José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Y vino el Sábado de Gloria con el volteo de campanas, y nadie tiró petardos en el Palacio Episcopal. Y llegó la primavera, y los pintores volvieron al valle de San Daniel, bebiendo agua en la fuente de hierro milagrosa, y Jaime, el de Telégrafos, se estrujó de nuevo los dedos en los Juegos Florales, esperando inútilmente que citaran su nombre por su nuevo poema «Mujer». Y mientras Raimundo en la barbería proponía para solucionar los males de España que en cada pueblo hubiera un orfeón y una compañía teatral de aficionados, don Pedro Oriol aseguraba que nunca se lograría progresar si los gobernantes, cualesquiera que fuesen, no se decidían a realizar a fondo una repoblación forestal.
Y entretanto doña Amparo Campo le decía a Julio: «Julio, va pasando el tiempo y ya ves, todavía no me has llevado a La Molina, y este verano supongo que tampoco me llevarás a ninguna parte…»
Y, no obstante, para quien más vertiginosamente rodaba la vida, aunque él con sus hombros templados y su andar lento procuraba no perder pie, era para Cosme Vila.
La apertura del flamante local había significado su emancipación. Dejó el Banco. Su mujer se puso a fabricar cestos en el piso. Los padres de ésta, en el paso a nivel, le preparaban el trabajo, de un tren a otro. Con ello y con una subvención prometida por Barcelona, el jefe dispuso de un despacho y la ciudad contó con un local para el Partido Comunista.
Cosme Vila pudo ya contemplar la procesión de Corpus desde el balcón del Partido. Y al ver las inmensas alfombras de flores que cubrían la plaza, pensó que la primavera era hermosa. Y en homenaje a la primavera, procedió a nombrar el Comité.
No le gustaba Víctor, le consideraba peso muerto; pero, era una vieja gloria y debía respetarle. Tesorero, se encargaría del archivo fotográfico y de ilustrar el pequeño semanario -algún día diario- que se iba a editar.
Gorki sería su brazo derecho, como Octavio lo era de Mateo. Gorki era aragonés, bajo y cuadrado, ojos de lince, pequeña barriga; sabía muchas cosas. Era extremadamente fanático. Nadie comprendía por qué fabricaba perfumes. Él decía: «Recorriendo la provincia con un muestrario en la mano, se entera uno de muchas cosas». Sería el redactor jefe del semanario, que bautizaron con el nombre de «El Proletario».
El cuarto miembro del Comité fue Murillo. Por unanimidad. Cosme Vila se daba cuenta de que un hombre sin escrúpulos podía prestar servicios en caso necesario… Naturalmente, habría que vigilarle. Pero si algún día se lavaba la gabardina, se rescindiría el contrato y se acabó.
El quinto miembro, tal vez el más fanático, Teo. El carretero gigante, Teo Arias. El mejor carretero de la ciudad. Trabajaba por su cuenta. Disponía de un carro de plataforma inmensa, desde cuyo centro, de pie y sosteniendo las riendas, levantaba en vilo las crines de dos caballos pardos, soberbios, también de su propiedad. Hacía veinte viajes diarios a la estación. Al pasar al trote delante del laboratorio de Gorki, todas las garrafas y botellas de éste temblaban en las estanterías. Al pasar delante del local del Partido Comunista, temblaban los cristales. Víctor decía, levantando la cabeza: «Ahí pasa Teo». La importancia de Teo radicaba en su humanidad… y en que de pronto informó a todo el mundo de que era hermano del taxista que murió en Comisaría el 6 de Octubre. Nadie lo sabía, sólo los íntimos. Los dos hermanos no se hablaban desde hacía años. Pero el día del entierro Teo, ante la fosa, juró que vengaría a su hermano Jaime Arias. Y ahora, desde el Comité del Partido Comunista, creía llegada la ocasión.
Cosme Vila entendió que, de momento, con aquellos cuatro colaboradores inmediatos, le bastaría. Sería preciso celebrar otra Asamblea General, continuar el Cursillo de iniciación marxista. Pero lo importante era, antes que otra cosa, indicar a cada miembro del Comité su sitio exacto, y poner, respecto a la labor por realizar, los puntos sobre las íes.
Sentado en el escritorio del despacho de jefe, pensaba en el Banco y en la máquina de escribir. Al oír dar las horas se decía: «Ahora el director tose, enciende la pipa y pide la firma. Ahora el subdirector saca su caja de rapé y despliega El Demócrata . Ahora Padrosa se come un emparedado de jamón. Ahora Ignacio lía un cigarrillo, sonriendo por lo bajo».
¡Qué hermoso era poder dedicar la jornada entera al ideal! Cosme Vila recordó la carta que dejó su padre sobre la mesa del comedor, antes de ahorcarse, dirigida a un hermano suyo: «No puedo soportar ver pasar hambre a mi mujer y a mi hijo. Ayúdalos cuanto puedas. Y que Dios te lo pague».
¡Qué duro era aquello, qué lejano y qué próximo! Bajo la hoz y el martillo, los retratos de Marx, Lenin y Stalin, con un mapa de la provincia de Gerona pegado a la pared, Cosme Vila, en mangas de camisa, con un cinturón anchísimo, de cuero, que le había regalado su suegro, reunió al Comité, dispuesto a puntualizar. En las dos salas contiguas del piso la masa de afiliados lavaba los cristales, barría, colocaba bombillas, trasladaba otros trastos de la barbería, en la que sólo quedarían los espejos y la escupidera.
Su primer trabajo consistió en frenar el entusiasmo que mostraban los del Comité, y sus ganas de actuar y de conseguir resultados inmediatos. Se sacó una pequeña navaja del bolsillo y en tanto se quitaba el negro de las uñas les dijo que si algo podía echar a perder la marcha del Partido y la revolución eran la prisa y el sentimentalismo. Citó textos, especialmente de Lenin. «Antes decidir, después votar.» «Los dirigentes de una revolución deben ser profesionales.»
– Así que seamos prácticos. En el Comité somos cinco, contra trescientos afiliados y luego toda una masa de simpatizantes. En lo posible, contentaremos a estos afiliados y procuraremos su bienestar; pero si las circunstancias lo exigen y hay que utilizarlos, se hace… En Rusia, en el año 1920, fueron sacrificados millones de rusos.
»La finalidad ya la sabéis: destrucción de todo el tinglado burgués de la ciudad y la provincia. En cuanto a los medios, en cada caso elegiremos el más conveniente, de modo que no hay que asustarse si un día gritamos «viva» esto y al día siguiente «muera». Nosotros creemos que lo que cuenta es el porvenir. ¿Por qué ponéis esa cara? Es curioso que cueste tanto convencer a la gente de que lo que murió, murió, y de que las lágrimas son agua. ¿Tú, Gorki, viste por Zaragoza alguna lágrima que no fuera agua? Yo aquí, no.
Otra idea:
– Hablar más de política que de economía: es más eficaz introducir una idea en una cabeza que un duro en un bolsillo. Un par de obreros en el Comité, esto sí, porque tienen instinto de clase; pero sujetos. Si los soltáramos pedirían las mismas cosas que piden los burgueses; además de que un buen revolucionario saca mejor partido del hambre que de la prosperidad.
»Así, pues, lo más importante es el clima revolucionario. Y luego tener presente que hay que repetirlo todo constantemente. De ahí la eficacia de un programa sencillo -los nueve puntos que leí en la barbería- y de los carteles y la Prensa. Es necesario llenar las paredes de carteles que digan siempre lo mismo y escribir siempre lo mismo en los periódicos. Por eso el semanario El Proletario constará de tres secciones, siempre las mismas: una para los campesinos -lenguaje claro, pues son desconfiados-; otra para los obreros industriales -muchas estadísticas-, y una tercera para los pescadores -lenguaje poético, pues son supersticiosos-. Yo me ocuparé del lenguaje claro y del lenguaje poético, Gorki de las estadísticas.
»En el seno del Partido, la organización es lo básico. En cada fábrica y taller un enlace, una célula agraria en cada pueblo. Hasta que el mapa de la provincia no esté lleno de banderas la cosa no empezará a marchar. Y tener esta idea fija: los del Comité somos los responsables de todo. Por de pronto, nos reuniremos todas las noches sin excepción. Luego, no nos permitiremos ni el menor lujo. Mesas y sillas en casa, nada más. Ni cines ni bailes ni matar las horas en tertulias. Y, sobre todo, no vestir como el alcalde o los Costa. En la cabeza, o nada, como yo, o en todo caso gorro de ferroviario. Nada de sombrero ni de pañuelitos que salen ni de corbata. Y nada de agua de colonia, a pesar del negocio de Gorki. Hay que cuidar todos los detalles, ser minuciosos. Contacto continuo con Barcelona y visitas periódicas de Vasiliev. Imponer una disciplina férrea y dar pocas explicaciones. De vez en cuando, un escarmiento. Y desde luego, estudiar. Y el que no esté dispuesto a morir por la idea, ir a la cárcel o sacrificar a la familia, vale más que se afilie a la Izquierda Republicana.
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