Hubo un murmullo de curiosidad.
– Para darle una lección al teniente Martín, Falange irá al cementerio -dos camaradas- y reparará la ofensa que aquél infirió a Joaquín Santaló y a Jaime Arias. La tumba del diputado continúa llena de barro, y la cruz en el suelo. Se pondrá en pie la cruz, se limpiará la lápida, de forma que el nombre aparezca de nuevo, y se colocarán cinco rosas a sus pies. Y lo mismo ante la fosa de Jaime Arias. Se quitará la indigna placa de metal que hay y se colocará en su lugar una pequeña lápida que encargué a Pedro, en la que hemos borrado la palabra «Taxista». Dice simplemente: «Jaime Arias, cuarenta y dos años. Murió el 7 de octubre de 1934. Deseamos su descanso eterno». Y a sus pies, otras cinco rosas. -Mateo marcó una pausa. Luego añadió-: Y se rezará un padrenuestro en cada tumba.
Los asistentes estaban emocionados y Mateo continuó:
– Creo que los camaradas Jorge y Civil son los indicados para llevar a cabo este acto de servicio. Y sería de desear que, a pesar de las circunstancia, llevaran camisa azul.
Jorge fue el primero en reaccionar.
– ¿Crees que nuestro acto será bien interpretado? -preguntó.
Mateo repuso:
– Demostraremos que no nos gustan los ataques a quienes no pueden defenderse. Y si no somos bien interpretados, nosotros habremos cumplido. -Luego añadió-: Si alguien tiene algo que objetar, le ruego que lo diga.
Nadie decía nada. El mayor de los guardias civiles preguntó:
– ¿Y la segunda acción de que hablaste?
Mateo acercó un poco más la silla a los asistentes.
– Ya os lo he dicho: se trata del doctor Relken. Supongo estaréis de acuerdo conmigo en que lo que ocurre es una ignominia. Lleva ya muchos meses aquí dándonos la lata. Nos ha tratado de trogloditas, de analfabetos, de estadio intermedio entre el cafre y el hombre civilizado. No le gusta nuestro aceite, ni el horario de las comidas, ni que matemos toros jugándonos la vida. Nadie le dice nada, nos roba hasta nuestras Vírgenes. Conclusión: hay que pegarle una paliza fenomenal, que le impida ver la huelga desde fuera de la cama.
La reacción fue instantánea. Todo el mundo se ofreció voluntario; incluso Marta… Sobre todo, los guardias civiles parecían gozar de antemano el placer de saldar las cuentas pendientes con el doctor.
– ¡Calma, calma! -rogó Mateo-. A mí me parece… que hay que hacer esto mientras Benito y Jorge están en el cementerio; así que, la elección no es dudosa. -Se dirigió a los guardias civiles-. Vosotros dos, vestidos de paisano, y yo.
– ¿Tú también…? -preguntó Marta.
– Hija mía -repuso Mateo-, eso no me lo pierdo yo por nada.
El menor de los guardias civiles preguntó:
– ¿No es mucho tres contra uno? Su compañero, Padilla, respondió:
– ¿Por qué…? Bastante expuesto es el asunto.
Mateo asintió con la cabeza.
– Tenemos que ser varios, por diversas razones -explicó-. No se trata sólo de pegarle una paliza. Creo que, además, deberíamos pelarle al cero esa cabeza rubia tan mona que tiene.
Marta se retorció la muñeca izquierda con entusiasmo.
– ¡Cuando lo sepa Pilar! -exclamó.
– Luego -añadió Mateo-, ya que no le gusta el aceite corriente, se lo daremos de ricino.
Jorge hizo una mueca de repugnancia.
– Y sobre todo -continuó Mateo- hay que rescatar todas las imágenes y devolverlas al Museo.
Padilla, el mayor de los guardias civiles, parecía hombre experimentado y habló de los inconvenientes que presentaría la ejecución del acto.
– De eso hablaremos luego nosotros -dijo Mateo-. Pero no creo que sea demasiado difícil. Mañana es sábado y en los hoteles hay mucho jaleo.
Jorge y Benito Civil vivían un poco ajenos al proyecto del Hotel, No pensaban más que en lo suyo, en la cara que pondría el sepulturero al verlos entrar en el cementerio y dirigirse a las tumbas de Joaquín Santaló y Jaime Arias. «Creerá que las diez rosas que llevamos son diez cargas de trilita.»
Padilla continuaba rascándose la cabeza.
– Hay otro asunto -dijo- del que no hemos hablado. -Miró a todos-. ¿Qué pasará luego…?
Todo el mundo cayó en la cuenta de que existían autoridades.
– A vosotros… nada -dijo el guardia, señalando a Benito Civil y a Jorge-. Nadie podrá haceros nada por rezar un padrenuestro en el cementerio. A nosotros -continuó, señalándose a sí mismo y a su compañero, Rodríguez- tampoco. Vestidos de paisano no nos reconoce ni Dios en Gerona; y tanto mejor. Pero si pasamos a…
– Perdona -le interrumpió Mateo, al oír que nadie los reconocería-. Es preciso que se sepa que ha sido Falange.
– ¡Ya se sabrá, hombre de Dios, ya se sabrá! -exclamó Padilla-. Pero una cosa es que se sepa que ha sido Falange, y otra que se sepa que ha sido Padilla y Rodríguez, ¿no te parece? -El guardia añadió-: En resumen: aquí el único que peligra eres tú. -Se dirigió a Mateo-. ¿Qué harás luego?
Mateo hizo un gesto de impaciencia.
– ¡Huy, no preocuparse por mí! Ya hablaremos luego de lo mío. Ahora lo que interesa es eso. Explicar a la gente el porqué Falange ha llevado a cabo estas dos acciones. Naturalmente… el doctor dará mi nombre. -Reflexionó un momento-. Pero además creo sería preciso repartir unos folletos fijando nuestra posición.
Rodríguez guiñó el ojo a la manera andaluza.
– Echarlos desde las azoteas, como hacían en Sevilla.
Padilla dio su conformidad al plan. Luego preguntó, cortando:
– ¿Dónde se imprime eso?
Mateo exclamó:
– ¡Oh! Aún hay que redactarlo.
Marta se apartó el flequillo a uno y otro lado.
– Mi padre en el cuartel tiene ciclostyl -dijo-. Me lo prestará.
Mateo le preguntó:
– ¿Estás segura?…
– ¡Claro que sí!
Padilla la miró. Se veía que en tal clase de asuntos desconfiaba de las mujeres.
– Muchas veces voy a ver a mi padre allí -explicó Marta-. El ciclostyl lo tiene en su despacho. Además… se lo digo. Y me acompañará.
Mateo salió en defensa de Marta y dio la cosa por resuelta.
– De acuerdo -dijo-. Esta tarde tendrás el texto.
– ¿Cuántos imprimo? -preguntó la chica.
– Saca los que puedas.
Padilla insistió en saber qué pensaba hacer luego Mateo.
– Piensa que Julio, tocándole al doctor…
Mateo se pasó la mano por la frente.
– Sí, claro… -admitió-. No sé. -Luego añadió-: No tendré más remedio que permanecer escondido en algún sitio.
Marta le miró presa de repentina emoción.
– Claro, claro -añadió Mateo. Se sacó un pitillo y el mechero de yesca-. Adiós, luz del sol.
Hubo un momento de silencio.
– Vamos a ver -propuso Padilla-. Tal vez el Rubio te permita quedarte aquí.
Mateo movió la cabeza. Luego hizo un gesto de impaciencia.
– ¡Bueno! Dejemos eso ahora. Ya lo pensaré.
Terminada la sesión llamaron al Rubio. El muchacho apareció en la puerta de la cocina llevando en las manos el saxófono.
– ¿Qué pasa?
Al verlos a todos reunidos con tanta seriedad, revivió sus tiempos de conspirador anarquista.
– Menuda orquesta tengo yo aquí.
Mateo sonrió.
– Nos vamos -dijo.
El Rubio tomó asiento mientras algunos se levantaban.
– No vais a salir todos juntos, supongo.
– Nada de eso. -Mateo señaló a Benito Civil y a Jorge-. De momento saldrán ésos.
Jorge preguntó:
– ¿A qué hora lo del cementerio?
– Mañana, a las cuatro de la tarde.
Mientras los dos muchachos se despedían, Rodríguez dijo, dirigiéndose al jefe:
– Hay otro aspecto de la cuestión… Todo esto perjudicará a Octavio, Haro y Rosselló…
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