Una súbita llamarada se levantó, ocultando tras una cortina de humo la imagen de San Juan Bautista de la Salle.
Teo continuaba jugando con el hermano Alfredo. Pero al oler a quemado y a la vista del incendio se dirigió a los ventanales. Quería abrir uno de ellos, pero en un santiamén los murcianos rompieron los cristales de todos. Sin embargo, el humo y la sofocación iban haciendo la capilla irrespirable. Gritos por todas partes. El humo que salía y la aparición de Teo llevando en hombros al hermano Alfredo enardeció a los de abajo.
«¡Caramelos, caramelos…!», gritó alguien. El grito hizo fortuna. «¡Caramelos a los chiquillos!» Alguien tiró una piedra. «¡Animal!», gritó Teo.
La valenciana no pudo resistir la tentación. Se acercó por detrás a Teo y dio un empujón al raquítico cuerpo del hermano Alfredo para tirarlo abajo. Teo resistió. Sin embargo, los de abajo habían visto la operación y por otra parte el incendio de la capilla se extendía a los bancos.
– ¡Tíralo, tíralo!
Se formaban cordones de hombres como dispuestos a recibir el cuerpo del Hermano, pues el ventanal era bajo. El Hermano había perdido el conocimiento, vencido por el vértigo y los zarandeos de Teo.
En aquel momento entró en el patio el taxi de Gorki. Teo no supo lo que le ocurrió. Oyó algo de Jaime Arias. Izó al Hermano y lo lanzó al espacio, hacia la derecha, donde vio que había un claro y unos peldaños.
Al instante, la primera llamarada brotó del primer ventanal. Una suerte de pánico se apoderó de todos. Los Hermanos se asfixiaban con el humo. La valenciana se dirigió hacia la escalera dando gritos de entusiasmo. Todo el mundo la siguió. Abajo eran muchos los que habían dado media vuelta y salido del patio. Aparecieron unos guardias de Asalto.
Poco después, parte del convento ardía. Algunos chiquillos se habían ocultado en la huerta. No sabían si contemplar aquello o el incendio tras las montañas de Rocacorba.
Al día siguiente llegaba César en el autobús Bañolas-Gerona. Los criados del Collell, seminaristas, se habían visto obligados a marcharse a pesar de que faltaba un mes para finalizar el curso. Los campesinos de la comarca les hacían la vida imposible, negándose a suministrar víveres al Internado si ellos no se marchaban.
El muchacho bajó en la plaza de la Independencia, con su maletita en la mano. Se dirigió con lentitud a su casa, donde ignoraban su llegada. La gente iba y venía con agitación. Oyó que alguien hablaba de que «todavía ardían maderos» y de «caramelos a los chiquillos».
– ¿Dónde arden maderos?
– En el Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana.
Entró en el piso de la Rambla. «¡César…!» Todos acudieron a abrazarle. La maleta cayó al suelo. «¿Qué ha pasado? ¿Qué ha ocurrido en el Collell?» Carmen Elgazu tenía su cara entre las manos y le comía a besos.
César intentó tranquilizarlos. Lo suyo no era nada. Estaba bien, estaba muy bien. Había tenido que marcharse porque la gente de los pueblos protestaba. Pero aquello no tenía importancia. Ya sólo faltaba un mes para finalizar el curso y además, antes de marchar, le dieron los aprobados. ¡Por Dios, lo importante era lo que ocurría en Gerona! ¿Qué ocurría en Gerona que ardían maderos en los Hermanos, que la gente corría por las calles?
Carmen Elgazu exclamó:
– Hijo mío, todo lo que puedas pensar es poco.
César tenía excelente aspecto. De nuevo ocupó la presidencia de la mesa. En los rostros de los suyos leía inquietud, pero a la vez el contento de tenerle entre ellos.
Carmen Elgazu se vio obligada a relatarle la muerte de la sirvienta, la situación en que se encontraba Mateo -escondido en el piso del Rubio-, la situación de Marta, las bases que habían presentado los comunistas.
Había algo que preocupaba mayormente a César. Saber si en los Hermanos había ardido la capilla.
Ignacio informó:
– Fue donde prendieron fuego.
Carmen Elgazu añadió:
– ¡La Sagrada Forma ha sido quemada, sí! Ya ves hasta dónde hemos llegado.
Matías hubiera deseado celebrar la llegada de César de otra manera.
– ¡Bien, bien! -cortaba-. Ya me estaba yo preguntando: ¿cuándo veremos a César?
César sonreía.
– Ya lo ves. Ya estoy aquí.
Pilar le contó más tarde que habían asesinado al hermano Alfredo. César quedó inmóvil. Se tocó las gafas.
– ¿Por qué precisamente al hermano Alfredo?
Ignacio contestó con naturalidad:
– Querían una víctima. Uno u otro tenía que ser.
El seminarista se hallaba visiblemente afectado, pero conservaba una extraña calma.
– ¿Y qué pasará ahora? -preguntó.
Carmen Elgazu volvió a intervenir:
– Nada, hijo. ¡Absolutamente nada! ¿Qué quieres? Eran más de mil.
– Bueno, bueno. Dejemos eso -decía Matías.
César se hizo cargo de que con su actitud intensificaba la pena de los demás. Matías se había levantado y miraba al río. El muchacho se dirigió a Pilar, la cual estaba preocupadísima.
– Pilar… -dijo-. ¿Cuándo podré saludar a Mateo?
La muchacha se volvió hacia él como tocada por un resorte.
– ¡Imposible! Piensa que te seguirán dondequiera que vayas.
Era inútil eludir un obstáculo; salía otro.
César preguntó por mosén Alberto y por mosén Francisco.
– Mosén Alberto, deshecho por lo de la sirvienta. Mosén Francisco… trabajando como siempre.
Entonces sonó bruscamente el timbre de la puerta.
– ¿Quién será?
Por un momento la familia supuso que sería Julio. No, Julio no; tal vez Marta.
– Pilar, vete a abrir.
Era don Emilio Santos. Todos se levantaron para recibirle. Al ver a César, el padre de Mateo tuvo una gran sorpresa y algo así como un presentimiento de que traería aires benéficos. Le puso la mano en la rapada cabeza.
– Mejor hubieras hecho quedándote donde estabas -le dijo.
César negó, sonriendo.
– Me echaron.
Don Emilio Santos tomó asiento. Carmen Elgazu fue a prepararle café.
– Me sentía solo, y he venido… -dijo. Todos exclamaron:
– ¡Bien hecho! ¡No faltaba más!
– Todo esto es una locura, César -comentó, mirando de nuevo al seminarista.
Matías preguntó a don Emilio:
– ¿No le han molestado a usted…?
Don Emilio movió la cabeza.
– Pues… ayer tuve una nueva visita de los agentes. -Luego añadió-: Parece mentira que Julio suponga que yo he de delatar a mi hijo.
Ignacio le dijo:
– No sé. No me gusta que se quede usted solo en casa.
– ¿Por qué? Yo no temo nada…
Ignacio insistió:
– No diga eso. Todos sabemos que le asusta quedarse solo.
El hombre movió la cabeza.
– No es que me asuste, Ignacio -explicó-. Pero es natural. A mí me gusta la vida familiar, ¿comprendes?
Ignacio no sabía qué decir. Don Emilio suspiró:
– Parece que medio mundo se ha vuelto loco -dijo-. Y lo que asusta -añadió- es pensar que el otro medio se defenderá.
Carmen Elgazu, que acababa de servirle el café, le miró con curiosidad.
– ¿Cree usted que la otra mitad se defenderá?
Don Emilio tomó un sorbo.
– ¡Claro! -exclamó, sintiéndose reconfortado-. Miren ustedes. Puedo darle un detalle. En la Tabacalera, el cajero, que no es hombre bélico ni mucho menos, les aseguro, se presentó ayer con una de las octavillas de Falange y dijo: «Hay que reconocer que esto es algo».
Ignacio hizo un gesto de escepticismo.
– Sabe usted… -dijo- lo de Mateo es muy bonito, pero…
– ¿Pero qué…?
– Pues… que asaltar conventos es más fácil.
– No tan fácil -dijo Matías.
– ¡Bueno! Quiero decir que le es más fácil a Cosme Vila ganar adeptos.
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