José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Mateo guardó un instante de silencio. Luego dijo:
– No hay otro remedio.
CAPÍTULO LXXV
Cosme Vila había anunciado la concentración de militantes y adheridos al Partido Comunista para las tres y media de la tarde. La mañana transcurrió, pues, con extraña calma. Nada de barricadas, ninguna coacción. Los únicos huelguistas que se veían circular pertenecían a la hornada anterior, eran los hijos del Responsable. A las razones que éstos tenían de desear reintegrarse al trabajo -cansancio, falta de reservas- ahora se unían las ganas de llevar la contraria a Cosme Vila. No obstante, el Responsable había ordenado: «Aguantar firme. Todo el mundo sabe que fuimos nosotros los que abrimos brecha. Vamos a ver con quiénes desearán tratar las autoridades, si con ellos o con nosotros».
Y, sin embargo, el Responsable vivía amargado. Eran malos días para él. Tenía que resignarse a asistir al desarrollo de las maniobras comunistas. Lo mismo que en la noche de la Asamblea, aquella tarde él y Porvenir, instalados en un café, tuvieron que limitarse a contemplar las riadas de hombres con gorro de ferroviario y de mujeres que llevaban insignias del Partido de Cosme Vila, que iban agrupándose en la Rambla en medio del orden más perfecto.
El Responsable decía:
– No pasan de quinientos tíos.
Porvenir jugaba con una baraja entre las manos.
– ¡No seas optimista! A estas horas ya nos doblan.
Y faltaban todavía sesenta minutos para la hora fijada.
A las tres y media en punto, en la Rambla no cabía nadie más. Era una tarde bochornosa. Fue el momento en que aparecieron en el Puente de Piedra Cosme Vila, Víctor, Teo y la valenciana. Cosme Vila se había puesto por primera vez corbata roja, que llameaba al sol.
La multitud, al verlo, enmudeció. ¿Quién iba al lado de Cosme Vila? Los más próximos reconocieron al místico orador de Barcelona, al que le faltaba un brazo. Su presencia emocionó a todos. Apareció un taxi descubierto, en el cual se había instalado un altavoz. Gorki iba en él, de pie, y sería el encargado de transmitir las órdenes. Se veían muchos balcones cerrados, así como muchas tiendas.
Gorki leyó ante el micrófono una cuartilla escrita por Cosme Vila. Era preciso desfilar, en acto de protesta, primero ante la Inspección de Trabajo, por no haber sido aceptada la jornada de seis horas. Luego ante Comisaría, etc… Señaló el itinerario. Citó el local de la CEDA, cuya clausura al parecer había sido ficticia, ya que por la escalera de atrás iban retirando las cuatro mil prendas de abrigo con que por Navidad quisieron comprar el voto de los pobres.
Todo el mundo vestía ropa de trabajo. Se veían algunas alpargatas nuevas, relucientes. E inmediatamente comenzó el desfile.
El Inspector de Trabajo, al serle notificado que se acercaba la manifestación, adoptó una decisión espectacular: cerró balcón y ventanas, entornando incluso los postigos. Y lo mismo él que los funcionarios permanecieron en el interior, trabajando como si tal cosa.
Cuando el gentío se hubo situado enfrente del edificio, Cosme Vila llamó a Teo. Le entregó un papel que contenía la nota de protesta. Le dijo: «Sube y espera la respuesta». Teo cumplió; el Inspector rompió en pedazos la comunicación en las propias narices del carretero. Teo apretó los puños y bajó. Cosme Vila escuchó su relato. Luego miró a los balcones y dijo a Gorki: «Comunica esto a los camaradas». Gorki, de pie en el taxi y por medio del micrófono, describió a la multitud la entrevista.
Éste fue el sistema que empleó el jefe en cada uno de los jalones del itinerario. En la Comisaría fue Julio quien recibió a Teo y quien le dio una nota escrita: «La Jefatura de Policía no consentirá nunca que se implante en la ciudad una dictadura proletaria. Y se mostrará implacable contra cualquier ciudadano, grupo o masa que intente alterar el orden público o adueñarse de la calle».
Gorki comunicaba cada vez a la multitud, por medio del altavoz, la respuesta de las autoridades, añadiendo: «¡Camaradas! ¡Nuestra réplica es ésta: huelga general!»
Después de Comisaría se dirigieron, siguiendo la calle de Ciudadanos, hacia el Ayuntamiento. Al pasar ante el Banco Arús, Cosme Vila miró hacia los grandes ventanales opacos. Se entreveía una luz dentro. Reconoció la de la mesa del subdirector. El subdirector estaría allí, movilizando invisibles ejércitos contra la Masonería.
En el Ayuntamiento, el alcalde no estaba; el secretario, tampoco; ningún concejal.
– ¿Es que habéis abandonado esto? -preguntó Teo, agitando el papel de protesta en la mano.
Un hombre de edad avanzada salió de un cuartito donde se guardaban los objetos perdidos.
– ¿Qué pasa?
Vio la multitud afuera, a Cosme Vila con las manos en los bolsillos. Teo le entregó la nota.
El hombre se puso las gafas.
– Cooperativas, Servicios gratis… -Se quitó las gafas y miró a Teo-. Y el señor alcalde limpiándoos lo que yo me sé, ¿no es eso?
Era el conserje fiel: cincuenta años de servicio.
– ¡A callar! -ordenó Teo-. ¡Entrega esto al alcalde y que conteste por escrito!
Gorki gritó por el altavoz:
– ¡Camaradas, ya veis que el recorrido va siendo pródigo en resultados!
La multitud se impacientaba. En aquel momento aparecieron patrullas de guardias de Asalto que por lo visto iban siguiendo la cosa de cerca. Hubo un momento de silencio. Todo el mundo miró hacia Cosme Vila.
Por el lado del río se oyó, al mismo tiempo, un timbre de bicicleta. Alguien montado en bicicleta pedía abrirse paso. Llevaba un pañuelo rojo en el cuello y gritaba: «¡Dejadme pasar, dejadme pasar!»
Algunos querían echar el intruso al río, pero otros reconocieron en él al hijo del sepulturero.
– ¡Quiero hablar con Cosme Vila!
El hijo del sepulturero, bordeando los límites de la manifestación, consiguió llegar a presencia del jefe. Bajó de la bicicleta, saludó puño en alto y le comunicó que en aquellos momentos dos falangistas habían entrado en el cementerio llevando algo rojo en las manos.
Cosme Vila enrojeció, pero contestó: «Bueno, bueno, ahora no estamos para falangistas», Y dirigiéndose a la multitud ordenó:
– ¡Nada, nada! ¡Adelante, continuad hacia la CEDA!
La masa se puso en marcha de nuevo. Y al alcanzar el local de la CEDA comprobaron que, en efecto, todo había sido evacuado por una puerta trasera. Aquello puso furioso a todo el mundo, especialmente a la valenciana. De vez en cuando se apoderaba del micrófono el manco de Barcelona y, dirigiéndose a la ciudad en general, decía: «¡Ciudadanos, secundad nuestra huelga!» Huelga, huelga. Ésta era la consigna. Los militantes, enardecidos por el recorrido y por el sol que caía, iban invitando a los comerciantes a cerrar sus tiendas y ostentaban carteles. ¡Sobresalían los murcianos, que de pronto habían abandonado al Responsable y se habían unido a Cosme Vila, al igual que los camareros! Cosme Vila sabía que, a partir de aquel momento, empezaba lo importante: la manifestación ante los cuarteles. Probablemente los oficiales habrían sido avisados. ¿Qué ocurriría? Era preciso ser prudente.
Cruzaron el Puente de Piedra. Hubo una escena jocosa, pues abajo, en el río, había varios pescadores de caña, absortos en su cometido. A los murcianos les pareció aquello una traición. «¡Eh, eh -les gritaron-, que estamos en huelga!»
Y entonces ocurrió lo inesperado. Llegó otro mensajero, esta vez un hombre de edad avanzada, obeso, camarero del Hotel Peninsular. A codazos se abrió paso en dirección a Cosme Vila y le comunicó en voz alta:
– Camarada… el jefe de Falange y dos desconocidos han asaltado en el Hotel la habitación del doctor Relken y han dejado al doctor sangrando por todos lados.
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