José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El entierro, espectacular de por sí, lo sería más aún porque una reciente disposición había prohibido todas las manifestaciones religiosas fuera de los templos, incluidos los entierros. De manera que ningún sacerdote acompañaría a la sirvienta ni monaguillo con la Cruz.

Por la noche, Carmen Elgazu regresó a su casa agotada del trabajo en el Museo. Y no se quitaba de la cabeza el alcance de la tal disposición. Mientras cenaba, servida por Pilar, los ojos se le humedecieron.

Y de pronto, oyó el cerrojo de la puerta y entraron, procedentes del Neutral, Matías y Julio. Julio no perdía sus costumbres: en las grandes ocasiones continuaba visitando a los Alvear.

Julio había envejecido en los últimos tiempos. Todos pensaron en ello al verle entrar en el comedor. Su sombrero ladeado ya no le iba. Asomaban arrugas encuadrando el bigote.

Matías y Julio se dieron cuenta en el acto de que Carmen Elgazu había llorado. Julio se sentía violento. Casi lamentaba haber subido la escalera. Pero quería congraciarse con Matías, que era el primero en tratarle como si fuese responsable de algo.

Carmen Elgazu se levantó y le preparó el café de siempre… Ignacio salió de su cuarto, cansado de estudiar. Y fue Pilar quien preguntó, de sopetón:

– Bueno, ¿y por qué no puede ir una Cruz en un entierro?

El policía quedó perplejo. No esperaba aquella salida tan directa.

– Yo qué sé, chica -contestó-. Yo no firmé la orden. -Y se sentó.

– Quieren quitarla de todas partes, hija, eso es todo.

Julio se atusó el bigote. Era curioso que le plantearan aquellos problemas. Pero ¿qué contestar? En el fondo quería demasiado a aquella gente. Dijo que era mejor tomarse las cosas por el lado bueno. «¡Qué les voy a decir yo! Se producen cambios…» La mirada de Carmen Elgazu le obligó a continuar: «Pero en lo íntimo nadie se va a meter, supongo. -Luego añadió-: Se quiere separar por completo la Iglesia del Estado. Nada más. No mezclar la religión con la vida pública».

Ignacio intervino, inesperadamente:

– Oiga, Julio. Es mejor dejar este asunto, ¿no le parece?

En aquel momento Julio decidió levantarse, y salir. Pero no le dio tiempo. Carmen Elgazu, pareciéndole que Ignacio la apoyaba tomó asiento frente al policía y le dijo:

– No tiene derecho a enfadarse, Julio. Ignacio tiene razón. Usted sabe mejor que nosotros lo que pasa. Hacen lo posible para desterrar el nombre de Dios. No se preocupan sino de eso, y para conseguirlo buscan la amistad de quien sea, incluso de personas como el Responsable. Hay algo que los ciega: el odio a la religión. Todo aquel que lleva sotana o crucifijo es peligroso como un veneno. ¡Virgen Santísima! ¡Cuán equivocados están! Sin religión no hay más que odio. Es el único freno, aunque usted no lo crea. Si yo no hubiera persignado tantas veces a Ignacio, ¡quién sabe lo que sería de él! Y lo mismo le digo de Pilar. No pretenderá que todo marcha como es debido, ¿verdad? Ya oye lo que se grita por las calles. Tener la familia reunida, así como nosotros aquí, es un atraso. Hay que hacer como David y Olga y como en el extranjero. ¡Qué pena da todo eso, Virgen Santa! Porque es inútil, ¿comprende? No conseguirán nada. ¿Creen que le han hecho algún daño a la sirvienta? Ya está donde ella quería estar. Oiga bien lo que le digo, Julio. Pueden luchar contra Dios, pero perderán. Aún quedan muchas personas como la sirvienta; no lo olviden. Tendrán mucho trabajo, mucho. No canten victoria, no, porque a veces lloremos. Podrán incendiar iglesias, todo lo que quieran. Podrán prohibir las cruces en los entierros, los monaguillos; pero no podrán prohibir que recemos aquí -se señaló el pecho- y esto es le principal.

CAPÍTULO LXIX

A «La Voz de Alerta» le hería el amor propio el que los extremistas se dedicaran a luchar entre sí. «Mirad si nos consideran inofensivos, que ya ni siquiera se preocupan de nosotros.»

En todas partes se hablaba del entierro. Los Alvear decidieron que los representara Ignacio. El comandante Martínez de Soria decidió ir personalmente, lo mismo que el teniente Martín y que unos cuantos oficiales adictos a aquél. Don Jorge se vistió como convenía a la ceremonia y ordenó a todos sus hijos que hicieran lo propio. A Jorge, el hijo desheredado, le dijo: «Tú haz lo que te parezca».

El problema era arduo para Mateo. El muchacho quería asistir, pero temía que su presencia fuera interpretada como adhesión «al espíritu que informaba a «La Voz de Alerta». Finalmente, decidió abstenerse y mandar a dos camaradas. Eligió a Octavio y a Conrado Haro.

– Poneos la camisa azul -les dijo.

La esquela aparecida en El Tradicionalista anunciaba la ceremonia para las tres en punto de la tarde. A las dos y media la Plaza estaba abarrotada. Cuando el coche fúnebre hizo su aparición y se detuvo ante el Hospital, hubo un momento de gran expectación. Inmediatamente, la presidencia se alineó -mosén Alberto en el centro, don Jorge a la derecha, el comandante Martínez de Soria a la izquierda-. Luego fue sacado el ataúd y el coche quedó inundado de coronas.

La comitiva se puso en marcha. En el aire sólo resonaba el Miserere de pasados entierros. Mosén Alberto lo recitaba en voz baja, como un murmullo, y don Jorge y el comandante le contestaban. Dies irae, Dies illa

El coche, al llegar al río, en vez de dirigirse al cementerio bifurcó hacia el centro de la ciudad. Grupos de curiosos se formaron. Los guardias se acercaron al cochero.

– ¿Qué itinerario siguen?

El cochero contestó:

– Pasar ante la casa mortuoria.

Los guardias se retiraron, manteniéndose a una distancia prudente, con las porras en la mano.

A medida que la comitiva se internaba en la ciudad, la curiosidad de la gente era mayor. Por fortuna la Plaza Municipal, donde se erguía el Museo, no estaba lejos y la comitiva desembocó pronto en ella.

El cochero dio lentamente la vuelta frente al edificio mortuorio y una extraña emoción recorrió el dorso de todos al ver el balcón con las maderas arrancadas de cuajo. Los transeúntes se quitaban la gorra. Sólo un par de taxistas daban la impresión de haber adoptado una actitud irónica.

Octavio y Conrado Haro seguían la comitiva en silencio, arrastrando los pies como los demás. Pero de pronto, al pasar frente al Ayuntamiento y ver la inmensa bandera catalana que cubría la fachada, Octavio sintió que algo le subía a la garganta. Miró al comandante Martínez de Soria y gritó: «¡Arriba España!». Y luego: «¡Viva España!»

Todo el mundo quedó perplejo. Sólo le respondieron Conrado Haro, con voz tímida, y el teniente Martín. Nadie más, ni siquiera el comandante Martínez de Soria.

Los guardias se acercaron inmediatamente.

– ¡Al cementerio! -ordenaron. Entre los espectadores se oían protestas y los taxistas luchaban contra su deseo de responder a la provocación. «¡Fuera, fuera! ¡Muera, muera!»

La comitiva alcanzó penosamente la orilla del río y tomó por fin la dirección del cementerio. No hubo despedida de duelo. Todos los acompañantes sabían que la ruta sería larga , pero nadie se atrevía a desertar. Los vecinos de Octavio miraban de reojo al falangista, sin decir nada.

El sepulturero recibió la noticia de que llegaba la comitiva entera y abrió la verja de par en par. Don Jorge apenas conseguía sostener el paso que mosén Alberto y el comandante Martínez de Soria habían impuesto. Su pierna izquierda le flaqueaba.

El cochero frenó ante la verja y se apeó. Unas parihuelas esperaban en el suelo, y fue descargado el féretro. El sepulturero indicó:

– Por aquí, por aquí. -Y señaló la avenida central, entre los cipreses.

El nicho destinado a la sirvienta era propiedad de mosén Alberto. Estaba situado, en el ala este, próximo al depósito. Las parihuelas, conducidas por los mozos de la funeraria, abrieron la marcha, la presidencia siguió y luego la ingente multitud, haciendo crujir metálicamente la arena.

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