José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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No sabía qué hacer; tenía ganas de tocar con su mano la cabeza de la superviviente, para consolarla, pues era notorio que esta sirvienta se sentía definitivamente sola, vacía, como si con la muerte de su hermana le hubieran extraído también a ella la substancia vital.
Mosén Alberto propuso rezar el Rosario. Las monjas le advirtieron que el director del Hospital lo tenía prohibido, y que, por otra parte, era preciso desalojar el quirófano.
Entonces el sacerdote salió lentamente. Vio de nuevo al compañero, erguido ahora como un juez. Y luego, al doblar uno de los pasillos, se encontró cara a cara con Carmen Elgazu, quien, vestida de negro y acompañada de Pilar, al reconocerle se dirigió a su encuentro con expresión emocionada.
Mosén Alberto les dijo: «Es mejor que no entren». Pilar miraba los blancos pasillos con temor pánico. Si alguien pasaba, se sentía aliviada; pero si el pasillo quedaba desierto, el vértigo la ganaba, y se apoyaba en el antebrazo de su madre.
Había enfermos que iban y venían, preguntándose cuándo terminaría aquel espectáculo. Carmen Elgazu insistió en ver a su amiga muerta. Se despidió del sacerdote. Una vez en el quirófano dio pruebas de una entereza admirable. Puso en el pecho de la sirvienta una estampa de la Virgen de Begoña. A Pilar le dijo: «Esto es la muerte, hija mía». Pilar había quedado como hipnotizada ante el cadáver. Era el primero que veía. Le pareció recordar que alguien, a veces, tenía expresiones parecidas a aquélla, horrorosa, de la sirvienta. Carmen Elgazu fue quien ayudó a la hermana menor a levantarse y quien la condujo afuera, en dirección al Museo, ofreciéndose para quedarse en la casa y cuidar de todo.
En la Plaza Municipal ya no encontraron a nadie. Sólo había dos guardias de Asalto, de centinela ante la puerta del Museo. Los barrenderos habían amontonado en un rincón del patio los miembros de las Vírgenes que habían caído a la calle. El doctor Relken estaba allí, tenía entre las manos un brazo romántico y había pedido permiso para examinarlo. Pilar le dijo a su madre: «Es el doctor Relken». En la ciudad no se hablaba más que de la bomba número cuatro.
Según le dijeron los dos guardias al doctor Relken, los anarquistas iban a pasarlo mal. «Esta pobre mujer no tenía nada que ver.»
El doctor Relken les preguntó si había pruebas de que ellos habían sido los autores. Uno de los guardias le miró con sorpresa. «No importa si las hay o no. Se sabe que han sido ellos.» El doctor movió la cabeza.
CAPÍTULO LXVIII
Ignacio había asistido al desarrollo de aquellos alborotos con el ánimo en suspenso. Le parecía imposible que las autoridades no zanjaran la situación de una plumada. A David y Olga les decía que permitir aquel estado de cosas era vergonzoso, fuera de toda medida. David y Olga, también muy disgustados, le contestaban: «Ahora se pagan las consecuencias».
Los maestros estaban seguros de que las gestiones de Casal acabarían dominando la situación. «No ha estallado ninguna bomba más. Y por otra parte Julio llevaba veinticuatro horas interrogando sin descanso al Responsable y Porvenir. ¿Qué más podía hacerse?»
Ignacio, oyéndolos, se puso más furioso aún. La muerte de la sirvienta le había afectado mucho más que si se hubiera tratado de un ministro. David y Olga le aconsejaban que no exagerara las cosas. «Ya, ya, no exagerar -replicaba Ignacio-. Es muy bonito hablar cuando se está a este lado de la barrera.» Y lo mismo le ocurría en el Banco. En el Banco la indiferencia por aquella muerte era total. Lo que preocupaba a los empleados -excepción hecha del subdirector y del cajero- era que de la experiencia de Control obrero no quedaba ni rastro, y lo único que los animaba era el rumor de que Cosme Vila y Casal iban a presentar las bases que servirían de réplica a las del Responsable.
Ignacio no encontraba motivos de satisfacción sino en la familia. En su madre, lavando platos en el Museo; en Pilar, ofreciéndose para velar en el Hospital el cadáver de la sirvienta; en César, escribiendo desde el Collell: «Ya he aprendido a poner inyecciones. En este mes llevo dieciocho sin romper una sola aguja».
Y en Matías Alvear. Matías Alvear reconciliaba a Ignacio con la humanidad porque le veía sufrir tanto como él sufría, a pesar de que en Telégrafos, según contaba, la vida no se detenía. Los telegramas -continuaban llegando como si nada ocurriera en la ciudad. «Salgo mañana tarde.» «Nacido varón. Abrazos.» El día en que murió la sirvienta nacieron más de veinte varones en la provincia.
¡Qué hombre su padre! Sufría, pero no perdía la serenidad. Seguía al dedillo el curso de los acontecimientos, en compañía de don Emilio Santos. Era consolador verlos a los dos por la calle, siempre pulcros, siempre correctos, saludando con cordialidad al más humilde de los conocidos. Al despedirse no se daban la mano, pero se quitaban el sombrero. Para el muchacho constituían la prueba irrefutable de que las bombas no lo destruían todo.
Esta comprobación le era muy necesaria dado que muchas personas le decepcionaban -David y Olga, Julio García… – y también porque se decepcionaba a sí mismo. ¿Cómo era posible que el espectáculo de Gerona, en vez de adormecerle la carne se la despertara…? ¡Volvía a pensar en Canela! ¡Qué complicado, el cuerpo humano! Por fortuna, ahí estaba Marta, su recuerdo entrañable.
Marta, auténtico motivo de satisfacción. Que Dios bendijera el momento en que la muchacha se cruzó en su camino y palpándole la cara, le dijo: «Me gustan tus ojos, y esos pómulos angulosos que tienes».
La muchacha era un encanto de criatura, con una fuerza de carácter que no doblaban ni las huelgas generales. Ante el caos de la ciudad había dicho: «No podemos aportar ninguna solución colectiva, porque la autoridad está en manos de quien está; pero cada uno de nosotros, personalmente, debe ocupar su puesto».
Aquella tarde ella entendió, de acuerdo con el comandante Martínez de Soria, que su puesto estaba en el Museo Diocesano, al lado de Carmen Elgazu, poniendo orden en las salas que habían saltado hechas pedazos. Sin temor a los grupos que se veían por las calles y que los limpiabotas capitaneaban, salió de su casa y se dirigió al Museo. Debajo del brazo llevaba una bata azul que había pertenecido a su padre. Al llegar ante el edificio, saludó a los dos guardias de Asalto y subió. Carmen Elgazu, al verla, experimentó vivísima emoción. Carmen Elgazu llevaba un enorme pañuelo negro en la cabeza, para protegerse del polvo, atado debajo de la barbilla. «Ya lo ves, hija, ya lo ves.»
Ignacio se enteró de todo esto por Matías Alvear. El muchacho salió al balcón, pensando en aquellas dos mujeres de su vida. Pasaban carros con sacos procedentes de las barricadas. El Neutral estaba cerrado. Las luces temblaban nerviosamente en las fachadas.
De pronto sintió que su puesto estaba también en el Museo, junto a su madre y a Marta. Oscuros temores le invadieron. Salió precipitadamente y pasó frente al Cataluña, cuyo altavoz vomitaba consignas.
Subió la escalera del edificio diocesano y entró. Encontró a Marta en el salón donde había estallado la bomba, rodeada de Vírgenes mutiladas por todas partes. La muchacha le miró. Acudió Carmen Elgazu y también se quedó mirándole. Él dijo que quería ayudar. Al ver la bata azul de Marta, pidió también algo para él y Carmen Elgazu le trajo de algún sitio una absurda sotana vieja, en la que Ignacio se enfundó. Y sin decir nada se puso a trabajar, mientras las dos mujeres miraban la sotana con sentimientos contrapuestos. Amontonaban escombros, cristales. Ignacio temía que de pronto apareciera mosén Alberto, pero no había cuidado. Mosén Alberto recibía visitas continuamente, de gente que se le ofrecía para asistir al entierro de la sirvienta, que al parecer constituiría una auténtica manifestación. Ignacio sufría porque poco a poco su emoción, que tenía que ser dolorosa, se transformaba en un sentimiento dulce mientras contemplaba a Marta colocar dentro de una caja, con gran respeto, brazos y piernas de madera policromada…
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