgió de la sacristía, con una vela en la mano, un hombre raquítico, que al ver a toda aquella gente quedó paralizado. Teo lo reconoció en el acto. ¡El hermano Alfredo!

Teo se acercó a él en dos zancadas y, derribando la vela de un manotazo y asiéndole por entre las piernas, le levantó como si fuera de papel.

La visión del Hermano enardeció a todos. Abajo, otros comunistas iban entrando en el patio. Arriba, la Comunidad asistía con los ojos desorbitados a todo aquello y el director no dejaba de mirar la Custodia. Pequeños misales, otros libros, sillas, caían sobre el altar. Un cirio se dobló y brotaron pequeñas llamas.

Teo, llevando al hermano Alfredo, se había dirigido al armonio y le obligaba a pisar las teclas con los pies. No brotaba ningún ruido y aquello volvía a poner furiosa a la valenciana.

Alguien se acercó al altar y roció de gasolina las proximidades de las llamas. «¿Qué haces?», gritó una voz. Dos de los Hermanos que estaban en, la pared intentaron dirigirse allá, pero fueron detenidos por brazos vigorosos.

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