José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Julio recibió un número incalculable de visitas. Todos los ocupantes de cargos cuyo relevo estaba previsto, se personaron en Jefatura a verle. El Inspector de Trabajo le dijo a Julio: «¡Menudo favor me hizo Largo Caballero mandándome aquí! Primero un petardo; ahora, un punterazo en salva sea la parte». El juez de Primera Instancia detalló en un informe interminable los atropellos jurídicos que todo aquello implicaría. «Por ejemplo, el cargo de juez, comprenda usted…» Julio le interrumpió:
– ¡Claro que le comprendo, mi querido amigo! ¡Claro que le comprendo!
A Julio toda aquella gente le pareció cobarde. Todos aquellos seres suplicantes que desfilaban por su despacho eran personas mayores, con una carrera, con experiencia de la vida; visiblemente el espectáculo de un millar de gorros ferroviarios dirigiéndose hacia ellos les amputaba toda facultad de razonar, toda confianza en sí mismos o en las leyes de la astucia.
Julio era el único que no perdía la cabeza. Era preciso admitir que mucha gente se dejaba llevar por el contagio, por la atracción que ejercía aquel seísmo social y, como consecuencia, en aquellos momentos las bases de Cosme Vila tenían infinidad de partidarios, incluso entre ciudadanos que nunca soñaron con el marxismo; pero el número de refractarios era también considerable. Todos los patronos grandes y pequeños, la masa intermedia de personas cuyas ocupaciones quedaban notoriamente al margen de la casilla «ocupaciones obreras», y que, por lo tanto, tendrían que colaborar en el fondo colectivo sin sacar nada de él.
A Julio le parecía que por ahí había errado Cosme Vila. Pasada la primera sorpresa, empleados de Banca, funcionarios de toda suerte, las propias clases del Ejército, los guardias de Asalto, aparejadores, modistas, todos aquellos cuyas manos no salían encallecidas de la jornada de trabajo, se levantarían contra sus pretensiones de dominio absoluto. Además, se produciría la escisión: en una misma fábrica los que trabajaran en las máquinas se considerarían proletarios, y, en cambio, negarían tal título y las ventajas inherentes a él al cajero y a los demás empleados del despacho.
– Ahí Cosme Vila ha perdido un punto -le dijo Julio a Antonio Sánchez-. Lo inteligente es ganar posiciones creándose el menor número posible de enemigos. A menos -añadió- que se disponga de una superioridad numérica o material aplastante, en cuyo caso lo mismo da. Pero a esto no ha llegado Cosme Vila.
Y por ello sospechaba Julio que Cosme Vila se había opuesto la creación de la Milicia Popular armada; porque comprendía que a local o posición ocupados correspondería una interminable lista de descontentos. Y, en realidad, éste era el aspecto que Julio consideraba más grave de las bases: la Milicia Popular. El jefe de Policía sabía que mientras los guardias, los caballos, los fusiles y las porras estuvieran a sus órdenes, en un momento podría restablecer la normalidad, como había ocurrido cuando las barricadas de los anarquistas.
También el general estaba furioso por lo de la Milicia. Cuando Julio le llamó por teléfono, contestó: «¡Es absolutamente intolerable, y lo que deberían hacer ustedes es meter inmediatamente en la cárcel a toda esa gentuza!»
Julio no compartía la opinión del general. Julio no perdía la cabeza, pero al advertirle al Comisario que la situación era difícil, habló sinceramente… Los acontecimientos tomaban una dirección que nunca hubiera previsto y haría falta un gran tacto. Un instante en que Antonio Sánchez salió del despacho, le pareció sentirse fatigado. Se puso a jugar con la llave del cajón del escritorio, introduciéndola en la cerradura y sacándola de ella. Pensó un momento en Carmen Elgazu: «El odio a la religión los ciega a ustedes». De pronto, al ver el retrato de José Antonio, que, aunque puesto de cara a la pared estaba allí, se levantó indignado consigo mismo. Dijo: «Manos a la obra». Y tomó el listín de Teléfonos y llamó a los Costa y a Casal. Su decisión de rechazar las bases en bloque -acaso con ligeras salvedades- estaba tomada.
Cosme Vila había concedido ocho días de plazo. En aquellos ocho días era preciso crear un dispositivo que pulverizara los efectos de la huelga en el momento en que ésta se produjera.
Los Costa contestaron a su llamada. Al reconocer la voz de Julio, lanzaron una exclamación de júbilo. ¡Por fin! Los Costa no le perdonarían jamás a Cosme Vila que los hubiera incluido en el Apéndice del Proletario fumando un puro. Los dos industriales entendían que si habían conseguido fumar puros ello lo debían a una vida entera de trabajo y, por otra parte, su ideal era que los fumara todo el mundo. «Por el contrario, ese idiota de Cosme Vila -les decían a sus mujeres- lo que pretenden es que todos fumemos almendra tostada.»
También a Casal le alegró la llamada telefónica, a pesar de que al jefe socialista las bases no le daban ningún miedo. Al oírlas en el Teatro ya tuvo la seguridad de que serían un fracaso. Y luego se había afincado en su opinión. Los militantes de la UGT y otras personas neutrales consideraban todo aquello una aberración. Su propia esposa le había dicho: «Francamente, cuando vea a la mujer de Cosme Vila le diré lo que pienso de esto». Sólo los camareros le habían indicado a Casal: «Pues desde luego seis horas de trabajo no está mal…»
No obstante, algo preocupaba a Casal: la lucha que adivinaba en el interior de David y Olga. Se daba cuenta de que David y Olga vivían unas horas de auténtica prueba. Casal los sabía demasiado enteros para renegar de sus ideas a cambio de imponer el Manual de Pedagogía. Sin embargo, antes que otra cosa eran maestros; la profesión los obsesionaba.
Antes de salir para Jefatura les preguntó:
– Supongo que, haga lo que haga, estaréis conmigo…
David y Olga se escandalizaron.
– ¡Naturalmente! -contestaron. Olga añadió-: La actitud de Cosme Vila es canallesca.
Ignacio no lograba comprender que su ex compañero de trabajo Cosme Vila hubiera llegado a tales extremos. Tampoco conseguía olvidar la ofensa que le infligió al ridiculizar a Marta en El Proletario . A veces, al contemplar a su novia, la veía con la boca enorme, de oreja a oreja; tenía que hacer un soberano esfuerzo para seguir el consejo de prudencia que le diera su padre.
En este estado de ánimo influyó mucho la actitud de los del Banco, que sin ser comunistas asistían divertidos al espectáculo. Y además… la pérdida de la calma que le había aconsejado mosén Francisco. Volvía a estar nervioso. Y ya llevaba tiempo sin confesar.
Ignacio había rechazado por absurdo el proyecto de subir al local del Partido Comunista y obsequiar a Cosme Vila con un puñetazo. Pero deseaba con toda el alma que la revolución de éste fuera un fracaso. Confiaba en que Julio en aquellos ocho días daría pruebas de eficiencia. Matías le decía: «Pues claro que sí, ya verás, ya verás».
Ocho días de espera. Cosme Vila había dicho: «Durante estos ocho días todo el mundo al trabajo y a cumplir con su deber». Era curioso que los hombres anduvieran constantemente perdonándose la vida, concediéndose plazos. Aquello permitía, claro está, muchas cosas. Por ejemplo, respirar y darse cuenta de que una vez más había estallado la primavera, de que crecían flores y la hierba estaba hermosa en el valle de San Daniel, aun cuando el arquitecto Ribas no se acordara de ir a pintarla con su caballete portátil. Permitía contemplar a Pilar dando pruebas de gran entereza, contando, a pesar de todo, anécdotas del taller de costura, en el que por lo visto el buen humor no había menguado. Permitía contemplar a Carmen Elgazu rezando el mes de María en el cuarto de Pilar con una mariposa encendida ante la Virgen. Y ver a Marta soplando graciosamente en dirección a su flequillo.
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