José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Todo el mundo quería presenciar la ceremonia, pero iba a ser imposible. Los cipreses y los panteones obturaban la visibilidad de los rezagados.
La llegada ante el nicho fue espectacular, pues coincidió con la aparición, en lo alto de la escalinata que daba acceso a la parte norte del cementerio, de la implacable patrulla de guardias.
Las parihuelas fueron depositadas en el suelo. El ataúd era el centro de todas las miradas. Mosén Alberto movió la mano, sintiendo físicamente la falta del hisopo. Hubiera querido rezar un responso, pero la presencia de los guardias lo impedía. Finalmente, indicó al sepulturero que esperara. E inició un padrenuestro.
Al instante los guardias pegaron un salto venciendo los tres peldaños que les separaban del lugar. Mosén Alberto se calló. E inmediatamente se oyó un concierto de silbidos escalofriantes, que brotaban del otro lado de la tapia.
Mosén Alberto comprendió y ordenó al sepulturero y a los mozos que procedieran a internar el ataúd en el nicho.
Éstos obedecieron. La caja se introdujo en el agujero con rara precisión. Luego el sepulturero cogió el capazo y la paleta y con seis ladrillos idénticos a los que utilizaron los anarquistas en sus barricadas, empezó a tapiar el hueco.
El último ladrillo, prodigiosamente justo, coincidió con un nuevo concierto de silbidos, que sonaron más distantes.
La ceremonia había terminado. Don Jorge se acercó a mosén Alberto, le asió la mano y se la besó. El comandante Martínez de Soria le imitó, luego don Pedro Oriol, luego don Santiago Estrada. Imposible atender a todos, de modo que mosén Alberto levantó la diestra y esbozó una bendición.
Los de la cola habían salido ya del cementerio. El profesor Civil le decía a Ignacio: «Vámonos, vámonos».
La mujer del sepulturero, apoyada en la verja con un crío en los brazos, parecía esperar que ocurriera algo. Y, sin embargo, reinaba una insólita calma. En realidad, la gente iba saliendo sin que ocurriera nada. Los silbidos habían cesado. Sólo se iba rezagando el teniente Martín. Octavio y Haro le preguntaron:
– ¿Vienes?…
El contestó:
– No, todavía no.
Nadie más advirtió que el oficial se quedaba en el cementerio; ni siquiera los guardias.
Octavio y Haro se preguntaban qué pretendería el teniente Martín.
Le vieron esconderse tras un panteón que decía: «Familia Corbera» y encender un pitillo, esperando.
A cinco metros del panteón se levantaba una tumba de hermosa lápida en la que estaba escrito un nombre: «Joaquín Santaló», y veinte metros a la derecha, sobre un montón de tierra, sobre un bulto de tierra parecido al vientre de una mujer, una placa, entre otras de la fosa común, rezaba: «Jaime Arias, Taxista».
Jaime Arias, hermano de Teo el gigante y muerto en Comisaría el 7 de octubre, de un balazo en la sien. El teniente Martín contemplaba la lápida de Joaquín Santaló, la placa del hermano de Teo. La diferencia entre las dos tumbas se le antojó una ley inexorable: diputado, lápida hermosa; taxista humilde, fosa común. Más allá, a la izquierda, el nicho en que reposaba el comandante Jefe de Estado Mayor, que cayó de su caballo blanco fulminado por el disparo del diputado de Izquierda Republicana.
El teniente Martín -alto, moreno, con bigote recortado- tiró el pitillo, lo aplastó, y asiendo la cruz de Joaquín Santaló la atrajo hacia sí hasta derribarla. Luego cogió un puñado de tierra húmeda y ensució con ella la lápida, sepultando el nombre.
Terminada la operación se dirigió a la fosa sobre la cual se leía: «Jaime Arias, Taxista». Intentó borrar el nombre restregando contra él las suelas de las botas. La pintura resistía, por lo que sumergió la placa en el barro. Sólo quedó al descubierto la palabra «Taxista». Parecía como si Jaime Arias continuara ofreciendo sus servicios a los habitantes del lugar.
Luego el teniente Martín cruzó la avenida central y se dirigió, rodeado de cipreses, al nicho del comandante jefe de Estado Mayor. Llegado a él, se cuadró y saludó militarmente.
En aquel momento le vio la mujer del sepulturero. Su presencia le extrañó en grado sumo y avisó a su marido. Su marido conversaba con unos desconocidos junto a la verja. El teniente se dirigió hacia ellos, se abrió paso y sin saludar cruzó el umbral e inició el regreso a la ciudad.
Apenas había andado veinte metros, el sepulturero se internó en el cementerio dispuesto a recorrerlo, olfateando. Estaba seguro de que el oficial había cometido una fechoría.
Cuando los Costa recibieron el informe sobre el ultraje de que había sido objeto la tumba de Joaquín Santaló, se indignaron hasta un extremo indescriptible.
– ¡Vamos a redactar inmediatamente una denuncia en regla!
Al enterarse Cosme Vila de lo acontecido en la fosa de Jaime Arias, le dijo a Víctor:
– Vete inmediatamente al cementerio y saca unas fotografías.
Todo el mundo evitaba comunicarle a Teo lo sucedido. En cuanto el gigante supiera que la tumba de su hermano había sido profanada, podía ocurrir cualquier cosa.
CAPÍTULO LXX
La huelga, las bombas y aun el cadáver de la sirvienta, todo pasó a segundo término. La gesta del teniente Martín, descrita con todo detalle en El Demócrata, según nota oficial de la Jefatura de Policía, acaparó el primer plano de la actualidad.
Todo el mundo comprendió que el cáncer no había sido extirpado por el hecho de haber ganado las elecciones y que era preciso cerrar con llave el capítulo derechista. Y para llevar esto a cabo se reunió la Comisión de Seguridad.
Esta Comisión estaba formada por el Comisario, don Julián Cervera, en calidad de presidente; por Julio, jefe de policía; los Costa; el arquitecto Massana, alcalde; el arquitecto Ribas, representante de Estat Català; Cosme Vila y Casal. El agente Antonio Sánchez actuaría de secretario.
Julio había ido a la reunión acuciado por su mujer. Doña Amparo Campo le decía: «Sigue los consejos del doctor Relken y sé práctico. No olvides que en Madrid están examinando si vales o no vales». Los arquitectos Massana y Ribas estaban algo asustados, los Costa a punto de estallar de indignación. En realidad, el único verdaderamente sereno, consciente de los hechos y de lo que era preciso hacer, era Cosme Vila. Su mongólica cabeza y su ancho cinturón de cuero iban a dominar la reunión.
Después de breves discusiones fue acordado entregar al teniente Martín a la Autoridad Militar, a la que incumbía el expediente. «El general sabrá lo que tiene que hacer.»
Respecto de Falange, habida cuenta de que a uno de los afiliados, Miguel Rosselló, se le había encontrado un arma y que dos de ellos, Octavio y Conrado Haro, habían lanzado gritos subversivos en la Plaza Municipal, se acordó la disolución del Partido, clausura del local, detención preventiva de los tres miembros citados y pedir declaración al jefe, Mateo Santos. Julio, acto seguido, leyó el resultado de los ciento cincuenta expedientes abiertos por tenencia ilícita de armas. La mayoría de los expedientados serían castigados con una multa, nada más. Por el contrario, don Jorge de Batlle, «La Voz de Alerta» y otros propietarios de la provincia serían detenidos, por habérseles encontrado armas de calibre mayor y no haberlas entregado espontáneamente.
Los Costa, al oír el nombre de su cuñado, arrugaron el entrecejo. Pero era completamente inoportuno plantear allí una cuestión familiar.
Cosme Vila preguntó cómo era posible que en la lista no figurara mosén Alberto, puesto que se le habían encontrado en el Museo «dos escopetas de dos cañones».
Julio le contestó que ello no era cierto, que aquello era una invención popular.
– La verdad es que no le encontramos absolutamente nada.
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