José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Huelga, huelga… La palabra llegó inmediatamente a oídos de la población.
Julio, al leer la noticia, llamó por teléfono al Gimnasio.
– Sois unos idiotas -dijo, sin preámbulo-. Me obligaréis a sacar las fuerzas de Asalto.
Le respondió Santi, que era el único anarquista que había quedado de guardia. Santi puso el auricular boca abajo e hizo: ¡Uh, uh!…
A los anarquistas de la ciudad se unieron inmediatamente los de la periferia, así como algunos descontentos por la premiosidad con que actuaba la UGT.
Cabía la esperanza de que el movimiento fuera caótico, sin sentido; pero ésta se desvaneció pronto. La huelga fue organizada según los métodos más ortodoxos. El Responsable entendía de aquello más de lo que el Inspector de Trabajo suponía.
Cosme Vila y Casal publicaron una nota dirigida a sus afiliados respectivos. «Acudid al trabajo, excepto en el caso de que los huelguistas usen de la violencia.»
El Responsable meditó un minuto largo… Sus hijas estaban a su lado. «Si te rajas, te habrás lucido.»
El Responsable dijo: «A las doce en punto, todos reunidos en el puente de Piedra».
La orden fue cumplida estrictamente. A medida que se acercaba la hora, el grupo iba aumentando en número. Laura desde el balcón calculó en mil individuos los que se concentraban.
Los obreros que no se habían solidarizado con la huelga tomaban la cosa a broma. «Si no sacáis los tanques…»
Y, no obstante, pronto tendrían que cambiar de opinión. A las doce y cuarto, a una orden de Porvenir, cada grupo salió disparado hacia una dirección que le había sido fijada previamente. Unos carros se les habían anticipado, descargando en las aceras sacos de arena, piedras y ladrillos. A la vista de este material el entusiasmo de los amotinados creció. El Responsable movía sus ojos a uno y otro lado.
En un santiamén, ante cada puerta de fábrica y taller, brotó una barricada. Las piedras y los ladrillos estaban en el suelo, al alcance de la mano.
Entre los edificios ocupados se contaban la Central Eléctrica más importante de la ciudad, la Fábrica de Gas y el Suministro de Agua, si bien el Responsable había ordenado que de momento se asegurara el funcionamiento de estos Servicios.
La ciudad entera quedó asombrada ante aquella súbita demostración de fuerza. Cosme Vila y Casal comprobaron que ni un solo establecimiento industrial había sido olvidado. «Por lo menos el fichero de que disponen es tan completo como el nuestro», admitieron.
Los más asombrados… los Costa. Los Costa se dieron cuenta de que a ellos no se les exceptuaba ni se les diferenciaba de patronos monárquicos como don Pedro Oriol. La fundición fue bloqueada, así como las canteras y los hornos de cal. Entonces comprendieron la alusión del cantero el día de la comida de hermandad. Sin embargo, no era cosa de permitir que los pisotearan. «Vamos a poner los puntos sobre las íes.»
Los Costa visitaron a Julio. Julio los recibió acariciando a Berta, lo cual los dejó perplejo. Los dos industriales ilustraron a Julio sobre las pérdidas que para ellos y la ciudad acarraería aquella huelga estúpida. Julio les contestó:
– No puedo decirles sino una cosa. Hablaré con el Comisario, con el Alcalde, con todo el mundo. Intentaremos hacer entrar en razón a los huelguistas. Sin embargo, he de recordarles que la huelga es un derecho, y que si se formó el Frente Popular fue para conseguir ciertas libertades. Siento hablarles así. No diría esto a cualquiera, pero estimo que dos diputados republicanos tienen suficiente preparación política para comprender que, un mes después de haber ganado las elecciones gracias a los votos de los obreros, no podemos dar orden de utilizar las porras si se extralimitan un poco.
– ¿Un poco?
– O mucho, lo mismo da. Por lo demás, a esos murcianos, por ejemplo, les impresionará muy poco el argumento de las pérdidas. Contestarán que ellos no han tenido nunca nada que perder.
Los Costa salieron más que inquietos y sólo su temperamento optimista les impidió tomar alguna intempestiva resolución. Sus esposas les dijeron:
– Nosotras, lo que haríamos es cerrarlo todo. Al fin y al cabo, con lo del Banco y lo de casa ya tendríamos para vivir. ¿Por qué no?
Anda, pensadlo. Nos iríamos a vivir a País. Los papás más que contentos con ese par de críos.
Un capítulo de responsabilidades se abría ante los Costa. En Izquierda República había mal humor por la huelga, por las noticias que traían los periódicos. Era cierto que en Toledo, Madrid, Cádiz, Granada, se multiplicaban las manifestaciones revolucionarias y en muchos otros lugares el fuego enlazaba uno a otro los campanarios. Los Costa decían que Azaña hacía cuanto podía para contener aquello, lo mismo que Indalecio Prieto. «Parece ser que Azaña . confía en Cataluña, Vascongadas y Galicia para que le ayudemos a mantener las riendas. Por eso concede el Estatuto y da todas las facilidades. Y, sin embargo, ya lo veis. Aquí mismo, tan moderados, se permite que hombres como el Cojo anden sueltos con ladrillos en la mano.»
A las setenta y dos horas de huelga el Inspector telefoneó a Julio:
– El Responsable acaba de mandarme un ultimátum.
– ¿Qué ha hecho usted?
– Nada. No transigir.
Julio le felicitó; y, sin embargo, la respuesta del Comité de Huelga fue fulminante: se dio vuelta a las llaves. La electricidad, el gas y el agua fueron cortados.
El triple corte provocó la mayor confusión que se recordaba en la ciudad. Todo quedó a oscuras. El inspector intentó telefonear de nuevo a Julio. Las tiendas cerraron en el acto, los grifos de los lavabos dejaron caer su última lágrima, en las cocinas se oían las más extravagantes maldiciones.
El Comisario, Cosme Vila y Casal opinaron que la insolencia pasaba de la medida.
A Casal, el apagón le sorprendió en el momento en que ultimaba la tirada de El Demócrata . La máquina paró en seco y las bombillas se apagaron. El aprendiz del taller encendió una vela. ¿Qué ocurría? En realidad, se encendían velas en todas partes. Casal comprendió en seguida de lo que se trataba y salió a la calle, dirigiéndose a la UGT. Al entrar en el local recibió una impresión fortísima, pues le pareció que entraba en una iglesia, dado que David y Olga habían ido a comprar cuatro velas. Lo mismo ocurría en la Jefatura de Policía y en el Partido Comunista. El despacho de Cosme Vila parecía un altar, en el que Stalin era el santo, pues su retrato se hallaba rodeado de velas.
Casal y Cosme Vila se pusieron inmediatamente al habla, acuciados, además, por Julio, a quien doña Amparo Campo había ido a ver diciendo: «¡Te irás a cenar al restaurante! Sin agua no se puede cocinar».
Cosme Vila comprendió que el Responsable, por encima de los lamentos de las amas de casa, estaba a punto de conseguir un éxito rotundo, pues la reacción en general era favorable. Se hubiera dicho que el propósito anarquista de llevar las cosas hasta el fin se contagiaba incluso a personas a las que todo aquello perjudicaba. Se oían frases sintomáticas. «Desde luego tienen razón. La Fábrica Soler ganó en 1935 seis millones de pesetas.» «Si las autoridades no intervienen es porque comprenden que están en falso.» «Vale la pena estar unos días sin agua si a fin de año le dan a uno un cheque…»
Cosme Vila le dijo a Casal:
– Ya sabes mi criterio. Los anarquistas son una pandilla de bandoleros. Os dije que los tratábamos con demasiadas contemplaciones. Ahora, desde luego, se ha terminado. Tú verás si me sigues. Yo, desde luego, pienso pedir fuerza armada y salir en su busca.
Casal frunció las cejas.
– No comprendo -dijo-. ¿Qué te propones?
– Que el lunes, a las ocho en punto de la mañana, tus afiliados y los míos vayan a trabajar, cueste lo que cueste.
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