José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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El notario Noguer sufría. Y pidió ayuda a la guardia civil. Entonces los parados llenaron las paredes más que nunca. Pero Porvenir les dijo:
– Camaradas… aquí nos cazarían y además esto no conduce a nada. Tengo otro plan.
– ¿Cuál?
Porvenir se pasó la mano por las brillantes ondas de su pelo.
– Mañana -dijo- todos a la Dehesa, a las doce en punto. Delante de la Piscina.
Aquel día el sol salió más temprano y penetró en los cerebros más hondamente. Todos acudieron a la cita. El joven anarquista los esperaba en slip , acompañado de la hija mayor del Responsable.
Cuando todos estuvieron reunidos, Porvenir buscó una piedra y la depósito en el centro de aquella inmensa explanada que los árboles no protegían, llamada el campo de Marte. Sobre la piedra puso una cerilla y a su lado, estratégicamente, un pedazo de cristal.
Los rayos que caían eran tan verticales que a los pocos instantes la cerilla se estremeció y quedó encendida.
– Eso… en los bosques -dijo Porvenir.
Todos comprendieron. ¡Los bosques…los bosques…! Sembrar los bosques de cerillas y pedazos de cristal.
Éste fue el grandioso juego de manos imaginado por Porvenir, en la provincia. Mientras la esposa de Cosme Vila daba a luz un varón, el más joven comunista de España y del mundo, mientras Casal en la UGT comparaba su comité con el de Cosme Vila y al reconocer su escalofriante inferioridad pedía y conseguía la colaboración de David y Olga -Olga tesorera, David delegado de Propaganda-, mientras el comandante Martínez de Soria cruzaba su acero en el cuartel de Infantería con el coronel Muñoz, segunda espada de la guarnición, unos cuantos hombres se desparramaban por las montañas próximas y lejanas con cerillas y pedazos de cristal en las manos.
Fue el momento de la grandiosidad, fue la venganza. El resultado no se hizo esperar. Comenzaron a brotar los incendios, primero cerca de la ciudad, luego lejos, cada vez más lejos.
¡Qué arbitraria era la naturaleza! Algunos de los incendios nacían con timidez, nacían muertos. Unas llamas impotentes, que se asustaban al ver las costras en los labios del Cojo y se recogían sobre sí mismas hasta desaparecer. Otras querían avanzar, pero la tierra se negaba a transmitir su palabra roja. Otras alcanzaban cierta altura y reducían a la nada una familia de pinos, unos olivos perdidos, sin más. Sólo los reptiles huían en sacudidas violentas. Y los colonos de don Jorge regresaban a sus casas con las palas y los utensilios preparados para la extinción.
Pero en otros lugares, en cambio, especialmente por el lado de la ermita de los Ángeles, Rocacorba y Arbucias, el fuego prendió con espectacularidad. Las llamas, ayudadas por elementos invisibles, enlazaron unas con otras. Fue el gran milagro concebido por Porvenir. Pronto los pueblos adosados a las laderas y las masías vieron aparecer por las cumbres fantásticos resplandores. La visión se repitió aquí y allá simultáneamente; auténticos productos de prestidigitación. A la luz de estos resplandores los pinos y los alcornoques se doblaban heridos de muerte. Toda la provincia se puso alerta. Los incendios de los Ángeles eran visibles desde Gerona, desde los tejados, desde la propia escuela de David y Olga. Las montañas ardían, y los bosques, mientras Porvenir, el Cojo, Ideal y otros regresaban indiferentes o excitados, algunos algo asustados ante lo que estaban haciendo.
Los primeros momentos fueron de auténtico estupor. El profesor Civil subió a la azotea a contemplar el espectáculo. El coronel Muñoz se acercó a los ventanales de la Sala de Armas. Julio García salió a extramuros. Algunos canónigos subieron al campanario de la Catedral. Toda la ciudad buscaba las alturas. Ignacio se fue a Correos y con su padre subió a la Cúpula; una vez arriba, permanecieron mudos ante el horizonte en llamas, sufriendo doblemente, por los hombres que las provocaban y por la riqueza devastada.
El coche de don Pedro Oriol corría de un lado para otro de la provincia. Sus bosques parecían elegidos con precisión especial. Su mujer le decía: «La cuestión es que todo el mundo se salve».
Todo el mundo se salvó; pero no muchas barracas en el monte, ni muchos reptiles, ni utensilios, ni familias enteras de pinos, encinas y alcornoques. La tierra quedó ennegrecida, humeó. Se oían risas por los atajos, crepitar de lenguas vivas. Don Pedro Oriol lloró, el profesor Civil recordó a Nerón, Paco sacó apuntes, el notario Noguer publicó bandos sobre los imprudentes fumadores.
Mateo y Octavio, Benito Civil y Rosselló, Roca y Haro entendieron que el momento había llegado. Al regreso de los trabajos de extinción, para los que se movilizó el Ejército, pero en los que participaron muchos voluntarios, pusieron mano sobre mano en la mesa del despacho, ante la fotografía de José Antonio.
Al día siguiente unas letras de tamaño colosal -como Teo de pie sobre su carro- aparecieron en la Dehesa, pintadas en negro, una en cada tronco de árbol, de forma que leyéndolas unidas decían: VIVA FALANGE ESPAÑOLA.
Gerona volvió su mirada hacia aquellos plátanos milenarios, que en cierto modo parecían carbonizados también. Aquel VIVA -al que siguieron otros, en otros lugares- incrustados en negro, causó una nueva y fortísima conmoción, sobre todo porque se interfirió entre los MUERAS que continuaban escribiendo en los árboles vecinos y en las paredes los obreros en paro forzoso. Los falangistas también elegían la noche para trabajar, pues las rondas ahora se hacían en las montañas. Recorrían las calles también con su fe, con idénticos botes de pintura, idéntico carbón. De momento no hubo encuentro bajo las estrellas. Sin embargo, mucha gente juzgó que la presencia física de Falange en Gerona era una calamidad peor aún que los incendios. «Así, pues, el de la Tabacalera iba en serio» -decían-. Los voceadores de El Demócrata y El Proletario vigilaban las esquinas, esperando recibir de un momento a otro un ladrillo en la cabeza.
Luego, salieron los primeros folletos. En sábado, día de mercado, los seis falangistas se colocaron estratégicamente y repartieron los primeros folletos de Falange, con las flechas en la parte superior. «No se trata de fumadores que echan colillas, como cree el señor Alcalde. Los bosques arden porque la gente sufre, odia, y quien odia enciende las cerillas con sólo mirarlas.» Otros explicaban que la gente que sufría eran los obreros parados, u otros que trabajaban, pero con sed de justicia y Patria. Otros prospectos decían que en España morían los bosques -y con ellos los pájaros- porque desde muchísimos años los gobiernos no conseguían encender en el alma de los españoles una ilusión viva y única. En los centros de derechas se repartieron unas octavillas especiales, diciendo que «cada español debía ser mitad monje, mitad soldado».
Los folletos causaron asombro. Los obreros decían: «Hacen como los curas, dicen que nos quieren mucho». Cosme Vila extendió un ejemplar de cada texto sobre la mesa de trabajo y comentó: «Estos tíos no son tontos».
Benito Civil se había apostado a la salida de la estación de modo que su público se compuso casi exclusivamente de gente de los pueblos. Payeses con gorra y faja, que al ver las flechas preguntaban: «¿Esto qué es?», y que al leer lo de encender las cerillas con sólo mirarlas creían que se trataba de una nueva marca de la Arrendataria. Algún muchacho joven susurró, en voz baja: «Son los fascistas». Y aquellas palabras le valieron a Benito miradas cuya significación se le escapó. Mateo cuidó de los barrios obreros y pobres; Octavio pasó por oficinas y Bancos; el hijo del doctor Rosselló, Roca y Conrado Haro ocuparon el centro, sobre todo la Rambla.
Fue verdaderamente un mes pletórico. Los daños causados por los incendios eran incalculables, y mucha gente negaba que se tratara de sabotajes. «No hay nadie capaz de hacer una cosa así.» Mosén Francisco y los chicos del Catecismo vieron uno de los incendios ya desde Francia, al regreso de Perpiñán de cantar «Frère Jacques». «Nuestra Patria está ardiendo», pensó el joven sacerdote. A los muchachos nunca les había parecido tan maravillosa una montaña; por su parte mosén Alberto creía firmemente que los falangistas no eran ajenos a aquello. «Habría que vigilarlos», le decía al notario Noguer.
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