José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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El Comité Ejecutivo aprobó la línea de conducta. Gorki se las prometió felices. Cosme Vila abrió un cajón del escritorio y se puso a comer un bocadillo.

Cosme Vila odiaba por igual a los terratenientes, a los militares y al clero. Y lo mismo a los disidentes del Partido, especialmente a Pedro, chico que vivía en la calle de la Barca con su padre, éste siempre en la cocina con una mosca pegada entre ceja y ceja. Tal vez el blanco preferido fuera el clero, no por convicción sino por temperamento. Pertenecía a la organización «Los militantes sin Dios» que acababa de fundarse en Barcelona, antiguamente «Los Sin-Dios», y decía que en acción antirreligiosa en España debía llegarse más lejos que en Rusia.

No obstante, era inteligente y no se hacía demasiadas ilusiones. Tenía un conocimiento muy preciso de cuantos le rodeaban. Sabía muy bien, que sus suegros no dejarían de admirarle nunca, hiciera lo que hiciera; en cambio, comprendía que los afiliados le echarían el alto si no remozaba sin cesar su autoridad. También sabía que Gorki, muy entero, no le perdonaría un fallo ni perdería un momento de vista el sello y el tampón; y que cuando Murillo se atusaba los bigotes lentamente, era señal de que rumiaba algún resentimiento.

Pero no importaba. Les daría pruebas de su voluntad indomable. Por de pronto, no se movía de su mesa de trabajo, ni siquiera para salir al balcón. No salía al balcón ni siquiera cuando, abajo, pasaba Teo, con su carro arrancando chispas de las piedras.

Ésta era la gran virtud del jefe, que trascendía al Partido. Permanecía inmutable. Los militantes admiraban su seriedad. Ya en la barbería comprendieron que la jugada era importante. Cosme Vila decía siempre que la frivolidad era el defecto burgués por excelencia, y el que a la postre les resultaría fatal.

Cosme Vila, después de analizar cada una de las decisiones que tomaban sus adversarios, llegaba a esta conclusión: que eran unos frívolos. Frívolo el notario Noguer cuando creía que, recogiendo la basura, se limpiaba una ciudad; frívolo Casal cuando afirmaba que un poco de algodón en el oído basta para no oír; frívolos los Costa cuando se declaraban eufóricos porque apenas reabierto el local contaban con mayor número de afiliados que antes del 6 de octubre, y solemnemente nombraban al mártir Joaquín Santaló presidente perpetuo del Partido y republicano ejemplar.

Ésta era la vida. Si Mateo soñaba en Marta para fundar la Falange femenina en la ciudad, si Izquierda Republicana explotaba para su propaganda los huesos de Joaquín Santaló y el Partido Comunista estaba dispuesto a sacrificar a sus afiliados, si el Partido Socialista y su Sindicato se recobraban con formidable ímpetu gracias a la cabellera anárquica de Casal, si Porvenir tenía tan loca a la hija mayor del Responsable, que ésta le proponía poner en práctica las teorías de Bakunin y huir los dos a Francia o donde fuera; si Mateo luchaba a brazo partido para arquitecturar el inicial entusiasmo de los recién ingresados y en la Liga Catalana don Jorge con su ortodoxia, resultaba un muro para los que querían convertirla en una entidad bancaria, todo ello formaba parte del juego de la ciudad -de su historia-, como el río o como la pulcra cabeza del Comisario. Ahora bien, llenaba el presente -la vida cotidiana, las calles- de irremediables asperezas. La diversidad de bandos afectaba a la existencia entera de la ciudad, desde sus instituciones hasta su marcha comercial. Porque el hecho de que cada hombre tuviera su local político -y cada local su conserje- traía como consecuencia que cada mujer tuviera su panadería, su vendedora de pescado. Vivir las ideas: ésta era la ley. Por nada del mundo un ugetista hubiera dejado una peseta en el estanco de un radical. Y además, cada ciudadano leía un solo periódico, que tallaba como en piedra su mentalidad. Y cada periódico tenía sus anunciantes, y los lectores sabían que los anunciantes de otros periódicos eran enemigos. De ahí que Matías Alvear soltara en el Neutral una frase que fue repetida durante mucho tiempo y que divirtió enormemente a Julio García: «Si esto continúa así, viendo la marca de los calcetines de un caballero sabremos si cree o no en el misterio de la Encarnación».

Matías Alvear hablaba de esta forma con ánimo a la vez alegre y triste. Triste porque hubiera querido que todo el mundo fuera más tolerante, que todos los periódicos anunciaran todos los calcetines; alegre porque en aquella libertad de organización y opinión veía la prueba de que las aguas habían vuelto a su cauce, y que el fantasma de la Dictadura Militar, que en un principio se temió, se había desvanecido. Matías Alvear recobraba poco a poco, sin darse cuenta, su confianza en la República. A don Emilio Santos, el menos optimista, le repetía la canción: «Un poco de seso y unos cuantos republicanos de buena fe. Todo marcharía sobre ruedas». Y a veces se conformaba con uno solo, con un jefe. Ni Gil Robles, «hipócrita», ni Azaña, «un resentido»; alguien nuevo, sensato, de buena fe. Matías Alvear creía que este jefe surgiría un día, «que no había razón para desesperar. Y entre tanto, ¿para qué revolverse la sangre?»

Lo que ocurría era que Matías Alvear, realista, estaba contento porque en Telégrafos el asunto catalanista había quedado zanjado y, sobre todo, porque entre las aguas vueltas a su cauce se hallaba su familia: Santiago, tranquilo en Madrid; José metido en un negocio de recambios de coches; en Burgos, su hermano libre tiempo hacía, la hija de éste a punto de casarse; uno y otro -e incluso el chico- otra vez en la UGT. Era, ciertamente, un balance positivo teniendo en cuenta lo ocurrido. Cerca de treinta parientes, contando con los de su mujer, y sólo se habían perdido cuatro dedos: los del cuñado de Trubia; que por cierto ya volvía a dirigir los talleres. En Bilbao, completos, y en San Sebastián. Carmen Elgazu también daba gracias a Dios por todo aquello; y ahora sólo le pedía que Ignacio perseverara siendo el que era, estudiando sin meterse en tanta lucha secreta como había en la ciudad, que César regresara pronto -¡le echaba mucho de menos!- y que la inclinación que Pilar sentía por Mateo tuviera buen fin.

CAPÍTULO LII

Mes de junio. Un gran sopor había invadido a la ciudad. Los movimientos eran lentos, los cuerpos se resistían a cambiar de postura. Mirando el sol se presentía que pronto mandaría rayos de fuego sobre las cabezas. En determinadas horas las calles parecían deshabitadas. Todo el mundo decía: «No sé por qué, pero me pasaría el día durmiendo».

Ignacio y Mateo aprobaron en la Universidad de Barcelona el primer curso de Derecho, ¡Ignacio llamó por teléfono a Ana María! La chica sintió que el corazón le estallaba. Dieron un paseo en barca, por el puerto. Ignacio hizo otro discurso…

Las familias de Mateo e Ignacio recibieron a los dos chicos en la estación. Por su parte, el profesor Civil hizo también acto de presencia. Hubo abrazos, besos, regalos. ¡Primer curso! En el Banco se repitió la canción: «Ignacio Alvear, consultas de tres a siete».

Pedro, el comunista disidente y solitario, quería comprar un aparato de radio a plazos, para recibir directamente las consignas de Moscú. Su padre, el viejo de la cocina, le dijo: «Vete a ver». El muchacho fue a ver y le dijeron: «De acuerdo, pero tiene usted que firmar estas letras». Pedro se negó a ello. Su padre le había advertido desde pequeño: «No firmes nunca un papel, Pedro. Yo, por haber firmado uno, estoy en esta cocina desde hace tantos años».

La cadena de Fiestas Mayores empezó. A las orquestas les llovían los contratos de todas partes. Gracias a ello el Rubio ex anarquista, el «chivato», consiguió ser admitido en calidad de saxofonista en la orquesta más importante de la ciudad: «Pizarro Jazz». Y, por otra parte, Mateo le había colocado en el almacén de la Tabacalera. Y al preguntarle Mateo: «Pero… ¿los músicos no notáis la crisis…?», el Rubio había contestado: «¡No seas idiota! Cuanta más crisis, más baila la gente». El Rubio estaba resultando un hombre aprovechable.

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