José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Casal se rascó la cabeza.

– Julio no querrá ayudarte.

– Julio ayudará. Esto le conviene menos que a nosotros.

Casal comprendía que lo absurdo había sido no resistir al principio.

– Debimos entrar a pesar de las barricadas.

Cosme Vila no compartía su opinión.

– Siempre ves las cosas a medias. Entonces hubieran sido unos mártires, se les habría impedido manifestar su opinión. ¿Qué mejor que cometan barbaridades? No olvides la ley. Hay que procurar que el enemigo fracase por sí solo.

El acuerdo tomado por Cosme Vila y Casal llegó inmediatamente a oídos del Responsable. Éste, que se preciaba de conocer el paño, después de analizar la situación dijo que no sólo los comunistas responderían en bloque al llamamiento de su jefe, sino que, como siempre, arrastrarían con ello a los que dependían de Casal. «Éstos son los perros de aquéllos», sentenció.

La única probabilidad de resistir, dada la intervención de la Fuerza Pública, le pareció que estribaba en una participación masiva de los anarquistas de la provincia. Sin embargo, no cabía contar con ello. El Responsable sabía que entre la población campesina dominaba Cosme Vila. «Los campesinos andaluces son anarquistas -explicó-, pero en esta provincia son conservadores. Confían en los repartos de Moscú.»

Toda la jornada del domingo la pasó recorriendo las diferentes barricadas. Y en seguida se dio cuenta de que no le iba a ser fácil dominar a sus hombres. La huelga les había dado el gusto de la pelea. Por lo demás, pensaba poco en los demás Sindicatos. Los principales enemigos continuaban siendo para ellos los patronos, los Presidentes con sus coches, los curas, los militares que se paseaban mirando irónicamente aquellos rústicos parapetos. Los enemigos continuaban siendo «La Voz de Alerta», los Costa, mosén Alberto, el comandante Martínez de Soria. Y la Falange de la ciudad, que en cualquier momento podía disparar desde las azoteas.

Hacia el atardecer, al Responsable le pareció haber convencido a sus camaradas. «Era preciso evitar la sangre.» ¿Por qué? -le había preguntado Blasco, que montaba guardia en la Central Eléctrica-. El Responsable le contestó:

– Nos matarían como moscas. -Luego añadió-: Les daremos «pa el pelo» de otra manera.

Pero apenas llegó la noche, la ciudad a oscuras volvió a exaltar a los amotinados. En las barricadas se organizaron hogueras para esperar el alba. Las mujeres de los anarquistas hacían compañía a éstos. En muchos sitios se bebió y hasta se cantó y se tocó la guitarra. Porvenir era el camarada ideal para improvisar juergas bajo las estrellas del firmamento. Santi brincaba de uno a otro lado.

A las siete y media de la mañana del lunes salieron las primeras patrullas de guardias de Asalto. Aquello acabó de inspirar confianza a los obreros socialistas y comunistas que habían recibido orden de reintegrarse al trabajo.

A las ocho menos diez minutos, los primeros obreros se acercaban pegados a la pared, por la acera, cuando entró en escena un elemento inesperado, espectacular, que alteró la faz de los acontecimientos: la caballería. Julio mandó caballos a los lugares de mayor concentración, y los jinetes se acercaron a las barricadas en actitud de franca disposición al combate. Aquello decidió la lucha. Hubo entre los anarquistas un momento de desconcierto, que les fue fatal. Las colas de obreros, procurando no rozar a ningún huelguista ni derribar las barricadas, abrieron las puertas de las fábricas y, en medio de un gran silencio, empezaron a entrar en ellas. En la fábrica del Gas el Cojo pegó un ladrillazo a un hombre raquítico y se armó un tumulto, pero no pasó de ahí. En la fundición de los Costa, las dos hijas del Responsable arañaron a la mujer que limpiaba el despacho, pero nada más. Los anarquistas se sentían en ridículo y desde lo alto de los caballos los jinetes les decían: «¡Ale, ale! Lo mejor es que entréis también, a ver si el sábado cobráis».

Se sentían en ridículo porque cada grupo constaba de un número reducido de hombres. Pero a medida que en las esquinas aparecían otros grupos que también habían sido desbordados, el aumento del número multiplicaba la indignación. Los caballos impedían que se formara la auténtica concentración de huelguistas a que ellos podía dar origen. De pronto, las máquinas empezaron a funcionar. ¿Qué ocurría? Se encendieron absurdamente los faroles a aquella hora de la mañana. La Central Eléctrica también había capitulado. En las cocinas los grifos chorreaban, y en los lavaderos. Las mujeres se felicitaban de balcón a balcón.

Entonces el Responsable dijo en voz baja:

– Dispersaos, pero id por las bombas…

Esta palabra logró entre los amotinados un efecto mágico. A la mayoría les pareció de tanta responsabilidad la decisión, que ningún espontáneo se atrevió a obrar por su cuenta como se podía temer. Los jefes de grupo recobraron en el acto su autoridad. Todo ello ocurría entre el Puente de Piedra y la Rambla. Lo mismo Laura que el profesor Civil, desde sus balcones, vieron perfectamente cómo Porvenir tomaba la dirección de la Plaza de la Independencia encabezando una docena de camaradas, y que el Responsable y otros tantos, siguiendo la orilla del río, parecía dirigirse hacia el campo de fútbol o hacia las canteras de los Costa.

La fuerza pública, que no había oído la frase del Responsable, creyó que se trataba de la dispersión definitiva, que todo estaba terminado, y continuó patrullando, pero ya con aire aburrido.

Sólo volvió a reaccionar cuando a las diez de la mañana se oyó el primer estruendo. Provenía de la Dehesa. La primera bomba había estallado en la Dehesa. La colocó Porvenir. Eligió aquel lugar porque le pareció adecuado empezar entre un marco de plátanos milenarios. En aquel momento no pasaba nadie por allá; únicamente cerca de la Piscina había un acuarelista solitario, sentado en un taburete portátil, y hacia el Puente de la Barca un campamento de gitanos. El resto, desierto. Era una Dehesa invernal, de color pardo y violáceo, con un vaho de neblina.

Porvenir eligió una encrucijada de avenidas, que los domingos era utilizada por Bernat y los suyos para jugar a las bochas. La bomba levantó una polvareda inmensa, una gran cabellera de granos de arena y hojas muertas, y se calló. Algunos impactos en los árboles, de cuyos troncos surgieron aristas; una de las cuales le sirvió luego a Bernat para colgar en ella su gorra y su reloj.

Aunque la explosión sólo fue oída por los vecinos de aquella parte de la ciudad, pronto la cosa se supo y cundió el pánico. Casal salió del taller de El Demócrata y se dirigió a la UGT. David y Olga le imitaron. En el Banco de Ignacio se interrumpió el trabajo. El Comisario ordenó fuera de sí: «¡Que se vigile la Telefónica!»

Un cuarto de hora después sobrevino la segunda detonación, mucho más intensa. Provenía del lado de Montjuich. Alguien dijo que se trataba de un barreno en las canteras, pero pronto quedó en claro que se trataba de algo mucho más grave: del polvorín.

– ¡Imposible! -clamó el Comisario.

Julio meneó la cabeza con aire que no dejaba lugar a dudas.

El coronel Muñoz no comprendería nunca cómo fue posible que la bomba no causara ninguna víctima. Al parecer, la escuadra de servicio se había alejado circunstancialmente a cortar leña; el centinela, fusil al hombro, se había sentado detrás de una roca, a unos trescientos metros de allá.

Se opinó que era abandono de servicio. El centinela prefirió esto a haber quedado descuartizado.

Por fortuna, en el polvorín había muy poca cosa. Una semana después de las elecciones había sido retirado el material. Sin embargo, algo quedó, por lo que el estruendo fue tal, que las mujeres que lavaban en los arroyos del valle de San Daniel se asustaron; y a este lado de la montaña se asustó todo el personal del cementerio: el sepulturero y los muertos. Los soldados de la Guerra de África abrieron los ojos como si se encontraran de nuevo en 1921, cuando las emboscadas de los moros.

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