José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Matías Alvear no era esclavo de nadie. Por ello, al conocer al doctor en el Neutral, se impresionó mucho menos que Julio y dijo de él: «Al dominó y a muchas cosas le gano yo; y don Emilio Santos también le gana».

Y, no obstante, el hecho de que hubiera esclavos significaba que había jefes.

Ahora bien, los dos esclavos más esclavos eran los Costa. Lo eran de sus esposas. La Junta en pleno de Izquierda Republicana se estaba llevando las manos a la cabeza. Desde la boda, los Costa dedicaban su vida al hogar -a colocar las cosas que sus mujeres iban comprando- y a los negocios. Apenas si les quedaba tiempo para el Partido.

Por fortuna, la Junta en pleno se componía de gente casada y les comprendieron muy bien. «Estamos encinta, necesitamos teneros a nuestro lado», les decían sus esposas. ¿Cómo rehusar? Sin contar con que los suegros llegaban cada dos por tres de País -coche modelo 1900- y les buscaban donde fuera, en la fundición, en los hornos de cal, ¡en las canteras!, para preguntarles: «¿Qué, tratáis bien a las palomitas?»

Los Costa juraron a la Junta de Izquierda Republicana que vencerían aquellas dificultades. «Haremos lo que tengamos que hacer.»

– Ya sabéis -les dijeron los de la Junta-. En época de elecciones es el ejemplo el que cuenta.

Faltaba una última pieza: «La Voz de Alerta». «La Voz de Alerta» se había declarado voluntariamente esclavo de Laura. La boda entre ambos había sido anunciada. Los Costa quedaron estupefactos. «¡Nosotros, cuñados de «La Voz de Alerta», del hombre que jura que si los militares no preparan el golpe de Estado es porque están ciegos! ¡Nosotros…!»

Así era la vida, y Laura dichosa, diciendo aquí y allá: «¿Peligrosos los obreros? ¡Si son unos corderos! ¡Yo en el puesto de mis hermanos, y todos estarían abonados a El Tradicionalista ! »

El signo, pues, de aquel verano y de aquel principio de otoño era la esclavitud. Esto afirmaba el profesor Civil, quien en las clases que éste había reanudado con Ignacio y Mateo daba a entender que estaba muy preocupado. Veía el porvenir negro y casi se alegraba de tener la edad que tenía. Los cambios de clima le habían fatigado enormemente, las colosales máquinas que los Costa habían importado de Inglaterra eran a su entender microbios que irían chupando lo poco sano que quedaba en Gerona. «La gente abandonará los campos y se vendrá a trabajar junto a esos monstruos. Llegará un momento en que todos seremos proletarios. Hasta a mi mujer le pondrán un número en la cabeza.» «¡Dentro de unos años, si vas a Puigcerdá -le dijo a Ignacio-, sólo encontrarás al relojero loco! Porque ése no pasa la frontera nunca, te lo aseguro. No hay ningún poeta de verdad que huya nunca de su país.»

El profesor Civil, en realidad, disimulaba un poco la causa de su preocupación. Porque el maquinismo era vieja historia, y ahora no tenía por qué desesperarse más que en otras ocasiones. Era otro el microbio que le preocupaba de una manera directa, otra importación: el doctor Relken. El profesor Civil estaba convencido de que el doctor Relken era judío, y esto le tenía fuera de sí. «¡Pobre Gerona! Ya lo veis. Lo primero que este hombre ha hecho es tratarnos de analfabetos; lo segundo comprar antigüedades a tres reales la pieza.»

CAPÍTULO LVIII

Ignacio gozaba lo suyo hablando de la estigmatizada Teresa Neumann, porque veía que con ello hacía feliz a Carmen Elgazu, encandilaba los ojos de César, asustaba a Pilar e intrigaba en grado sumo a Marta. Siempre elegía detalles interesantes, con tales visos de realidad que el propio Matías de pronto se daba cuenta de que el cigarrillo que le pendía de los labios se había convertido en ceniza.

Ignacio tenía un presentimiento: que un día u otro César recibiría del cielo alguna gracia especial. Por ello insistía en el carácter sobrenatural de las manifestaciones de la estigmatizada austriaca, porque suponía que el día menos pensado César les daría alguna sorpresa semejante.

Tocante a los estigmas -llagas aparecidas en el mismo lugar del cuerpo en el que Cristo las sufrió-, Ignacio aseguraba a la concurrencia que Teresa Neumann era la estigmatizada más completa que había existido, pues no sólo tenía las señales en las manos, en los pies y en el costado, sino que en la frente se le marcaban las espinas, en la espalda los latigazos de la flagelación, e incluso en el hombro la huella del madero. Y en cuanto a las visiones, que era el capítulo que más interesaba a todos, aseguraba que la enferma seguía en ellas el Calendario Litúrgico: veía la cueva de Nazareth en Navidad, en Viernes Santo asistía a la muerte de Jesús en el Calvario, etc…

Marta se preocupaba particularmente por lo de las visiones.

– Pero… ¿lo ve todo con detalle? -preguntaba.

– ¡Claro! Asiste a los hechos. Ve a Cristo como yo os veo a vosotros. Y le oye hablar.

– ¿Cómo es posible?

– Y a los apóstoles. Tal cual eran. Podría dibujarlos.

– ¿Pero… cómo se sabe que los oye hablar?

– Porque muchas veces, durante la visión, pronuncia en voz alta las palabras que oye. De modo que los asistentes pueden tomar nota de ellas.

– ¿Habla en latín? -preguntaba Pilar, inquieta en la silla.

Ignacio movía la cabeza.

– Nada de eso. Hubo un profesor de idiomas de Munich que la interrogó después de una visión de Navidad, cuando Teresa Neumann despertó. La mujer había oído cantos y no se acordaba de ellos, no acertaba a repetirlos. El doctor quiso estimular su memoria. Le recitó el Gloria in excelsis Deo en varias lenguas antiguas y ella negaba con la cabeza. En cuanto se lo recitó en arameo, Teresa exclamó inmediatamente: «¡Eso he oído! Pero fue mucho más largo». Luego repitió palabras que, según dijo, había oído en boca de San Pedro en el Sanedrín; el doctor reconoció en ellas el dialecto de Galilea. Durante la visión de Cristo cayendo bajo el peso de la Cruz, Teresa, se irguió en la cama y exclamó: Kum, Kum , que significa: «¡En pie!» Fueron los soldados los que gritaron esto a Cristo y parece que Teresa oyó la misma palabra, «Kum», en boca del propio Jesús cuando resucitó a la viuda de Naim. Y cuando ve a Cristo aparecerse a los apóstoles después de la Resurrección oye: Shelam, lachen !, que significa: «La paz sea con vosotros. Soy yo». Y así por el estilo. Ahora pensad que Teresa Neumann no tuvo nunca profesor de arameo… Sin contar con que describe las calles de Jerusalén, las casas, los rostros.

Carmen Elgazu exclamaba, entusiasmada:

– ¡Es magnífico lo que cuentas, hijo!

Ignacio añadía, mirando a su padre, y convencido de que Carmen Elgazu alcanzaría el límite de la felicidad:

– Sí, hay mucha gente que se ríe de esto; lo cual no le impide luego prestar crédito a cualquier horóscopo que le cueste veinte duros. Sobre todo si el mago lleva turbante. Yo… la verdad. Prefiero creer en Teresa Neumann, que por lo menos tiene ojos claros.

– ¿De verdad?

– Sí, azules. Excepto cuando llora sangre, naturalmente. Además, los días en que puede llevar vida normal cuida enfermos y su madre cuida pájaros. ¡Ah, olvidaba un detalle! -añadía Ignacio-. Mientras está en éxtasis no sabe pronunciar la cifra tres, sino que dice: uno, más uno, más uno. O sea, estado infantil.

– A mí todo eso me da miedo -repetía Pilar.

– Pues a mí no -aseguraba Marta-. Y desde luego me gustaría mucho que todo esto sucediera cerca de aquí.

Matías Alvear se reía.

– No te quejes. Aquí, en Gerona, tienes un caso parecido.

– ¿Quién?

– El Responsable.

– Es cierto -reía Ignacio-. El Responsable puede hipnotizarte y hacerte creer que asistes al Sermón de la Montaña.

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