José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Y como siempre, el joven anarquista convirtió aquello en un juego de manos. Llevó la calavera al Gimnasio, la colocó en el suelo, en el centro. Los anarquistas parecieron ser los únicos seres de la ciudad familiarizados con aquello, lo cual hubiera dado que pensar al doctor Rosselló. Se acercaron a la calavera como si tal cosa. Le formulaban preguntas e introducían los dedos en sus agujeros. Blasco sacó el cepillo y cepilló su calvicie absoluta. Todo el mundo se preguntaba qué era aquella línea de puntos que se veía en el cráneo. Ideal sugirió: «Le habrían hecho alguna operación a la gachí». El Cojo ratificó: «Son puntos de sutura». Luego discutieron si la mujer sería casada o soltera. Bromearon obscenamente y desde aquel día la calavera fue la mascota de la FAI, como Joaquín Santaló -el esqueleto entero de Joaquín Santaló- era la de Izquierda Republicana.
CAPÍTULO LV
Luego se inició la quincena del amor. Los primeros beneficiarios fueron Laura y «La Voz de Alerta». Desde el día en que el dentista le había preguntado a la hermana de los Costa: «¿Y usted, Laura, no se casa…?», la mujer no vivía. Le había notado al dentista un tono especial. Y puesto que varias piezas de su boca exigían atención, sus visitas a la clínica dental se repitieron. En la última de estas visitas las insinuaciones de «La Voz de Alerta» habían sido tan evidentes que Laura acababa de decirles a sus hermanos: «Sí, me parece que hice una tontería no aceptando el primer piso de vuestro inmueble».
Luego, Octavio y Rosario. Octavio y la hija del fondista vivían una suerte de luna de miel. En presencia de la chica el empleado de Hacienda olvidaba el concepto de Patria y se dedicaba a quemar, en la medida de lo posible, las distancias que separan los cuerpos. Por fortuna el patrón de la fonda vigilaba, cuchillas en alto. «Tavio, no me metas a mi hija en jaleos… de ninguna especie.»
Luego, Mateo y Pilar. Y la compañera de Cosme Vila y su hijo, que era una preciosidad. ¡Y el de Impagados y su novia, que hablaban de casarse! Y el subdirector y sus archivos. Y el notario Noguer y su Mercado cubierto, cuyas obras avanzaban. Y David y Olga y la UGT.
Se hubiera dicho que Gerona, antes del asalto definitivo a las elecciones de que se hablaba, se concedía a sí misma otra tregua, parecida a la de Navidad.
El doctor Relken era también uno de los beneficiarios. Le estaba tomando afecto a Gerona, según decía. Le interesaban las excavaciones, y por ello fue a visitar a mosén Alberto. Le interesaban la Catedral, las imágenes antiguas. Encontraba a los españoles muy hospitalarios. En Barcelona había sido huésped de un diputado socialista que le colmó de atenciones. En Gerona no sabía cómo contentar a tanta gente: Julio, el Comisario, el doctor Rosselló, los arquitectos Massana y Ribas. ¡Válgame Dios, por suerte el doctor no bebía más que agua! Se bebía grandes cantidades de agua, por lo que doña Amparo Campo le tenía por un santo.
Quincena de amor. Ramón, en el Neutral, realiza increíbles viajes gracias al doctor Relken. El doctor -pelo rubio erizado, cortado a cepillo, cuello alemán y gatas de doble cristal- le contaba toda suerte de aventuras. El Cairo, Praga… Había estado en todas partes. ¡Incluso en Vladivostok! Ramón, mojándose los labios y mirando al techo de vez en cuando, vivía la quincena más intensa de su existencia.
– ¿Y en Tánger…? ¿Ha estado usted en Tánger, doctor…?
– ¡Cómo! El invierno de 1928 lo pasé allí.
– ¿Y qué…? Muchos contrabandistas, ¿no?
El doctor se bebía un vaso de agua y le decía bajando la voz:
– Más de lo que te figuras.
Los obreros de los Costa disfrutaron también de su quincena. Autobuses a su disposición, que los llevaron hasta Valencia. Los dulces naranjos les atraían. En cambio, a Paco, el hijo adoptivo del cajero, continuaban atrayéndole los temas trágicos. Hasta el extremo que se presentó en el Hospital a pedirle permiso al portero para sacar apuntes en el depósito de los muertos. Lo obtuvo, a condición de sacarle un retrato a él, con la gorra azul.
Por el contrario, Matías Alvear continuaba siendo más y más apacible, y arrastraba en sus costumbres a don Emilio Santos. El amor de Matías Alvear por la pesca obligó a don Emilio Santos a seguirle todas las tardes Ter arriba, donde los peces picaban o no picaban, pero donde no faltaban nunca un par de cigarrillos liados a gusto, aire sano respirado con fruición y felices alusiones a la «pareja de tortolitos», Mateo y Pilar, para cuya insospechada aventura el director de la Tabacalera buscaba inútilmente un refrán.
En todas partes se registraban manifestaciones entrañables, y mosén Alberto estaba seguro de que la mismísima tierra de Rosas se mostraría pródiga y que bajo las calaveras aparecería la colonia griega. El coronel Muñoz, alto y elegante, concedió permiso a un tercio de la guarnición, y los soldados bendijeron su memoria una vez más. Para la población en general organizó espectáculos al aire libre, en la Piscina: natación y concursos acuáticos, en uno de los cuales -la cucaña- Teo el gigante se llevó el primer premio. La víspera de San Juan se encendieron las tradicionales hogueras al atardecer, hogueras cuya inocencia llenó de nostalgia los ojos anarquistas.
También Raimundo el barbero captaba ondas benéficas. El barbero tenía una pasión: su clientela de bigote y masaje, a la que halagaba cuanto podía. En aquella quincena le dijo a Mateo:
– Mateo… tengo una noticia para usted.
– ¿Cuál?
– Conozco el sistema para que se gane usted… un amigo.
– ¿Un amigo…?
– Sí. Pedro.
Mateo se calló. El barbero añadió, tijereteando:
– Regálenle ustedes una radio.
Mateo disimuló. Y, sin embargo, la idea se le clavó en la mente. Fue algo que le ensanchó la camisa azul. Y en la reunión del sábado planteó el asunto a sus camaradas.
Todos se quedaron asombrados. Benito Civil se ajustó su americana a cuadros verdes y preguntó: «¿Una radio a un comunista?» Mateo contestó: «¿Por qué no?» Octavio repuso: «Sería un honor para la Falange captar a Pedro». Pero luego añadió que no había un céntimo en caja. «Todo se fue en octavillas.»
Rosselló propuso abrir una suscripción entre las personas más o menos simpatizantes: Marta, el teniente Martín… Él personalmente aportaba… tanto. Dicho y hecho. Nadie se explicó cómo consiguieron, en unas horas de fiebre juvenil, reunir la cantidad necesaria. ¡El rubio del saxofón entregó veinticinco pesetas! Don Emilio Santos se mostró generoso; Matías Alvear, aunque no comprendía la situación, tuvo que abrir la cartera… A las siete de la tarde del lunes la radio relucía en la barbería de Raimundo, éste perplejo al comprobar que su idea había sido tomada en serio. Se organizó una comitiva -Mateo, Ignacio, que conocía a Pedro, Octavio y el Rubio, además de Pilar y Marta- y todos juntos, poseídos por un vértigo jubiloso, se dirigieron a marcha atlética hacia la casa de Pedro, que vivía en la calle de la Barca.
Cuando el muchacho, al abrir la puerta de su triste piso vio a Mateo con un aparato de radio, y a los demás en la escalera, se llevó una mano a la cabeza, luego abrió los ojos de par en par y, por fin, no sabiendo qué hacer, se agachó un poco para palpar el aparato.
Entonces todos irrumpieron en el oscuro comedor y le ayudaron a buscar un enchufe, encontrando uno a ras de suelo, en un rincón. Octavio se subió a una silla y colocó la antena.
Cuando las lámparas se encendieron y el aparato empezó a runrunear se oyó un ¡hurra! general. A Pedro, la emoción le tenía agarrotado. Pero de pronto se acercó a la radio y se apresuró a dar vueltas al botón. Pero… Moscú no salía, no era la hora de la emisión.
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