José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Don Santiago Estrada parecía no comprender.
– Pero ¿están pegando a alguien?
– Pues… los dispensarios están llenos.
– ¿De los nuestros…?
– Monjas, etcétera. Sería necesario que fuera usted a ver.
La esposa de don Santiago se horrorizó. «¡Por Dios, ve con cuidado!» -le dijo a su marido, al ver que éste se ponía el abrigo. El Jefe pidió el sombrero y salió. Y una vez en la calle, se dio cuenta en seguida de que nada iba a ser fácil, de que la calma de los últimos días había sido aparente, tal vez obedeciendo a una consigna. Y desde luego, las incursiones de Teo por un lado y de Porvenir por otro no eran lo peor. Lo peor era la súbita exaltación que al parecer se había apoderado de los militantes socialistas. David y Olga en persona, y docenas de los suyos, montaban guardia en las calles adyacentes a las urnas, y al menor incidente se consideraban provocados y llenaban de insultos a los electores.
– Cerca de la Catedral, Olga ha asido del moño a una mujer que llevaba la papeleta en una mano y la mantilla en la otra, y la ha obligado a retroceder.
Don Santiago suponía que se exageraba. Imposible. El Frente Popular se había unido en forma muy artificial, y nada había hecho prever una acción conjunta.
Llegó al Colegio electoral de la Rambla y recibió una dolorosa impresión. Sus muchachos, con el brazal de la CEDA, andaban bajo los arcos como pequeñas fieras enjauladas, sin atreverse a acercarse a la cola de votantes. Muchos ferroviarios estaban sentados en el suelo, con un periódico en la mano. Vio a Rosselló -cinco flechas en el pecho- acompañando a un herido con la ayuda de un guardia urbano. Julio García discutía con una persona desconocida, que llevaba sombrero y bastón. Por encima de la cabeza del policía, y sobre la fachada, un gran cartel con la efigie de Joaquín Santaló.
La Rambla había quedado inundada de retratos del muerto. Los llevaban en carteles. La firma de éstos decía: «Paco».
Mas arriba, hacia los cuarteles, las banderas catalanas cubrían gran número de balcones, así como la barbería entera de Raimundo. Muchos militantes de Izquierda Republicana llevaban tirillas prendidas en la solapa: «¡Viva Cataluña Libre!» «Por la libertad de Cataluña». «El pueblo catalán quiere vengar a sus mártires de octubre».
En unos Colegios reinaba la calma, en otros se gritaba: «¡Viva Rusia!» Don Emilio Santos había conseguido llegar a la urna sin que le molestasen. Matías Alvear había votado de los primeros, a las ocho de la mañana, cuando la Rambla estaba aún desierta.
Don Santiago Estrada se dirigió al Colegio de su barrio, votó y luego subió al local. ¿Y en los pueblos? -preguntó-. Las noticias de los pueblos eran más tranquilizadoras. Alguien dijo:
– El que se está ganando la plaza es el chaval ese de la CNT, Santi.
El subdirector asintió con la cabeza. Le había visto actuar. El chico llevaba sus puntiagudas botas de costumbre, y en cuanto veía un cura -mosén Alberto sabía algo de ello- se le acercaba por detrás y le pegaba una patada en la espinilla.
La mañana fue creciendo. De vez en cuando pasaban camiones con gente desconocida que gritaba: «¡Viva el Frente Popular!» Los militantes de Izquierda Republicana habían salido en bloque, colocándose estratégicamente. No insultaban a nadie. Fumaban, se frotaban las suelas de los zapatos en el borde de las aceras, viendo a sus aliados poner en práctica la teoría de la acción directa. Muchas familias circulaban de prisa, cogidas de la mano. Las azoteas estaban llenas de mirones. Desde aquella altura, las escaramuzas callejeras tenían algo de riñas entre insectos. De vez en cuando aparecía un poco de sangre en el empedrado, originando un gran tumulto.
El ser más asombrado ante el espectáculo, era don Santiago Estrada. El más seguro de lo que acontecía, Cosme Vila. El más lleno de curiosidad, el doctor Relken.
Olga, sin saber cómo, había perdido el dominio de sí. Recorría la ciudad en todas direcciones, seguida por algunos de sus alumnos. Cerca de la estación vio detenerse un taxi del que se apearon varias personas enfermas, protegidas por muchachos de la CEDA. Reconoció en ellas a varias monjas escolapias, las más encarnizadas enemigas de la «Escuela». Habían hecho gran campaña contra Olga y David. Al ver que incluso habían alquilado un taxi para que votaran las paralíticas, Olga cometió un acto que a ella misma luego la sorprendió. Se les acercó y las llamó «¡cochinas!» Los dos muchachos de la CEDA se aproximaron retadoramente. Entonces apareció David, y a su lado media docena de militantes de la UGT. Entretanto, las monjas habían puesto pie en la acera y miraban atónitas a uno y otro lado. David ordenó a los chicos de la CEDA: «¡Ale, lleváoslas; será mejor!» Ellos se dispusieron a obedecer, pero una de las monjas, repentinamente decidida, se abrió paso y entregó la papeleta al arquitecto Massana, que presidía la mesa. Entonces el propio David cedió el paso a las demás.
Tal vez los más fieles a su verdadero temperamento fueran los Costa. Los Costa habían ordenado el reparto de retratos de Joaquín Santaló, y hacia el mediodía, al ver que la cosa tomaba un giro favorable, sacaron otra oleada de retratos del Negus, que fue recibida con un clamor general de entusiasmo. Por lo demás, se mostraron liberales. Sus esposas, que acababan de dar a luz con pocos días de intervalo, quisieron votar y ellos pusieron un coche a su disposición. Sabían que votarían por las derechas, pero no importaba. Dijeron: «Cada cual es cada cual».
El más chulo de los derechistas fue el teniente Martín. Con su flamante uniforme se acercó al Colegio de la plaza de los cines y se encontró cara a cara con el Responsable y su sobrino el Cojo, el cual se había puesto el pañuelo rojo y, para aquella mañana, le había pedido prestada la calavera a Porvenir. El teniente dijo, sin gritar: «¡Viva España!» Aquello no venía a cuento. El Responsable le miró y al cabo de un rato escupió. Entonces el teniente se llevó las manos al sexo. El Responsable volvió a escupir y luego, dando media vuelta, echó a andar. Era una cita en el tiempo. El Cojo, desde lejos, le mostraba al teniente la calavera, y le señalaba a él con el dedo.
El comandante Martínez de Soria votó sin dificultades, acompañado de su esposa. Mosén Francisco se negaba a votar. El párroco de San Félix se lo ordenó y él obedeció. Don Jorge quiso que le acompañara su hijo mayor, el falangista. Éste dijo:
– De acuerdo, pero yo no votaré.
– ¿Cómo?
– Falange no cree en partidos -contestó el chico.
Don Jorge le pegó una tremenda bofetada y ordenó a su esposa:
– Que Jorge no salga de su cuarto.
La agitación aumentó al correr el rumor de que los militares iban a asaltar las urnas para impedir que se hiciera el escrutinio. Verdaderos cordones de hombres protegieron los alrededores de los Colegios. Algunos pedían armas, otras las llevaban ya. Llegaron las primeras noticias anunciando que el Frente Popular obtenía la victoria en los pueblos, y aquello originó nuevos clamores de entusiasmo. «Son bulos. No hay tiempo para saberlo todavía.»
A última hora de la tarde Porvenir, que se había tomado media botella de coñac en el Cocodrilo, vio a Gorki y a la mujer del Comité Ejecutivo del Partido Comunista pegando carteles de Stalin. Se les acercó y gritó: «¡Rusos! ¡Malos españoles! ¡La madre que os p…!» La valenciana contestó: «Ya nos veremos las caras, chulín». Y de un brochazo imponente incrustó al Jefe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en el portal de Liga Catalana.
El profesor Civil contemplaba desde su balcón los movimientos de la masa. «Nuestra juventud fue menos agitada», le dijo a su mujer.
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