José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Y, sin embargo, aquello no impidió que los neumáticos rodaran por la carretera… Que la vida siguiera su curso, que las vacaciones fueran empezadas con matemática puntualidad, que cada día aumentara el tráfico hacia los centros de veraneo. Los incendios en la montaña originaron que el mar tuviera aún más partidarios. De modo que la costa -desde Blanes hasta la frontera, pasando por San Feliu y S'Agaró- quedó abarrotada en los lugares de moda. Los componentes de la colonia murciana se vieron internados más aún. Estorbaban en todas partes. Estos cambios les dolían, porque «al lado del mar se estaba como Dios» y además porque el agua potable les quedaba cada vez más lejos. Sólo la visión de algunas bañistas esculturales reconciliaba a los nómadas cabezas de familia con los veraneantes que los expulsaban. Pero la calma duraba poco. De pronto los invadía una gran cólera, y se sentaban fumando y contemplando las piraguas y los balones azules.
La invasión en la costa sugirió a varios propietarios acotar sus parajes, poner alambradas y vallas, crearse playas particulares. Algunos de estos parajes se decía que pertenecían a artistas de cine norteamericanas, que habían descubierto aquel rincón paradisíaco de España. Se citaba a Madeleine Carroll. Otros pertenecían a pintores extravagantes, que practicaban el nudismo con turistas extranjeros.
Las alambradas levantaron un clamor popular de indignación. «Se reservan hasta el paisaje.» «Hasta el mar es suyo, por lo visto.» Todo el mundo derribaba las vallas, o las saltaba, y llenaba los parajes acotados de toda suerte de porquerías. Porvenir, cansado de bañarse en el agua dulce de la Piscina, se dio una vuelta por allí y pronto se levantaron entre los pinos pequeños incendios. Sólo respetaron los terrenos de presuntas artistas norteamericanas porque Blasco gritó de pronto: «¡Cuidado! Podríamos provocar un conflicto internacional».
Si la opinión popular estaba desconcertada con respecto a los incendios, por el contrario los dirigentes políticos, derechistas e izquierdistas, sabían perfectamente a qué atenerse. Y presumían que el castigo sería duro para el Responsable y Porvenir. «La Voz de Alerta» regresó fulminantemente de Puigcerdá y en compañía de don Pedro Oriol se presentó en Comisaría con testigos que habían visto a los anarquistas por las montañas.
Pero la cosa se revelaba difícil. No sólo faltaban las pruebas reglamentarías, sino que los incendios habían cesado. Y por lo demás, el Comisario se negaba rotundamente a admitir que los dos jefes anarquistas tuvieran nada que ver con el asunto.
– ¿Cómo pueden ustedes suponer semejante cosa? El Responsable se pasa el día en el Gimnasio, y Porvenir en la Piscina. Docenas de personas les han visto allí mañana y tarde.
Por ello el Responsable y Porvenir estaban tranquilos. Porque contaban con la amistad personal del Comisario, don Julián Cervera. El Comisario había sentido desde el primer momento simpatía por uno y otro. Al Responsable le había dicho: «Me gustan los hombres que siguen siempre la misma línea». A Porvenir le había preguntado, riéndose: «¿Es cierto, Porvenir, que en Barcelona una vez se colgó usted un astrónomo del brazo izquierdo y un librero de lance del brazo derecho?»
Esta amistad se reveló eficaz. El Comisario no sólo rechazó en principio las protestas de los propietarios afectados, del Instituto de San Isidro y de los partidos derechistas e izquierdistas sino que con los Costa -que acudieron en taxi desde el pueblo natal de sus mujeres- discutió en tales términos que los dos industriales acabaron por encogerse de hombros. «Al fin y al cabo -le dijeron al Comisario-, los perjudicados son ustedes, los representantes del Gobierno.»
Casal reaccionó con mayor violencia. No le cabía en la cabeza que se dejara impune semejante atentado contra la riqueza forestal de la región. Se puso furioso; y, sin embargo, no iba a tomar represalias por su cuenta contra el Responsable y Porvenir. «¡Si las altas esferas creían que aquello beneficiaba a alguien…!»
No, no era eso, al parecer. Las altas esferas no creían que aquello beneficiara a nadie, pues el atentado, provocando reacciones diversas, acusaba aún más las diferencias que separaban entre sí a los Partidos Izquierdistas, lo cual les parecía de mal agüero, dado que el verano pasaría y que probablemente a fines de año habría elecciones. ¿El interés capital no era precisamente lanzarse a estas elecciones unidos, formando un frente común, desde la FAI hasta Izquierda Republicana?
Fue entonces cuando apareció en la ciudad el doctor Relken. Julio le recibió en su casa con todos los honores y le presentó sus amistades. Doña Amparo se sintió orgullosa. «¡Por fin huéspedes de categoría!» El doctor, al enterarse de la devastación de la provincia, comentó, limpiándose las gafas de doble espesor: «¡Ah, no hay manera de que ustedes los españoles se pongan de acuerdo! ¿Me quiere servir un poco de agua, doña Amparo?»
CAPÍTULO LIII
Carmen Elgazu, teniendo a César al lado, era la mujer más feliz del mundo. Los nueve meses de ausencia le habían parecido tan largos que una vez más se había dado perfecta cuenta de que entregar un hijo a Dios era perderle desde el punto de vista humano. Tres meses al año en casa; y una vez terminada la carrera, quién sabe adonde le destinarían.
Ahora le miraba, pareciéndole imposible que hubiera crecido aún más, que supiera tantas cosas… Siempre estimaba que César sabía muchas más cosas que Ignacio. En su escala de valores todo el Derecho no valía lo que un nuevo detalle litúrgico, o un poco de Teología.
César tomó, como siempre, posesión de su cama, de su silla en el comedor, de la ventana que daba al río, del balcón. Tomó posesión de su Biblia mutilada, comprobó que la imagen de San Ignacio cobraba una pátina de buena ley. Viendo los ojos de Pilar, y la felicidad que respiraba su hermana por todos lados, comprendió que la cosa entre ella y Mateo estaba más avanzada de lo que le habían contado por caria. Oyendo a Ignacio en la mesa, tranquilo y dueño de sí, comentando sin pasión los acontecimientos, comprendió que era cierto que su hermano había mejorado mucho desde que le dejó, en octubre último, exaltado por la revolución. César ignoraba que Ignacio hubiera estado enfermo. Atribuyó su cambio a los rezos, y tal vez a la influencia del profesor Civil, de quien tenía las mejores referencias.
Lo que mas le impresionó del hogar fueron las imágenes de San Francisco de Asís y Santa Clara que Murillo les había mandado cumpliendo su promesa.
Carmen Elgazu las había puesto en el cuarto de Pilar, en el que el seminarista entraba muy raras veces. No le habían dicho nada a César, de modo que para el muchacho constituyeron una jubilosa novedad. Se quedó boquiabierto, contemplándolas a ambos lados de la coquetona cama de su hermana, sobre dos minúsculos pedestales. «¡Es lo mejor que ha salido del taller Bernat!», exclamó. Luego dijo que tendría que ir a darle las gracias a Murillo. Matías Alvear se rascó la nariz, pero de momento no le desanimó.
De la ciudad en general, lo que más impresión le produjo fueron, por un lado, los incendios, por otro la entrada de Falange -y por lo tanto de Mateo- en la vida pública.
Ante ambas cosas su reacción fue de asombro. Respecto de Falange, experimentó inmediatamente una sensación de malestar, tal vez porque mosén Alberto le había dicho, señalando las montañas: «Si tu madre supiera con quién se las ha Pilar, no le permitiría salir con quien sale». Pero esto no era todo. César había identificado, desde el primer día, la palabra Falange con la palabra Fascismo, y ello le inspiró siempre un temor especial. Temor que aumentó cuando su profesor de latín en el Collell le contó las persecuciones que sufrían los católicos en Alemania, añadiendo que por su parte Mussolini, en sus comienzos de lucha sindical, había publicado un folleto titulado: «Dios no existe», así como terribles blasfemias contra Jesús.
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