José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Octavio rubricó las palabras de Mateo, y cumplió su orden. El muchacho, en Hacienda, había expuesto la misma teoría que el jefe: «Ahora empieza nuestro triunfo». Los viejos funcionarios se quedaron perplejos, y una vez más le tomaron por loco.
Haro y Roca, en aquella sesión, demostraron ser valientes. Roca dijo: «Ya veréis cómo aumentarán mis alumnos de inglés. Siempre que la cosa anda hacia la izquierda, aumenta el número de alumnos de inglés». Conrado Haro veía esfumarse su posible ingreso en la Marina. El hijo de don Jorge introdujo el índice de su mano derecha entre el cuello duro y su piel.
Por su parte don Emilio Santos llamó a Mateo, cuarenta y ocho horas después de las elecciones, y le dijo:
– Hijo mío, en Cartagena, tu hermano está en la cárcel. -Le enseñó una carta. Luego añadió-: Yo me siento viejo. Ya sé que mis canas te importan menos que otras cosas, pero es lo cierto: me siento viejo. Tengo la impresión de que ni tú ni yo volveremos a ver a tu hermano; tú aquí… deberías procurar que no me quede solo.
Todos aquellos acontecimientos colectivos agotaron a Ignacio, porque no conseguía penetrar en su secreto. Había algo que le decía que no valía la pena adscribir el destino individual a aquellas mutaciones. «Tal vez tengan razón los que contemplan la multitud desde los tejados.» Le parecía que los hombres se iban transmitiendo la vara de mando unos a otros, relevándose en la venganza. Apenas unos conseguían llegar a la cima, abajo empezaba a oírse el rumor de los que aspiraban a derribarlos. Cabía tomar dos actitudes: dejarse llevar por el río o convertir el cerebro en una isla, el pecho en un frontón. Irse a la Dehesa y exclamar: «¡Mataos, yo viviré por mi cuenta, cerca de las hojas verdes!» Acaso existiera una tercera actitud: participar con los demás en la historia, pero sin entregarse a ella por entero, reservarse algo independiente e individual dentro de uno mismo: la facultad de juzgar… o los latidos del corazón.
En realidad, lo que le ocurría a Ignacio era esto: que sentía que el corazón le pedía paso a través de las urnas y las luchas ideológicas.
Era inútil combatir contra él oponiéndose prejuicios, obsesión de clases, política. Inmerso en la multitud, llegaba un momento en que se sentía solo; conseguida la soledad, necesitaba compañía. Y comprendía que todo esto no le ocurría por azar, sino que lo provocaba un agente exterior que montaba guardia frente a él como los socialistas frente a los colegios electorales. Ser que le guiñaba el ojo desde el otro extremo de cualquier calle a la que desembocara. Agente que se iba agigantando, y que de repente se perfilaba y tomaba la breve forma de Marta.
Sí, ya era hora de confesárselo. Estaba enamorado de Marta hasta los tuétanos. De Marta, discreta, de pies pequeñísimos; de Marta, un poco más crecida que Pilar y menos que él; de ojos graves. Con su cabellera partida en dos, con su flequillo. A pesar de montar a caballo y ser hija del comandante Martínez de Soria.
Agotado de discusiones en el Banco, en dura lucha contra las asignaturas de segundo curso que el arte del profesor Civil le hacía llevaderas, se dijo que para avanzar en el camino de la vida le faltaba el acicate de un alma que estuviera próxima a la suya por milagro, y que esta alma era, en efecto, la de Marta.
Todo ello era hermoso dado que tenía la convicción de que por su parte Marta esperaba el momento. Si no, ¿a qué su perseverancia en visitar el piso de la Rambla, los repentinos silencios de la muchacha cuando él se hacía el distraído, la melancolía que varias veces le sorprendió en la mirada, al volverse hacia ella? Y, sobre todo, ¿cómo explicar que el último día del año que murió, al cumplir él los veintiuno de su vida, Marta se le acercara y le dijera: «He tardado dieciocho años en conocerte; no estaré satisfecha hasta que lleve otros tantos conociéndote»?
Ignacio, pensando en todo aquello, se sugestionaba. Al despertarse decía: «La quiero». Al dirigirse al Banco repetía: «La quiero». Al oír las campanas pensaba: «Yo he tardado en conocerla veinte años. Tampoco estaré satisfecho hasta que hayan transcurrido otros veinte».
Una mañana la llamó por teléfono. Nunca había oído la voz de Marta al teléfono. La atención con que ésta le habló le descubrió que la muchacha debía de estar siempre como esperándole, pues sus primeras palabras revelaron sorpresa, pero no desconcierto. En efecto, Marta le habló como si lo realmente importante para ella radicara en hablar con él, aunque fuera a media mañana, aunque para ello tuviera que dejar su cuarto sin arreglar. Ignacio le pidió que salieran juntos, aprovechando que era sábado y que él no tenía clase. Salir solos, como la víspera de Reyes, en que fueron a ver los farolillos y la cabalgata, y descubrieron que su amigo el Rubio, ¡el Rubio!, hacía de Rey Negro, montado en un magnífico caballo pardo, desde el cual los saludó y aun los bendijo, prometiéndoles con ello mil juguetes -mecanos, muñecas, bicicletas- y quién sabe si el juguete de un porvenir vivido juntos, uno al lado de otro, en perfecta comunión.
Marta aceptó, y salieron, llenando el sábado de íntimo y mutuo entusiasmo. Y luego salieron toda la tarde del domingo, sin contar con que por la mañana se vieron en misa, en compañía de Mateo y Pilar. Y luego las salidas continuaron, dándose cuenta uno y otro de que en realidad les hacía falta poca cosa para ser dichosos: estar juntos, nada más. Estando juntos, el tiempo cobraba un sentido pleno, los muros daban la impresión de poder ser atravesados, los pies danzaban en el suelo con un tintineo gnómico, de seres libres; y, sobre todo, el buen humor, intercalado entre instantes de emoción y ternura. Cualquier incidente les hacía gracia y los obligaba a juntar sus respectivos meñiques: un coche que pasara llevando muchas maletas en el toldo, con una de ellas a punto de caerse; un perro sin rabo, los pájaros filosóficamente sentados en los hilos telegráficos. Esto les gustaba especialmente: los postes telegráficos. Ignacio se acercaba a ellos, aplicaba el oído, invitaba a Marta a hacer lo propio y al oír el zumbido trasmisor exclamaba: «¡Exacto! ¡Es mi padre, que está hablando desde Correos!» Un día Marta sacó de su bolso un espejo pequeño, redondo. Ignacio, al verlo, lanzó una exclamación de júbilo. Pegó su cabeza a la de Marta, y ambos se esforzaron por caber dentro del círculo. Se rieron lo indecible porque no lo conseguían. Marta preguntó: «¿Lo tiro al río?» Ignacio contestó: «Se lo merece». Marta lo hizo, y uno y otro contemplaron cómo el agua engullía el círculo en el que acaso vivieran todavía las dos mitades de sus rostros.
Marta creía a ciegas que Ignacio llegaría a ser todo un hombre, «Sólo le falta canalizar todas las energías en una sola dirección…» Lo que más le gustaba era subir con él a la Catedral y a las murallas. Mucho más que sentarse en el taburete de un bar. Le parecía que allá su amor cobraba solemnidad, que en realidad no era reciente. A veces llegaba a sentirse un personaje histórico.
Ignacio accedía a su deseo. Y en cuanto se encontraban rodeados de piedras y hiedra, agradecía al Señor que la aventura de las piquetas derribando murallas no hubiera sido más que un sueño. En el camino del Calvario, el muchacho se emocionaba más de la cuenta, pues recordaba a Carmen Elgazu avanzando por él con el rosario colgándole de los dedos. Y en cuanto llegaban a la ermita, eternamente esperando, Ignacio juntaba su mano a la de Marta, entrelazando los dedos, y ambos contemplaban el valle. Toda la historia de la ciudad, y su propia historia, el neto cielo mediterráneo y aquellos verdes que ni siquiera en invierno morían del todo, les unían en un solo ser, capaz de vencer todos los obstáculos.
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