Encontró a Cosme Vila absorto en la contemplación de su hijo, que todavía no decía ni papá ni mamá, ni Stalin, ni andaba. El comedor era pequeño, y en su centro la mongólica cabeza de Cosme Vila parecía una gran bombilla. Era un piso que daba al río, como el de los Alvear, pero en el que nunca una caña de pescar había surgido de la ventana del comedor. Era húmedo y triste. Una de las sillas la ocupaba la esposa de Cosme Vila, que consideraba a éste un dios, dios que a no tardar -tal vez después de las elecciones- todo el mundo aclamaría, que repartiría campos y casas y riquezas a todos cuantos en la provincia hasta entonces se habían visto privados de ellos. En un rincón, ocupaban las dos sillas restantes los suegros del jefe, los guardabarreras. El suegro era un hombre alto y tímido, que cuando no tenía la banderita del paso a nivel en la mano no sabía qué hacer con ésta. La suegra no cesaba de mirar al pequeño.
– ¡Hola, Casal! Tienes mala cara.
– No creo. En fin, eso no importa.
– No tenemos nada que ofrecerte.
– No necesito nada.
Cosme Vila adivinó en seguida de qué se trataba. Pero no le hizo el menor caso. A él sólo le interesaba hablar de su Partido, de Teo, de Víctor, de Gorki, de Murillo, que andaba vendiendo imágenes al doctor Relken.
– Me interesan los míos, ¿comprendes? Tengo que levantar un edificio. Tengo que convencer a toda esa pandilla de que no se puede ser comunista y fabricar agua de colonia. Con Teo ya se firmó el contrato. Continuará conduciendo el carro y zumbando a los caballos, pero todo este material pertenece al Partido, así como los beneficios. Él vivirá y podrá comprarse una gorra de vez en cuando; pero Gorki se hace el remolón. Veo que te estás impacientando. No sé por qué diablos tienes siempre tanta prisa. Claro, has venido por lo tuyo; pero ya sabes mi opinión. El comunismo es poco sentimental. Compréndelo. A mí me interesan Teo, Gorki, Víctor y Murillo. Vosotros os pasáis la vida consultándoos y, entre tanto, los fanáticos avanzan. ¿Qué quieres hacer sin fanatismo? En el Arús yo veía que los que hacían dinero eran los fanáticos, eran los que contaban los duros como si fueran perlas. Tenían razón, desde su punto de vista. Yo tengo que llenar la provincia de fanáticos. Ya me van saliendo algunos, por la costa y el monte. Algún día organizaremos la marcha sobre Gerona. No te servirá de nada enseñar Aritmética. Antes tienes que convencerles de que es una asignatura sagrada y luego pegar un tiro al que se equivoque en una suma. Por eso, personalmente, amigo Casal, todos mis respetos. Siempre nos hemos llevado bien y mi mujer quiere mucho a la tuya. Pero este asunto de las elecciones, si te he de ser sincero, me carga. Me parece tan ridículo como creer que mi crío pueda opinar sobre la misión del Comité Ejecutivo. De modo que los argumentos sobran. Somos tácticos y la cosa está decidida. Nos uniremos con quien sea, con todos. Hay que abrir brecha. Nos uniremos con los Costa, contigo y aceptaremos los votos hasta de los limpiabotas anarquistas; pero óyeme bien. Nosotros vamos a lo nuestro. Personalmente, repito, todos los respetos.
Casal comprendió que a Cosme Vila le había molestado que fuera a verle a su casa. Quería dejar sentado que, allá o en el local, siempre era el jefe. Al tipógrafo todo aquello le parecía exagerado, y desde luego no facilitaba su labor.
No contestó. Sintió que los guardabarreras estaban orgullosos del discurso del yerno y que consideraban que era imposible añadir nada.
Casal sabía con quién se las había. «Bien, bien…», balbuceó y se puso a contemplar a su vez al crío. Y de pronto, sintió lástima por él. El crío había levantado un pie e intentaba comérselo. Tuvo la impresión de que la historia sería implacable con aquel puñado de carne. Cosme Vila le había hecho ingresar en el Partido sin pedirle la opinión. Era evidente que nadie le pediría la opinión jamás. Se irían pasando su pulgar de unos a otros para tomarle las huellas digitales; si algún día se negaba a ello o se equivocaba, le pegarían un tiro.
La esposa de Cosme Vila tenía los ojos encendidos. Cosía y sonreía, como su padre. Le preguntó:
– ¿Qué tal está tu mujer?
– Muy bien. Muy bien.
Y se hizo un silencio. El tipógrafo sufría. Aquello era tan difícil como tratar con generales.
– ¿Ya habéis cenado?
– No cenamos nunca. Hacemos una sola comida al día.
Casal se sentía desmoralizado. Hablaría con David y Olga. Los maestros eran realmente amigos. Olga una tesorera impecable. David y Olga le darían ánimos.
Cosme Vila le preguntó:
– ¿Te gustó la caricatura que publicamos en El Proletario ? ¿La de Mussolini y el Papa?
Casal contestó:
– No la vi.
– ¿No la viste? ¿No lees El Proletario ?
– La verdad… no.
A Cosme Vila le pareció natural.
– Obras con acierto. Son lugares comunes.
Hubo otro silencio. De pronto Cosme Vila dijo:
– ¿Sabes que tenemos una mujer en el Comité Ejecutivo?
– No, no sabía.
– Se la trajo Gorki. Es valenciana. Resulta increíble la perspicacia que puede tener una mujer.
Se detuvo. Casal se reclinó en la pared.
– Yo tengo a Olga.
– Eso es distinto. Olga es un hombre. En fin, ella y David han creado un sexo neutro. Para ser mujer hay que haber tenido hijos, como la tuya, la mía o esa valenciana, que ha tenido cinco. Estoy muy contento con ella, aunque Teo no le quita los ojos de encima y no sé lo que ocurrirá.
– ¿En qué sentido crees que te será útil?
– Pues… a veces uno tiembla. Tiene compasión, o qué sé yo. Entonces miras a esa mujer y te curas.
– ¿Tú te mueves por amor o por odio?
– Por disciplina.
Casal se mostraba irónico.
– ¿Crees que el hombre viene del mono? -preguntó, inopinadamente.
– ¡Ah! Eso me gusta. Creo en la evolución. En la evolución ciega de la naturaleza.
– ¿En la evolución hacia qué?
– He dicho en la evolución ciega.
Casal añadió, después de un silencio:
– ¿Qué consecuencias sacas de que tu hijo quiera comerse su pie?
– Que no tiene conciencia de que sus miembros son suyos, y que somos un saco de instintos.
– El día en que tenga esa conciencia, ¿qué habrá ocurrido?
– No hables más. Ya conoces mi opinión: las lágrimas son agua.
El suegro, alto y tímido, escuchaba boquiabierto. Era un hombre con una inmensa verruga bajo la oreja izquierda. Cosme Vila le había profetizado que llegaría un día en que en los pasos a nivel habría un centinela eléctrico que no se equivocaría jamás; luego, un paso más en la evolución, se suprimían los pasos a nivel. Todo serían pasajes subterráneos.
– Pero no temas -le había dicho a su suegro-. No te quedarás sin trabajo.
Casal contemplaba a la esposa de Cosme Vila, a su crío y a los guardabarreras. A su modo, constituían una familia ejemplar. El ideal los había unido. Para los suegros, el comunismo era un sueño romántico, estelar y perfecto. Para Cosme Vila a la vez un arte y una ciencia. Para la esposa, una forma sencilla de solucionar los problemas de la provincia y de llegar a esposa de emperador; para el crío una ininterrumpida sucesión de huellas digitales.
Cosme Vila le acompañó a la puerta. Le veía fatigado. Le ayudó a ponerse el abrigo. Le dijo:
– Recuerdos a tu mujer.
El despliegue de propaganda de unos y otros había convertido la ciudad en un campo de batalla. Los rencores políticos se unían a los rencores personales. Desde la mentira inocente hasta la calumnia todo era válido para conseguir unos cuantos votos. Una particular circunstancia acusaba el trágico relieve del momento que se vivía: el calendario señalaba Navidad.
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