José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Benito Civil parpadeó.
– ¿Eres casado? -le preguntó Mateo.
– Sí.
– ¿Tienes hijos?
– Sí. Dos.
– Pues piénsalo bien. Esto es peligroso.
– ¿Por qué tan peligroso?
– Porque Falange ama a España sobre todas las cosas. Incluso sobre los hijos.
Benito Civil sintió un escalofrío. Su mujer le había dicho: «Déjalos. Esto no nos traerá más que disgustos». Pero algo le atraía , le mantenía de pie, en el despacho de Mateo, a la sombra del pájaro disecado.
Se llevó las Circulares a casa. Las leyó con apasionamiento. Benito Civil había intuido desde chico que no le bastaría vivir en Gerona, odiar la técnica y los judíos, que eran las ideas que su padre le había inculcado. Todo esto le parecía un poco desorbitado. Al leer en las circulares: «La idea de Patria es el término medio preciso entre el concepto local o regionalista -concepto raquítico- y el de supresión de fronteras o sociedad universal -concepto vago o quimérico-»; al leer: «Para nosotros, nuestra España es nuestra Patria, no porque nos sostenga y haya hecho nacer, sino porque ha cumplido los tres o cuatro destinos trascendentales que caracterizan la Historia del mundo: defensa de la Catolicidad, descubrimiento de América, etcétera…», Benito Civil se puso su americana a cuadros verdes -al delineante le gustaban las tintas de color- y andando algo encorvado, como su padre, el profesor, se presentó a Mateo y levantando el brazo, exclamó: «¡Arriba España!»
Ya eran tres. Se había avanzado la mitad del camino. El cuarto fue el hijo del doctor Rosselló. Miguel Rosselló empezó a sentirse falangista el día en que oyó a su padre hablar en contra de la Falange. «Cuando mi padre critica algo, es que es bueno…», se dijo.
El abismo humano abierto desde siempre entre el doctor Rosselló y su hijo era uno de los dramas telúricos de la ciudad. Miguel Rosselló seguía paso a paso las andanzas de su padre y le consideraba un ser indeseable, ganado por extrañas ambiciones personales. Cuando salía de su casa Miguel Rosselló miraba el cielo azul y ensanchaba sus pulmones. Rota la esperanza familiar, buscaba algo en que verter sus energías de estudiante. Un día leyó un discurso de José Antonio y se entusiasmó. Conoció a Octavio en el Neutral. Octavio le dijo: «Falange, a las personas como tu padre, que utilizan a los enfermos como medio, los condenaría a cadena perpetua o a algo peor aún». Miguel Rosselló quiso conocer a Mateo. Mateo miró el ojal de la solapa del catecúmeno, en el que brillaban una insignia de marca de coches.
– ¿Eres aficionado a los coches?
– Sí.
– ¿Por qué?
– Me gusta la velocidad.
Luego le preguntó Mateo por el resto de sus aspiraciones. Miguel Rosselló quería estudiar Medicina, «para salvar las personas que su padre destrozaba».
– No comprendo que hables así. Tu padre tiene fama de médico muy competente.
– Y lo es. Pero es un mal hombre.
– ¿Te parece que un médico, antes que médico, tiene que ser hombre?
– Desde luego.
Mateo asintió con la cabeza. Le arrancó de la solapa la insignia Studebaker. Le dio a leer las Circulares: «Vuelve dentro de tres días». Miguel Rosselló, alto, casi imberbe, con cara de franqueza total, con mucha energía concentrada en las comisuras de los labios, volvió y gritó cuadrándose: «¡Arriba España!» Luego, al llegar a su casa, contó a su padre lo que había hecho. El doctor Rosselló le contestó: «Si no borras inmediatamente tu nombre, mejor dicho, tu apellido, de Falange, tendrás que buscarte otro techo». El chico le dijo: «Me buscaré otro techo».
El quinto camarada fue Juan Roca, estudiante de idiomas. Era hijo del portero de la Inspección de Trabajo -el competidor del subdirector en asuntos masónicos-. Se ganaba la vida dando lecciones de alemán y rellenando cédulas para la Diputación. Le gustaba todo lo alemán, empezando por el idioma y terminando por las máquinas fotográficas. Su padre le decía que el alemán era horrible, que sólo servía para recitar o cantar himnos. Pero Juan Roca continuaba estudiándolo, y enseñándolo, con la mejor voluntad.
Se presentó a Mateo porque estaba convencido de que Falange se inspiraba en las modernas teorías alemanas. Cuando Mateo le replicó que estaba en un error, que la mínima parte no española de la doctrina de Falange se había inspirado en Mussolini, el muchacho intentó hacer marcha atrás. Pero Mateo le detuvo. Le había gustado la mirada de Juan Roca. Le dio a leer las Circulares. Juan Roca las leyó y pensó: «Nada, nada, esto es alemán, por más que diga. O por lo menos podía haberlo concebido un alemán». Volvió al despacho de Mateo y extendió el brazo exclamando, sonriente: «¡Arriba España!» Mateo le dijo: «Antes de darte el carnet, asistirás a varias lecciones. En fin, tienes que liberarte de toda idea de extranjerismo».
El último fue Conrado Haro. Conrado Haro, el bonachón. Un chico de escalofriante buena fe, de familia muy modesta. Su padre era guardia urbano del Municipio. Conrado Haro quería ser marino. Todo lo que se relacionara con el mar le llegaba al corazón. Estaba desesperado porque la República no hacia nada en este sentido, porque tenía la marina abandonada. Cuando leyó en un retazo de periódico que Falange preconizaba que España volvería a ser grande por las rutas del mar, no vaciló un momento. Se presentó a Mateo. Mateo le dijo: «Es cierto. Ya lo ves, hasta el color de nuestra camisa es azul…» Conrado Haro gritó: «¡Arriba España!» En las Circulares entendió poca cosa. Los párrafos en que no se hablaba del «mar» se los saltaba. «Bien, bien, de acuerdo, de acuerdo», murmuraba. Mateo le admitió porque le vio un corazón puro, con un ideal concreto y dispuesto al sacrificio para realizarlo. Y se dijo que no cejaría hasta ver a Conrado Haro vestido de blanco en la cubierta de un barco.
Alcanzada la cifra de seis, Mateo pensó que era la hora de reunirlos. Apenas si se conocían entre sí. Octavio conocía a Rosselló, Roca y Haro se habían saludado alguna vez en la Rambla, Benito Civil era bastante mayor que todos ellos -veintinueve años, el viejo de la pandilla-. Era preciso presentarlos mutuamente y formar un bloque compacto. La idea de unidad era esencial.
A Mateo le encantaba la diversidad de procedencias y aun la diversidad de motivos que había impulsado a los seis camaradas. Y se dijo que entre todos formaban, en miniatura, un mundo completo. Octavio era la inteligencia instintiva y sutil, andaluza. Rosselló, el rebelde. Benito Civil, muy primitivo intelectualmente, pero de una conmovedora capacidad emotiva. Juan Roca de una gran tenacidad. Conrado Haro, el alma intacta. Cuando todas esas potencias espirituales se hubiesen identificado en un deseo común para la grandeza de España, Gerona empezaría a erguirse, y lo mismo se caerían de puro arcaicas las bravatas de El Tradicionalista que sonarían a hueco las panaceas de Casal, basadas en la producción y el transporte… Los Costa eran ingenuos, Estat Català estrecho de miras, el Responsable y Porvenir unos románticos peligrosos. El más peligroso… Cosme Vila, porque también su teoría era una concepción total de la vida. Por desgracia, basada en el materialismo, queriendo substituir los cuatro brazos de la cruz -los cuatro puntos cardinales, los cuatro elementos de la naturaleza- por la estrella de cinco puntas, que, según el profesor Civil, ya en la magia babilónica significaba ciencia perfecta, el poder perfecto, es decir, Dios.
Mateo se dijo que tenía que unir a los camaradas… y además a otras personas. Una idea romántica -y también peligrosa, probablemente- le hurgaba en el cerebro.
Y la llevó a la práctica. Organizó un baile en su casa, para su cumpleaños, día de San José. Le dijo a Orencia, la criada: «Seremos trece. Prepare trece tazas de chocolate».
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