José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Ignacio tenía, por fortuna, un abogado defensor en casa del comandante y no de valor escaso: Pilar. La muchacha continuaba adorando a su hermano; y contaba de él todo lo bueno que había y lo que no había. De modo que su opinión actuaba de contrapeso, sobre todo por lo que se refiere al comandante. El comandante quería enormemente a la chica. Cualquier cosa que ésta dijera le caía en gracia. La madre de Marta, oyéndola hablar de Ignacio, sonreía con cierta indulgencia; en cambio, el comandante levantaba el hombro y admitía, divertido: «De acuerdo, de acuerdo. Estoy convencido de que Ignacio vale mucho». A veces añadía: «Mucho más que el loco que tú has escogido».

En el fondo, el comandante tenía celos a este loco, a Mateo. El hombre consideraba que Pilar era una criatura deliciosa. Le gustaba verla, hacerla ruborizar y tocarle la barbilla. Generalmente la piropeaba; pero a veces le interesaba también conocer su opinión sobre asuntos serios que en aquellos momentos ocupaban su espíritu. Siempre decía que Pilar era más aguda de lo que aparentaba. «Ale, basta de tu hermanito y escucha lo que te digo. ¿Qué opinas del doctor Relken?» Un día en que el parte de guerra había sido particularmente movido, le preguntó qué opinaba del conflicto italoabisinio.

– ¿Yo…?

– Sí, sí. Tú… tú misma.

Pilar puso cara seria.

– Pues… que si fueran los ingleses los que hubieran atacado todo el mundo lo encontraría muy bien.

El comandante soltó una carcajada. A la legua se veía que aquello no había salido de su cerebro. El comandante se confirmó en la idea de que Pilar valía mucho.

– Ahí está lo terrible del caso -comentó luego con su esposa-. Ignacio me parece muy bien para Marta, pero Pilar en manos de Mateo quedará hecha trizas. Ese loco no le hablará más que de Gibraltar y olvidará decirle que el abrigo que ha estrenado es bonito.

En cuanto a la chica, correspondía al comandante. En su casa hablaba con frecuencia de él. Decía que era mucho más sencillo de lo que la gente creía. Entre otras cosas le quería porque le preparaba, a escondidas, unos cocktails que ni las artistas de cine. Lo único que no le perdonaba era precisamente eso, que siempre la tomara con Mateo.

– Menos mal que tiene simpatía a Ignacio -decía siempre.

Un día, añadió, dirigiéndose a Matías Alvear:

– No hace como mosén Alberto, que les ha declarado la guerra a los dos chicos.

– ¿A los dos…?

– Sí, sí. A los dos.

– A ver si te explicas.

– Pues… muy sencillo. Aquí, que si el paganismo alemán y qué se yo. En casa de Marta, les aconseja que tiren a Ignacio escaleras abajo.

– ¡Válgame Dios! -Matías Alvear se sulfuró. Tenía su opinión sobre Mateo, pero no admitía que nadie se mezclara en aquel asunto.

En la primera ocasión propicia echó la silla para atrás y le dijo a mosén Alberto entre bromas y veras:

– Mosén… ¿Es que le disgustaría que Carmen Elgazu y yo llegáramos un día a ser abuelos…?

Bruscamente, se produjeron fisuras en la felicidad de los Alvear. Y fue precisamente por culpa de Mateo. Alguien les comunicó:

– Los falangistas se marchan voluntarios a Abisinia.

La familia quedó perpleja. No acertaban a dar crédito a aquellas palabras, pero la comida fue silenciosa, y todos esperaban la llegada de Mateo para interrogarle, de frente y sin ambages.

Cuando Mateo llegó, por la noche, notó algo especial. Y al oír la pregunta en boca de Matías contestó, sin inmutarse:

– En efecto, se habló de ello. En Madrid, León y Sevilla quería formarse una falange y acoplarla a una compañía de Camisas Negras; pero al final se ha convenido en que en estos momentos España nos necesita. De manera que se desistió.

Pilar preguntó:

– Pero… ¿tú te habrías alistado?

El muchacho contestó:

– Desde luego.

Pilar no pudo abrir la boca. Se levantó de la silla, entró en su cuarto y se echó sobre la cama con una suerte de desesperación; en cuanto a Matías Alvear, sintió que una ola de indignación le cubría el pecho. Se levantó a su vez y cruzó el comedor. Al llegar al umbral se volvió y dijo, liando un cigarrillo:

– Bien… se hablará de este asunto.

La segunda fisura en la felicidad provenía de Ignacio. Ignacio volvía a estar de mal humor…

Pilar opinaba que era a causa de la guerra de Abisinia. En casa de Marta había dicho: «En mi familia, papá está por los negritos. Se nota porque escucha la radio. A mamá, le dan mucha lástima, pero la bendición del Padre Santo la dejó turulata; pero desde luego el más fanático es Ignacio. Dice que los italianos son unos "agresores" y que después de esto querrán lo otro y luego lo otro, y que no sé qué de las Somalias. Y que todo proviene del exceso de natalidad. En fin, que vuelve a estar de mal humor y muy preocupado por la política».

Aquel día, cuando después de la declaración de Mateo, Carmen Elgazu entró en el cuarto de Pilar, Ignacio se recostó en el comedor, en la silla para atrás y preguntó al falangista:

– De modo que si no te marchas a Abisinia es porque España te necesita…

Mateo le sostuvo la mirada y contestó:

– Así es.

Ignacio movió la cabeza de arriba abajo.

– No te importaría nada disparar unos cuantos tiros… -prosiguió.

– Pues… me importaría. ¡Cómo no! -Mateo añadió-: Pero lo haría.

Ignacio tampoco insistió, y en ello siguió el ejemplo de Matías Alvear. Tomó los libros de Derecho que estaban encima de la mesa; Mateo se levantó a su vez, y le imitó. Éste no supo si llamar o no al cuarto de Pilar. Finalmente no lo hizo y ambos muchachos partieron hacia la clase del profesor Civil.

Mateo, una vez en la calle, echó a andar con seguridad. Sus pasos parecían seguir un ritmo militar; por el contrario, Ignacio caminaba pensativo y como dudando, con movimientos inciertos.

Pasaron dos postulantes: «Para la viuda de Joaquín Santaló…» En tos balcones, muchas banderas a media asta, como la de Cosme Vila. Corriendo, les rozó Santi, con sus pies inmensos. Llevaba un sobre en la mano.

Sí, desde hacía unas semanas la excitación de la ciudad infundía a Ignacio un extraño desasosiego; ahora los rítmicos pasos de Mateo le penetraban el cerebro.

Mateo a su lado monologaba:

– Sí, ya veo que esto ha caído mal. Lo siento. Somos, ni más ni menos, una pandilla de asesinos. ¡Voluntarios a la guerra, a matar negritos! ¡Qué horror! Como si hubiera algo grande en el mundo que se hubiera hecho sin el empleo de la fuerza.

«Para la viuda de Joaquín Santaló, para la viuda de Joaquín Santaló.» Más banderas a media asta. Santi volvía a pasar corriendo, sin el sobre, los sin trabajo sentados en la acera del café Cataluña.

– Otros han ocupado medio mundo, pero a Italia hay que condenarla al hambre. Nación latina ¡no faltaba más! ¡Ah, los pacíficos y civilizados etíopes! ¿Sabías que muchos de ellos todavía comen carne humana? Sería divertido que León Blum y Azaña y algunos más de sus apologistas aterrizaran por allá, por el interior. Los tostarían con un cuidado especial, en agradecimiento a sus discursos. Claro, claro, hay que defender a los pueblos pacíficos. Radio Londres así lo dice y aquí nos lo creemos. ¡Lo que se está ventilando es la ruta vital del Imperio inglés!; y somos capaces de defenderla con oro del Banco de España.

Ignacio no decía nada. Se había levantado las solapas del abrigo y apretaba los libros de Derecho contra sus costillas.

Llegaron a casa del profesor Civil. Ignacio sentía una pena honda. ¿Adónde iría Santi con su sobre? Tal vez a otro acuario. Su crueldad, por fin descubierta, no era la única. Otros chicos de su edad crecían con instintos parecidos. Algo profundo se rompía en los espíritus. Sobre la mesa del profesor Civil, El Tradicionalista .

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