José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Pero lo importante eran las elecciones. Los partidos derechistas estaban seguros de la victoria. Sobre todo la CEDA. Gigantescos carteles de Gil Robles iban siendo pegados en todas las paredes de la provincia, y lo mismo ocurría en toda España. Mítines… camiones con altavoces, globos representando a Gil Robles, las bufandas preparadas para ser repartidas en el momento oportuno… «¡Por los trescientos! ¡Viva el obrero honrado! ¡Éstos son mis poderes!» Pronto se vio que las consignas elegidas eran tres. Primera, exaltación del jefe, Gil Robles. Segunda, dignificación del obrero honrado. Tercera, el insulto sistemático a la oposición.

En los mítines se atacaba a los revolucionarios de Octubre, se refrescaba la memoria de los ciudadanos referente a los asesinatos de Asturias, se publicaban datos sobre el desconcierto que trajo consigo el primer Gobierno de la República.

El subdirector le decía a Ignacio:

– ¿Quién podrá resistir a una campaña semejante? La gente no es tonta. Los que tienen, querrán guardar. La clase media aspira a ver la peseta estabilizada. Y en cuanto a los obreros, salvo los ciegos, los demás están más que hartos de promesas.

Ignacio sonreía.

– Así que… no puede fallar…

El subdirector se ponía serio.

– Te diré… si la cosa anduviera normal, no. Pero… todo el mundo sabe lo que esta vez significa la victoria. Así, que harán lo que puedan. Primero intentarán formar un frente único. Si todo ello fracasa… entonces apelarán a la fuerza.

– ¿Cómo a la fuerza?

– Asaltarán las urnas.

En Liga Catalana el clima era también optimista. Su seguridad partía del mismo principio que la de la CEDA; el de que la gente estaba cansada de ensayos extremistas.

En realidad, los que creían en un aplastante triunfo derechista eran los portavoces de buena parte de la opinión. Mucha gente entendía que los nombres que los partidos derechistas presentaban en las candidaturas eran mucho más solventes que el cráneo mogólico de Cosme Vila y que las ondas brillantes de Porvenir.

«La Voz de Alerta» y Mateo eran los únicos que no compartían el general optimismo. «La Voz de Alerta», en plena luna de miel, le decía a Laura: «Es que nadie se da cuenta de la masa que representan los obreros, del número. Salen de todas partes. Es ridículo estar seguro de ganar. Por ejemplo, en Andalucía…»

Las dudas de Mateo obedecían a razones menos estadísticas. Mateo suponía que las derechas perderían, primero porque se lo merecían -se habían pasado dos años sesteando- y segundo porque no se unirían, «en tanto que sus adversarios, contrariamente a lo que pudiera creer el subdirector, terminarían por agruparse». «Son menos vanidosos, más realistas. Se unirán todos. En Gerona, los Costa se unirán incluso con los que querrían que sus negocios quebraran.»

Ignacio no lo veía claro. Ignacio creía que más bien se unirían los derechistas, cuyas diferencias eran simplemente de detalle. Por el contrario, en el otro campo los abismos le parecían infranqueables. «¿Cómo va a unirse Cosme Vila, que niega el derecho a la propiedad privada, con David y Olga, que esperan tener una casa propia? ¡Habladle a Teo de Porvenir y veréis qué cara pone!»

Por de pronto, Ignacio parecía tener razón. Las disidencias izquierdistas no habían hecho sino crecer en los últimos tiempos.

La situación pertenecía, pues, al orden sobre el que el profesor Civil gustaba de improvisar discursos. En este caso dijo que lanzar pronósticos era aventurado, pues con frecuencia, en el último momento, acontecimientos ajenos al problema básico obligaban a la opinión a dar un viraje en un sentido insospechado.

– Eso es lo terrible de las elecciones -les decía Mateo a sus camaradas-. Se decide el porvenir de la Patria y la opinión está a merced del resultado de un partido de fútbol o del atentado contra un Ministro.

En todo caso, el profesor Civil acertó en lo de los virajes insospechados. El otoño trajo efectivamente acontecimientos que influyeron de forma rotunda en el clima político. Fueron «hechos». Hechos, que era lo que la gente pedía, para supeditar a éstos sus dudas ideológicas.

El primero ocurrió en las alturas gubernamentales. Toda la prensa lo denunció con caracteres sensacionalistas. Parte del Gobierno estaba comprometido en un negocio sucio, había encubierto una colosal estafa: una especie de ruleta llamada Straperlo. Se decía que el hijo adoptivo de Lerroux había cobrado millones para permitir la introducción en España de aquella especie de ruleta fraudulenta. Muchos aseguraban que Gil Robles era del cónclave, de acuerdo con el Ministro de la Gobernación.

– La reoca -se oía en el Banco-. Una firma y ale, a cobrar.

El subdirector se desgañitaba en vano, asegurando que Gil Robles no tenía nada que ver con todo aquello, que era un asunto exclusivamente del Partido Radical; la Torre de Babel ironizaba: «Así cuando el Jefe dice: Por los trescientos, se refiere a trescientos millones de pesetas…» Don Emilio Santos le dijo a Matías Alvear: «En esa ruleta esa gente ha perdido el cincuenta por ciento de las posibilidades de ganar».

Matías Alvear no creía que ello pudiera ser tan definitivo. En Telégrafos, muchos empleados, vencida la cólera inicial, habían comentado: «De todos modos, quien no se aprovecha, es tonto». Un cartero les dijo a los demás: «Yo ministro, no hubiera perdido la ocasión».

Sin embargo, ahí estaban los comentarios, preparando el advenimiento del segundo mazazo, evidentemente mucho más certero. Al oír la noticia por radio, Matías Alvear se quitó los auriculares y barbotó:

– Eso ya… pasa de castaño oscuro.

La noticia era de orden internacional, y se comentaba en todas partes; nadie podía imaginar hasta qué punto tendría repercusiones en una pequeña ciudad como Gerona. Repercutiría incluso en el fanatismo con que muchas mujeres continuarían comprando en tal carnicería y no en tal otra: el 4 de octubre, Mussolini había dado orden de invadir Abisinia, a pesar de las advertencias de la Sociedad de Naciones, organismo presidido por un español, liberal.

La noticia conmovió la ciudad. La gente agitaba El Demócrata por las calles, barbotando injurias.

– ¡Hay que hacer algo!

– ¡Esto no puede quedar así!

El primero en sacar buen fruto de aquel espontáneo movimiento popular fue Cosme Vila. Puso en el balcón la bandera a media asta y convocó Asamblea General. Primero explicó a los militantes la personalidad de Mussolini, «que alguien aquí quiere imitar». Luego describió la vida sencilla y pacífica de los etíopes, «a los que el Fascismo ha ido a cazar en su rincón, como en España Lerroux cazó a los mineros de Asturias cuando lo de octubre». Dijo que aquel atentado iniciaba la serie que Alemania e Italia iban a perpetrar, y que si el proletariado mundial no reaccionaba a tiempo, el pueblo quedaría aniquilado. Finalmente, aseguró que Rusia había sido la primera potencia en protestar contra la agresión a Abisinia.

Cuando, poco después del discurso, Víctor se disponía a llevar su texto íntegro a la imprenta en que se tiraba El Proletario , Teo detuvo su carro ante el local y el gigante subió jadeando la escalera: acababa de oír por radio, en el café Gran Vía, que el Padre Santo había bendecido los tanques que partían para África.

Cosme Vila no movió uno de sus músculos.

– De acuerdo -dijo-. Ahora vete.

Teo se puso la gorra, dijo «salud» y se fue. Entonces Cosme Vila volvió a llamar a Víctor, y éste dibujó las siluetas de Pío XI y Mussolini conduciendo un tanque y aplastando a un abisinio, el cual miraba al cielo horrorizado, en medio de un charco de sangre.

Casal fue menos espectacular. Prefirió los números, razonar su postura. En la clase de Economía explicó que la exaltación patriótica, llevaba al paroxismo como en Italia, ocasionaba aumento de natalidad y éste la necesidad de expansión, es decir, la guerra.

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