José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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En cambio, los vivos parecían tocados de inconsciencia. Sólo las mujeres y los niños se encerraban en las casas, y algunos establecimientos bajaron con rapidez sus persianas metálicas. El resto de la población -taxistas, cobradores de Banco, camareros, etc.- se habían apostado en las esquinas a pesar de que los guardias de Asalto intentaban con renovada energía impedir las aglomeraciones.

Julio le decía a su fiel agente Antonio Sánchez:

– Lo terrible de esa gente es eso, que son poetas. ¿Dónde estallará la tercera? No se sabe. Imprevisible en el tiempo y el espacio. Las patrullas buscaban inútilmente a los anarquistas por las calles. Todos habían desaparecido. ¿Bombas de reloj? ¿Caídas del cielo? Acaso no estallara ninguna más.

A las once en punto, las personas que se hallaban en la Plaza de la Independencia oyeron el tercer estruendo. Pero fue un simple petardo. Un gran susto y nada más. Estalló en la mismísima Inspección de Trabajo. El Inspector, amigo de Largo Caballero, se tiró al suelo y se refugió bajo el escritorio. Al ver que no ocurría nada, cerró el puño y gritó: «¡Pronto sabréis quién soy!»

En aquel momento, toda la ciudad se sentía indefensa, a merced del Responsable. Incluso el coronel Muñoz. Al coronel, cualquier cordón que se arrastrara por el suelo en el cuartel le parecía sospechoso.

Todo el mundo se sentía a merced del Responsable, excepto Cosme Vila. Cosme Vila, a quien Teo tenía al corriente de cuanto ocurría, entendió, por el contrario, que el Responsable había perdido definitivamente la batalla en el momento de ejecutar el primer atentado.

– Analizad la situación -les decía a los suyos, los cuales miraban con inquietud el desarrollo del plan anarquista-. No os dejéis llevar por la espectacularidad del momento. Basaos en los hechos. ¿Qué buscaba la CNT? El paro de las fábricas, gracias a las barricadas. ¿Qué consiguió? Las fábricas y los talleres zumban que da gusto; las barricadas ya no existen. Luego cortaron la luz, el gas y el agua. También ahí han capitulado de una manera imbécil. Por burros, pues esta arma es revolucionaria ciento por ciento. Todo ese ruido de ahora no es más que el clásico funeral. Lo único que no debían haber hecho era eso: disgregarse y soltar bombas; lo que tenían que hacer era lo contrario: unirse y presentarse como mártires. ¡Qué se le va a hacer! A la gente no le gusta que la metralla le roce la cabeza; sobre todo, cuando solo se la roza, sin arrancársela. Así que, han perdido la oportunidad. ¡El polvorín! ¿Para qué? Para que el general les enseñe las polainas. La Dehesa, la Inspección… Eso es lo absurdo, lo propio de locos: entrar en litigio con el Inspector de Trabajo y echarle un petardo a él, en el escritorio.

Los oyentes se rascaban la cabeza. A todos les parecía que tener a la ciudad en un puño era en cualquier caso una demostración de poder.

– No seáis burros. Lo que hay que ver es lo que vendrá luego. Se han echado la opinión en contra.

Teo opinó:

– Pero han sembrado.

– ¿Sembrado…? Sí, para nosotros.

Hubo un momento de perplejidad.

Cosme Vila dijo:

– El Inspector estará ahora como un cordero conmigo.

Nadie concedía a esto la menor importancia.

– Es esencial, teniendo en cuenta que el sábado a más tardar llegará nuestro turno, ¿no es eso?

– ¿Qué turno?

– Nuestra presentación de Bases -explicó Cosme Vila-. Bases en serio, científicamente revolucionarias.

El jefe los miró de uno en uno. Le pareció que sus palabras abrían brecha. La valenciana estaba nerviosa y como preguntando a qué se esperaba.

Cosme Vila se dirigió a ella.

– ¿Qué…? -le preguntó, en tono que todos sabían que preludiaba una súbita decisión-. Te gustaría meter baza cuanto antes… No estás convencida, ya lo veo…

Ella se sentó, con gesto aburrido.

– Pues… si quieres… puedes empezar -añadió Cosme Vila, acercándose al escritorio-. Puedes acompañar a ése. -Y señaló a Murillo.

– ¿A qué? -preguntó el aludido.

Cosme Vila, que había adquirido expresión grave, abrió un cajón, sacó un paquete y se lo entregó.

– A redondear el prestigio del Responsable.

Todos quedaron estupefactos. El paquete contenía un objeto pequeño, ovalado, que pesaba increíblemente. Cosme Vila había tomado asiento.

Todo aquello era inesperado.

– ¿Adónde hay que llevarlo? -preguntaron.

– Si no tenéis nada que objetar -dijo Cosme Vila-, yo escogería el Museo Diocesano.

Fue la orden. Orden recibida con extraño temor y extraño júbilo a la vez. Teo se hundió en un sillón, desesperado por no haber sido el elegido. Víctor se tocaba la cabellera. Murillo, con su gabardina sucia y sus bigotes de foca, sostenía el artefacto como quien sopesa un metal precioso.

Todo salió a pedir de boca. La orden fue cumplida sin pérdida de tiempo, con rapidez increíble. Hasta el punto que los guardias y los taxistas que rondaban la Plaza Municipal, en la que se hallaba el Museo Diocesano, no se explicarían nunca cómo había ocurrido aquello, ante sus narices, mientras ellos vigilaban. Al oír la detonación, seca, próxima, terriblemente próxima, puesto que la madera y los cristales del balcón que tenían encima de la cabeza saltaron hechos pedazos, se tiraron al suelo, cortada la respiración.

Murillo había entrado en el Museo tranquilamente, pues era día de visita. Lo había recorrido de un extremo a otro sin que ello asombrara a nadie, pues con frecuencia subía a él a contemplar imágenes antiguas. Antes de bajar, dejó su huella tras una puerta. Fue esta huella la que estalló minutos después.

Cosme Vila hubiera preferido los salones del fondo, donde había dormido el Padre Claret; pero Murillo, por razones personales, prefirió el salón rectangular, alto de techo, en que se erguía sobre pequeños pedestales la colección de vírgenes policromadas.

La valenciana, que esperaba en la calle a su lado, aprobó su plan. Lo aprobó porque de pronto, al tiempo que los guardias y los taxistas se tiraban al suelo, vio descender del balcón una catarata de miembros sueltos de aquellas vírgenes. El espectáculo la entusiasmó, sobre todo en el momento en que una cabeza de Niño Jesús, rebotando en el empedrado, fue a parar a sus pies. Estuvo a punto de recogerlo y gritar: «¡Otro hijo, otro hijo! ¡Seis hijos!» Pero el movimiento de los guardias le llamó la atención. Algo ocurría. Algunos de ellos se habían levantado y entraban precipitadamente en el lugar del atentado. Entonces Murillo oyó decir a un taxista que una de las sirvientas de mosén Alberto había sido hallada detrás de una puerta, con la cabeza reventada a causa de la explosión.

Inmediatamente la Plaza Municipal se llenó de personas de rostro airado, corrió la voz y, mientras el Responsable y Porvenir recibían en el Gimnasio la visite de unos agentes que los invitaban a seguirlos, aquellas personas vieron detenerse una ambulancia frente al Museo, bajar de ésta unas parihuelas y que la ambulancia tomaba la dirección del Hospital.

Alguien dijo que el corazón de la mujer latía aún, que el doctor Rosselló intentaría salvarla.

Mosén Alberto se encontraba en Palacio cuando la noticia llegó a sus oídos. Palideció, apoyó su mano en la pared y, tomando su manteo y poniéndose el sombrero, bajó las escalinatas. Camino del Hospital sentía que algo le pedía paso a través del pecho. ¡Ni siquiera sabía de cuál de las dos sirvientas se trataba! Lo único que sabía seguro es que le habían dicho: «Ha muerto».

Llegó al Hospital y vio encogido al campanero, como pidiendo perdón por algo. Una monja le acompañó al quirófano. El doctor Rosselló salía de él, confirmando que no podía hacer nada. Mosén Alberto se acercó a la mesa de operaciones, en la que una sábana cubría un cuerpo. Levantó la sábana. La impresión que recibió fue imborrable. Esperaba ver un rostro dulce y apacible y se encontró con una cara monstruosa. Tampoco reconoció cuál de las dos sirvientas era. No se enteró de ello hasta que vio a la menor de las dos arrodillada junto al cadáver, con las manos en el rostro.

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