José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Las personas se proponían algo y les salía al revés. Por ejemplo, César…

Ello ocurrió el último día de la fiesta de la Rambla, mientras sus padres estaban en el balcón escuchando la música de la Pizarro-Jazz , César se había quedado en el comedor, contemplando el río seco… y rezando. Los bailables le llegaban como con sordina. De pronto, los rezos transformaron aquella música profana en música angélica. Oía violines. El muchacho casi se rió, pensando si en el cuarto vecino, en el de Pilar, San Francisco de Asís y Santa Clara le estarían dando un concierto al San Ignacio de la otra pieza. ¡Como un sonámbulo abrió la puerta para comprobarlo! El cuarto de su hermana estaba oscuro, pero le pareció ver una luz. Una luz a los pies de San Francisco, sobre el pequeño pedestal. Fue acercándose fascinado y entonces descubrió que era el reflejo de algo, del cristal de la ventana que daba al río, de las bombillas de las casas de enfrente. Pero en todo caso era una luz móvil que, partiendo de los pies del santo empezó a ascender por su hábito hasta quedar fija en su rostro. Entonces este rostro se tornó espectral. Cobró expresión sobrehumana. Sin duda San Francisco de Asís se disponía a hablarle. Miraba a César como si le viera pequeño, pequeño y que todavía iba disminuyendo de tamaño, debido a que el seminarista iba doblando las rodillas y las pegaba al suelo. Y sin duda alguna habría hablado, de no ser por la súbita catástrofe: Pilar, que acababa de bailar con Mateo, irrumpió feliz en su cuarto, riendo y dando vueltas aún, ajena a la presencia de César en la oscuridad, tropezó con él, dio un grito de espanto, la luz volvió a descender a los pies de San Francisco, toda la familia acudió a ver qué ocurría y Matías dijo a César: «Chico, no comprendo que no te baste con tu habitación para rezar».

Mosén Francisco había comentado un día con Ignacio que la convivencia con un santo era difícil. Ignacio había contestado:

– Querido mosén, es difícil la convivencia con cualquiera, con una persona normal, con quien sea.

Las dos últimas catástrofes que cayeron sobre la ciudad afectaron a un número reducido de personas, pero fueron irreparables. De común no tuvieron sino el desenlace: la muerte.

Uno de los protagonistas vivía lejos de la ciudad; el otro cerca. Uno de ellos tenía la familia en la ciudad; el otro lejos. Ninguno de los dos tenía nada que ver, directamente, con Ignacio; y, no obstante éste, en ambos casos, pensó con dolor: «Bueno, los gusanos no pierden nunca el apetito».

Alguien -Ignacio no recordaba quién- atribuía estas ráfagas, estas repentinas acumulaciones de dolor, a los astros. Según él, de repente los astros señalaban una ciudad de la tierra y decidían: «Allá»; sus invisibles ejércitos descendían en tromba sembrando la ruina. «No es siempre Marte -decía-. La gente que cree que es Marte o que es Júpiter, se equivoca. Colaboran todos, todos los astros. Todos los astros miran siempre a la Tierra esperando el momento. Y el peor de todos es la Luna. La Luna hunde los barcos, hace vomitar a las mujeres embarazadas, trae la sequía y, sobre todo, enciende los cerebros. Cuando veáis los cerebros encendidos, mirad la Luna: se está riendo. Se pone bigote y se ríe. Estos días, desde luego, se está riendo una barbaridad. Hasta que algún día construyan un cohete o un obús y la despedacen.»

Ignacio pensó que, por esta vez, la ciudad elegida había sido Gerona. Y por lo visto la Luna precisó más aún: eligió el piso de Pedro. Mandó un ejército al piso de Pedro y en él encendió un cerebro: el del viejo de la cocina, el padre del joven comunista.

Según contó Pedro a Mateo y a todos cuantos fueron a verle, fue algo inaudito, inexplicable. Precisamente el viejo, desde que tenían radio, parecía haber rejuvenecido, se había pasado aquellos quince días pegado al aparato, excepto en las horas en que su hijo lo reclamaba para oír Moscú; y he aquí que aquella tarde, de repente, salió de la cocina, pero no solo: llevaba una maleta en la mano.

Pedro, asombrado, le preguntó adonde iba. El viejo le contestó con seriedad:

– Aquí no hago nada, me voy a América. Pedro creyó que su padre bromeaba, si bien le extrañó mucho, puesto que su padre no bromeaba jamás.

– Ande, deje la maleta y venga a oír música -le dijo. Pero el viejo continuó avanzando por el comedor y repitió: «¿Por qué? Aquí no hago nada, es mejor que vaya a América». Y continuó avanzando, avanzando hasta que cruzó el umbral del balcón, que estaba abierto, hasta que tropezó con la barandilla, hasta que doblándose de repente sobre ella, debido a su peso, desapareció por el otro lado, estrellándose contra las piedras de la calle de la Barca.

Pedro no pudo sino salir al balcón con el rostro aterrorizado, roto el cerebro por el ruido sordo que el cuerpo de su padre hizo al estrellarse.

Y luego nadie pudo consolarle. Porque era evidente que hubiera podido evitarlo, hubiera podido levantarse y cerrarle el paso a su padre, cuando vio que se acercaba al balcón; pero él, aunque le extrañó, creyó desde luego que bromeaba, con su maleta.

Fue un drama sencillo y que sumió a todo el mundo en una gran perplejidad. Todo el mundo hizo cuanto pudo para consolar a Pedro; pero era inútil; además de que éste sólo contó el hecho una vez, en voz baja y en muy pocas palabras. Una ambulancia se llevó el cuerpo del viejo, un policía sacó el inventario de lo que había en la maleta: unos calzoncillos largos y un lápiz. ¡Un lápiz! ¿Para qué? Julio decidió esperar ocho días antes de presentarse a Pedro para pedirle una fotografía de su padre; pero en la cartulina 371 de su fichero apuntó: «Jaime Bosch, 67 años, ojos desorbitados».

Ignacio y el Rubio, Mateo y sus camaradas, ¡y Teo en representación de Cosme Vila! acompañaron a Pedro en el entierro del suicida, hasta el cementerio. Benito Civil propuso: «Habría que encargar una lápida». Todo el mundo le miró; entonces él recordó que era el propio Pedro quien las labraba.

La segunda noticia mortal la captó Matías Alvear en Telégrafos. El telegrama provenía de Valladolid e iba dirigido al comandante Martínez de Soria: el hijo mayor de éste había caído acribillado a balazos delante del local de las Juventudes Libertarias, mientras pegaba en la pared un cartel de Falange.

El comandante, al leer el telegrama, se cuadró militarmente, su esposa prorrumpió en un gran sollozo; Marta se retiró a su cuarto y se arrodilló. Cuando los ojos le quedaron secos como el Oñar, su padre le dijo:

– Haz tu equipaje. Nos esperan para el entierro.

En Valladolid, la familia -incluido José Luis- y una guardia de camisas azules acompañaron a Fernando al cementerio. Y al regresar a Gerona, cuando Marta apareció en el umbral del comedor de los Alvear, éstos se levantaron. Pilar se le acercó y la asió de la muñeca.

Marta no hizo ningún comentario. Se sentó en un rincón, junto a la pequeña mesa que el encaje de bolillos de Pilar cubría. César preguntó si Fernando había tenido tiempo de confesarse.

– Fue instantáneo.

El dolor de Marta era silencioso; el comandante, en cambio, había reaccionado en forma desconcertante. Por de pronto había envejecido cinco años, según el criterio de Marta; y en el cementerio de Valladolid perdió los últimos cabellos negros; ahora, al encontrarse de nuevo en Gerona intentó recobrarse. Y si por un lado, cuando estaba en casa, se dejaba influir por el estado de ánimo de las mujeres, acompañándolas a la iglesia con mucha frecuencia, al encontrarse en el cuartel no dejaba traslucir su estado de ánimo y bromeaba con los demás jefes como si tal cosa.

Por debajo de la puerta se deslizaban continuamente cartas de pésame: comandante Campos, notario Noguer, «La Voz de Alerta», coronel Muñoz… La última que abrió fue la de Mateo: éste le decía que en la lucha por el amanecer de España era inevitable que cayeran los mejores.

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