José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Sin embargo, se resistía a condenar. En primer lugar, uno de los internos del Collell, que tenía un retrato de José Antonio escondido en la mesilla de noche, siempre decía que éste era católico antes que otra cosa; y tocante a Mateo, parecía no sólo eso, sino incluso devoto, para no hablar de su conocimiento de la Biblia, que según Ignacio era sorprendente.
Por lo demás, mosén Francisco, a quien visitó en seguida, le dijo: «¿Mateo peligroso…? ¡Psé! Ya sabes que yo casi nunca estoy de acuerdo con mosén Alberto».
Tocante a las montañas, César no comprendía. A César no le cabía en la cabeza que pudiera quemar montañas ningún hombre. En el Collell se extasiaba viéndolas y nunca olvidaría cuando por Navidad quedaron vestidas de blanco. Y en cuanto a los árboles, ¡a veces creía incluso que tenían alma! En las noches que se había pasado rezando, a intervalos se asomaba a la ventana, y si había luna o si la bombilla del patio había quedado encendida, veía a los chopos agitar sus hojas, saludándole, o a veces parecía que descendían de ellos lentas lágrimas. ¡Nadie era capaz de quemarlos deliberadamente! Y desde luego, no había hablado aún de los cipreses, que a su entender eran los árboles que más motivos tenían para creer en Dios.
Y, sin embargo, el hecho estaba patente, los rescoldos por los montes. Y ahí estaban también los VIVAS de Falange en la Dehesa. Y además, los folletos. Incendios falangistas. ¿Qué pensar?
A César le costaba más que antes integrarse en la vida de los demás. Se sentía ausente. Sin embargo, observaba a Mateo y cuantas veces habló con él sacó buena impresión. Nada veía, serio, que oponer a cuanto decía. Sólo una de las frases de las octavillas le desagradó: aquella que decía: «La gente que sufre, odia». César admitió que por desgracia era así en muchos casos, pero que expresado en aquella forma podía dar a entender que tal odio era justo.
Mateo le contestó:
– Querido César, no pierdas de vista una cosa. Nosotros no nos dirigimos a personas como tú, que llevan cilicio, sino a obreros que son echados de todas partes por los bañistas y que, como dice tu hermano -tu hermano siempre habla muy bien-, «ven que su mujer envejece rápidamente, el agua les queda lejos y no saben dónde colgar la gorra».
César asintió meditativamente. ¡Qué complicado era aquello!
Desde el punto de vista práctico, sus proyectos eran menos definidos que el año anterior. ¿Calle de la Barca? ¿El otro taller de imágenes? Evidentemente, todo aquello le era ajeno, sin saber por qué. ¿Dormiría durante el día las horas de sueño que le robaba a la noche? Quién sabe. Vivía en otra orilla. De momento lo atribuyó al brusco cambio de decoración. Gerona, viniendo del Collell, desconcertaba un poco como cuando se llega a una gran ciudad. ¡Pero es que le parecía que vivían en otra orilla sus propios padres! Incluso Carmen Elgazu… Llegó a pensar que le dolía más profundamente el hecho de que ardieran los árboles que el de que Murillo -por fin se enteró de ello- formara parte del Comité del Partido Comunista. César experimentó gran angustia y por otra parte notaba que Ignacio se daba cuenta de ello. No sabía qué hacer. Al comulgar pedía serenidad. Por la calle se detenía al oír las campanas. Hubiera querido entrar con frecuencia en el cuarto de Pilar a pedir a San Francisco de Asís que le iluminara con los rayos que salían de sus estigmas; pero si Pilar no estaba presente… no se atrevía; y si estaba presente no quería distraerla de sus líricos ejercicios literarios.
CAPÍTULO LIV
Ignacio y Mateo habían acordado con el profesor Civil que no reanudarían las clases hasta primeros de octubre. Sin embargo, para no perder contacto con los textos, un día a la semana irían a verle, y charlarían durante una hora. Fue Matías quien sugirió aquel reposo, entre otras causas porque el ahorro de tres mensualidades caería como una bendición. Mateo ya tenía ocupaciones fijas; Ignacio dedicó el tiempo sobrante a divagar por la Dehesa, a bañarse en el Ter o a ir a la UGT, en calidad de oyente de las clases de Economía que Casal continuaba dando a sus afiliados.
David y Olga se alegraron lo indecible de verle allí, y lo aprovecharon para revivir los tiempos en que estuvieron tan unidos a él. Le querían sinceramente. A veces decían que el afecto de Ignacio era el único que verdaderamente les era necesario. «Haces alguna escapada por otros dominios -le reprochaba David, sonriendo-. Claro, te hablan de cosas muy bonitas, como San Pablo y misiones históricas. San Pablo… no me quiero meter. Era tapicero y los tapiceros me han inspirado siempre mucho respeto; pero las misiones históricas, ya ves el ejemplo de Italia: Mussolini ya habla de misión histórica en Abisinia.» Olga remataba: «Cuando Mussolini o alguno de ellos grita: Viva la misión histórica , es cuestión de preparar unos cuantos ataúdes».
El problema religioso era el único que impedía a Ignacio creer enteramente en el socialismo como remedio posible de los males de España, ya que su descubrimiento de que las circunstancias de soledad, clima, constitución fisiológica, etc… influían directamente en el individuo, ahora superponía, con más convicción aún que cuando lo discutió con Mateo bajo los arcos de la Rambla, el factor económico.
En efecto, los incendios, la colonia de S'Agaró, los cientos de obreros que desfilaban por la UGT con sus problemas urgentes de subsistencia, todo ello relegaba a quimérico el pensar en las rutas del mar y otras sandeces. Casal, en sus lecciones, demostraba claramente que razas enteras en el curso de la historia habían sucumbido por falta de medios de producción. «Claro que se puede ser pobre y cantar flamenco -decía Casal-; pero la voz se quiebra pronto. También se puede ser rico y no tener remordimientos de conciencia; basta con correr las cortinillas. España es un país miserable, y además torpe. ¡En Madrid quebró una fábrica de material fotográfico porque los obreros se negaron a trabajar con unos guantes especiales, que les molestaban! De ahí que resulte tragicómico hablar de autarquía. Tenemos mucho que aprender. Lo primero que hay que inculcar es un poco de civismo. En Francia hay montañas de manteca en las tiendas… y en las casas… A última hora en los mercados regalan la fruta y las patatas… Pero… es que la gente cumple las leyes, y además se fabrican muchos automóviles. Civismo e industrialización, ahí está. La Revolución francesa tiene algo que ver en todo eso, creo yo. En fin, en España la línea a seguir está clara.»
Ignacio oía a Casal pensando que una gran verdad latía en sus palabras. Todo aquello le parecía más cerca del sentido práctico que cualquier otra doctrina. Pensaba que Matías Alvear hablaba un lenguaje análogo y ello para él constituía ahora la mejor de las garantías. Había acabado por admitir definitivamente que su padre era hombre de gran sentido común, y le erigía en árbitro de todos sus problemas, grandes o pequeños. Era poco espectacular creer en la experiencia paterna: Rosselló no le hacía ningún caso a su padre, Mateo no oía siquiera a don Emilio Santos; sin embargo, ello no alteraba el criterio de Ignacio. Matías Alvear podía fallar en las recetas pero en cuanto a diagnosticar era infalible. Los telegramas continuaban descubriéndole el cruce de los acontecimientos y enseñándole a sintetizar; y la vida que dejó atrás en Madrid, le respaldaba, y los años de matrimonio y los hijos. Sin contar con que no era hombre de un solo periódico.
En cambio, le preocupaba lo indecible que su madre, Carmen Elgazu, hablara pestes de la UGT. Porque también su madre era sensata y tenía sentido práctico. Ella no creía que la finalidad de la UGT fuera regalar la fruta y las patatas. «Donde estén David y Olga -decía-, no espero que regalen sino malos consejos».
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