José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Entre las personas más eufóricas se contaban evidentemente David y Olga. Olga había vuelto a peinarse como era debido y había vuelto a ponerse su jersey de cuello alto. Les seducía la Inspección del Magisterio, de la que ahora eran responsables, y a ella dedicaron lo mejor de su tiempo.
Recabaron informes de todos los maestros de la provincia y las conclusiones a que llegaron fueron desoladoras. Por un maestro que cumpliera con su deber, veinte vivían con la rabia en el cuerpo, porque el sueldo era ínfimo o porque en el pueblo los padres preferían que sus hijos trabajaran en el campo. Muchos de ellos vivían prácticamente abandonados, no recibiendo dinero ni siquiera para comprar tiza y el edificio de la escuela se caía de puro viejo. Los maestros de la zona fronteriza se lamentaban doblemente, pues «en Francia, aldeas de cuatro casas tenían maestro, bien pagado, con escuela decente y todo cuanto le hacía falta.» David y Olga les dijeron: «Id tranquilos, esto se arreglará».
Luego les tocó el turno a los establecimientos de enseñanza religiosa.
– Es increíble -le contó David a Julio, después de la visita de inspección-. Las monjas y demás destinan hora y media a rezos, religión, etcétera… Sus libros de texto están plagados de exageraciones, imponen castigos absolutamente absurdos. Y esos hábitos que llevan, con crucifijos en el pecho, y esas alas almidonadas que obsesionan a los alumnos. Lo que ocurre en las Escolapias es algo indescriptible. En la iglesia separan las alumnas pobres de las de pago. Éstas son las primeras en la fila y, desde luego, a poco que estudien tienen aseguradas buenas notas. Las Dominicas son, más que nada, infelices. Casi ninguna tiene el título de maestra. Representan sainetes y comedias con ángeles y diablos, y a los diablos, naturalmente, se les cae la cola. Las del Corazón de María, son inteligentes, pero de un fanatismo recalcitrante. Sólo las Carmelitas realizan una labor eficaz, cuidando de pequeñas desamparadas. Pero desde luego basta ver el carácter de letra de las alumnas para darse cuenta de la educación que reciben. Son letras anémicas, sin ímpetu. En los Hermanos de la Doctrina Cristiana hemos descubierto, de paso, un caso de homosexualismo: el sacristán. Los Maristas se parecen a las Escolapias. En fin, si la Generalidad nos da permiso, pondremos las cosas en su punto.
Julio preguntó:
– ¿Qué solución sugerís?
– Primero, examen de competencia a todas las monjas y frailes que no tengan título; y luego, prohibición del hábito.
Esto último constituyó el aspecto más doloroso de la reforma emprendida. Las personas afectadas sintieron como un golpe en el pecho. Hubo monjas que no acertaban a vestirse, a calzarse las medias, a ponerse las ligas Las que llevaban el pelo cortado al rape daban la impresión de salir del tifus; por el contrario otras al quitarse la toca, descubrieron en sí mismas hermosísimas cabelleras. Los Hermanos Maristas consiguieron un traje negro cada uno, pero rechazaron el cuello duro, pues les daría aire de pastores protestantes. Hubo jaculatorias, lágrimas, vergüenza. ¡Señor, cuánta humillación! Cuando Pilar subió al Corazón de María y vio a sor Beethoven, que sin el hábito no sabía andar, soltó una carcajada.
Tocante al examen de competencia, el número de aprobados fue escaso. Dos tercios de los profesores examinados fueron declarados ineptos.
Había gente que consideraba todo aquello un atentado. Carmen Elgazu dijo: «Ya volvemos a las andadas. Lo primero que hacen es perseguir la religión». Don Emilio Santos temía que en definitiva toda la labor del Frente Popular se limitaría a eso: a perseguir a los curas y a los guardias civiles. «Tal vez algún tiro contra algún capitalista; pero nada positivo.»
Don Santiago Estada encontraba mil motivos de crítica, lo mismo que el subdirector. Ignacio le decía a éste: «Ya, ya, pero ustedes se han pasado dos años con todos los triunfos en la mano, sin hacer nada».
Lo que más asustaba a las personas que querían mantenerse ecuánimes eran las andanzas de Cosme Vila, por un lado, y el Responsable por otro. Del local del Partido Comunista salía una especie de rumor constante, y continuamente había gente de aspecto hosco que subía y bajaba las escaleras. Se veía que estaban muy seguros de sí y que hacían caso totalmente omiso de los demás partidos y de las autoridades. Se detenían en cualquier sitio, echaban fuera a los demás y pegaban un cartel. Subían por los pisos y clavaban banderas en los balcones. Improvisaban pequeñas manifestaciones, y cuando lanzaban un «muera» se quedaban mirando a los transeúntes, conminándoles a que lo rubricaran. Jaime le aseguró a Matías Alvear que en ciertos barrios extremos algunos comunistas entraban en las panaderías y otros establecimientos, pagando la mercancía por medio de un vale que dejaban sobre el mostrador. «El día menos pensado -añadió- se lanzarán a la calle y se armará la de San Quintín.»
Los anarquistas parecían adoptar otra táctica. El Responsable aseguraba que a la CNT lo que le interesaba era el problema social. «Menos bravuconadas y más eficacia.» Según le contó el Rubio a Mateo, el Responsable preparaba una serie ininterrumpida de huelgas hasta que las condiciones de los obreros cambiaran totalmente. «Casal -dijo- también proyecta algo en este sentido pero al parecer espera que el nuevo Inspector de Trabajo, que tiene que llegar de Madrid, esté aquí; en cambio al Responsable esto le tiene sin cuidado.»
Por otra parte, los anarquistas habían manifestado su disconformidad por el nombramiento del nuevo alcalde, el arquitecto Massana. «Con él todo quedará como antes. Arbitrios municipales y demás monsergas. Hasta por montar en bicicleta hay que pagar, lo mismo que por tener un perro.»
Y, no obstante, Gerona estaba mucho más tranquila que otras ciudades, según los informes que recibía Julio García. En Madrid habían sido incendiadas las iglesias de Santa María, de Nuestra Señora de la Misericordia, y algún convento de frailes. En Valencia, al parecer, hubo una verdadera batalla campal, con gran número de muertos. En Alicante, a causa de la huida del gobernador, se había adueñado de la ciudad un individuo llamado Botella y Pérez, quien, saliendo al balcón, había dicho a la multitud: «Compañeros, os dejo entera libertad para hacer lo que queráis; sois dueños de todo». Al lado del señor Botella se había instalado el camarada Milán, Jefe local del Partido Comunista, quien organizó en el acto el asalto a todos los comercios, iglesias y aun domicilios de personas derechistas, respetando sólo las vidas, lo mismo que en Yecla y en otros lugares. Julio, mientras archivaba estos informes, le decía a su fiel colaborador, el agente Antonio Sánchez: «Son las explosiones inevitables en los primeros días. Luego todo se arreglará». Los Costa confiaban en que en Gerona se conseguiría encauzar las cosas en seguida.
La única persona que se atrevió a protestar públicamente contra las medidas tomadas en los establecimientos de enseñanza religiosos -especialmente contra la prohibición de llevar hábito- fue mosén Alberto. Publicó un artículo en El Tradicionalista acusando al Ministerio de Instrucción Pública en abstracto, y a David y Olga en concreto, de «enemigos de la libertad», y de que no cumplían las promesas de tolerancia formuladas antes de las elecciones. Y luego dijo desde el púlpito:
– Cierto que la obligación de los cristianos es acatar la autoridad. Pero cuando la intención de tal autoridad es manifiestamente la de perseguir a los representantes de la Iglesia e impedir el normal desenvolvimiento de sus actividades, la desobediencia es lícita.
Estas palabras, apenas pronunciadas, fueron consideradas por todo el mundo como un tremendo error. En efecto, pronto llegaron a oídos de la ciudad, y se levantaron varias voces diciendo que prácticamente constituían una invitación al motín. Entonces volvió a asegurarse que en el Museo que regía mosén Alberto se habían encontrado, cerca de la vitrina de casullas venerables, dos escopetas de dos cañones.
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