José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Su anárquica cabellera contrastaba con la prematura calvicie de Cosme Vila y con las brillantes ondas de Porvenir. Le fascinaba la lucha de clases; pero la idea de dictadura proletaria le ponía furioso, así como el hecho de convertir el terrorismo en una religión. Nariz prominente, boca pequeña y apretada, su particularidad consistía en llevar siempre algodón en una de las dos orejas. «Para hacerme el sordo si conviene.»
Su triunfo fue también clamoroso porque usó un lenguaje directo y enérgico, al que en Gerona, y sobre todo en la UGT, no estaban acostumbrados. Empezó diciendo que lo primero que tenían que hacer los afiliados, antes que pedir aumento de salario, era ponerse al corriente de pago… Luego añadió que nadie tenía que estar en el Sindicato porque sí, ni a disgusto; que si alguien, al salir, se ponía a leer a Santa Teresa perdía el tiempo, se lo hacía perder al Sindicato e incluso a Santa Teresa… que mientras el comandante Martínez de Soria se paseara a caballo por la Dehesa y el Museo Diocesano obtuviera enormes subvenciones del Ayuntamiento, pocas esperanzas había de mejorar las condiciones de vida de los distintos oficios adscritos; que lo que importaba, por lo tanto, era forzar las elecciones antes de fin de año… ¡y ganarlas! Nada más.
León Blum, desde la pared, sonrió. Canela quería sindicarse, la Torre de Babel aplaudió a rabiar. Casal se abrió paso entre los grupos y salió, porque su mujer y sus hijos le estaban esperando.
CAPÍTULO XLVIII
Los Hermanos Costa reabrieron Izquierda Republicana con todos los honores, y todo el mundo quedó en su puesto. Mateo e Ignacio, a la salida de casa del profesor Civil, veían a los militantes de los distintos Partidos bajar las escaleras, discutir y por fin dispersarse.
Los dos muchachos ya se llevaban bien, y, por tácito acuerdo, muy raramente hablaban de política. Estaban al corriente de todo cuanto ocurría en la ciudad -sobre todo Mateo-, de todas las fuerzas que se movilizaban; pero el curso les absorbía -sobre todo a Ignacio-. Éste estudiaba mucho, de acuerdo con el eficaz plan de vida que se había trazado. Todas las noches se sumergía en los libros de texto hasta quedarse dormido. Desde la mesilla de noche, San Ignacio parecía querer también estudiar, pues miraba por encima de su hombro el libro abierto.
Lo primero que Ignacio había hecho, después de sentirse absolutamente curado, había sido olvidar su promesa de subir a pie a la ermita de los Ángeles En cambio no olvidó acompañar al Neutral a Matías Alvear, de vez en cuando, y a Carmen Elgazu a hacer alguna visita a la Iglesia del Sagrado Corazón. Tampoco olvidó mandar a Canela un recado que decía: «Muchas gracias».
Sabía por El Demócrata que, a pesar de las consignas de Unión, los anarquistas se negaban a colaborar con los comunistas, y que Cosme Vila y Casal rehusaban hacerlo con los Costa. A unos y otros les faltaba, por lo visto, platicar un rato con mosén Francisco; tal vez descubrieran la fórmula de la armonía. Sabía por el rubio ex anarquista que grandes sesiones de zarzuela popular sucederían a la lucha libre y al boxeo; zarzuelas en que el tenor sería el Bueno y el barítono el Malo o viceversa, para no variar. Había leído el discurso del notario Noguer, pero… pensaba poco en ello. Por de pronto, se preocupaba de Pilar, correspondiendo a la compañía que la chica le hizo durante la enfermedad. Bromeaba con ella sobre el taller de costura, o sobre su Diario íntimo y le hacía contar cosas de las monjas, riéndose a pleno pulmón, lo cual encantaba a su hermana. A veces le pagaba el cine, o castañas, o churros; nunca faltaba una pequeña atención. Luego, además, había escrito a César, agradeciéndole el libro sobre Teresa Neumann. Larga carta, que dejó al seminarista estupefacto. «¿Qué le ha ocurrido a Ignacio?», se preguntó. La carta era la de un muchacho sensato, creyente, magnífico. César la enseñó a su profesor de latín, el cual le contestó, sonriendo, que la había leído antes que él… El seminarista sintió una alegría inmensa. «¡Ignacio convertido, Ignacio convertido!» Sus súplicas habían sido escuchadas. Ello le consoló en parte del disgusto por el cierre del taller Bernat.
Pero, sobre todo, Ignacio había escrito con inesperada emoción a Ana María. Empezó por cortesía y luego se halló reviviendo lo de San Feliu: la espontaneidad de la chica, sus verdes ojos, el balón azul, la conmovedora expresión de disgusto cuando él se puso grosero en la playa. Le escribió: «No, todavía no soy alcalde -lo es un notario- ni abogado; pero lo seré. Y entonces -¡sí, sí, Muntaner, 180, ya me acuerdo!- te nombraré concejal, o tal vez mi primer pasante. Acaso ganemos, juntos, muchos pleitos perdidos. Por de pronto yo acabo de ganar uno; gracias, primero, a una enfermedad y luego a un vicario de sombrero espantoso». Ana María le contestó con sello de urgencia, emocionada. Aquel día se puso sus mejores pendientes.
Mateo, en edad militar, obtuvo, gracias a Marta, que el comandante Martínez de Soria apoyara su petición de prórroga por estudios. Así que quedó libre, de momento, y respiró; y con él respiró Pilar. No lo hizo por comodidad: servir a la Patria le parecía muy honroso; pero al igual que J. Campistol, jefe de las escuadras de Barcelona, a quien visitó, entendió que su puesto por el momento estaba en Gerona, bajo la camisa azul, y no en cualquier cuartel de la península bajo el uniforme caqui.
Don Emilio Santos se alegró de conservarle a su lado, Carmen Elgazu le hubiera echado de menos; el profesor Civil, más que orgulloso de sus dos discípulos, se hubiera llevado un gran disgusto; para no hablar de Raimundo, quien tenía en Mateo uno de los pocos clientes de recorte de bigote y masaje.
– Cuando tú necesites prórroga -le dijo Mateo a Ignacio-, hablaremos con Marta y el comandante también te lo arreglará.
Una cosa le estaba preocupando a Mateo: el corazón. No acertaba a explicarse lo que le ocurría, pero lo cierto era que al entrar en casa de Ignacio, llena la cabeza de «valores eternos, de mar azul y de yugos y flechas», sin contar con el Derecho Romano y la Economía, la espléndida juventud de Pilar, sus pómulos tersos y rosados, sus alegres vestidos cosidos y cortados por ella misma, su nariz respingada y sus ojos maliciosos le producían una gran sensación de bienestar. Antes de entrar en el cuarto de Ignacio, para estudiar con él cualquier lección difícil, se sentaba en el comedor, junto a la estufa, unos minutos, al lado de Carmen Elgazu, frente a Pilar. Y el júbilo de la muchacha en estos casos, lo hacía suyo, sin querer. Se iba interesando por sus pensamientos. Todo lo de la chica se le iba haciendo familiar y le parecía lógico saber a qué hora fue al taller, a qué hora salió, qué hizo luego, si volvió directamente a casa. Matías Alvear, con los auriculares de la galena en la cabeza, o leyendo el periódico, pensaba: «A ver si una de las flechas de que habla don Emilio Santos cruza este comedor y engarza a esos dos chicos». Carmen Elgazu, haciendo calceta, tenía aire de preparar la venida al mundo de un nuevo ser.
Todo aquello preocupaba a Mateo porque en un principio pensó que, en todo caso, le interesaría Marta. Perfil castellano, montaba a caballo, iba a Bellas Artes, se conmovía cuando alguna gran palabra se introducía en la conversación. Y, sin embargo, lo más que sentía por ella era admiración y estima, la consideraba una magnífica camarada. Podría fundar la Falange femenina en la ciudad; mirando a Pilar, nunca se le ocurrió preguntarle qué opinaba de José Antonio.
– ¿Y de qué habláis en el taller?
– Pues… de nada. De chicos.
– ¿Y de cine…?
– Naturalmente.
– Y… ¿de qué chicos habláis?
– ¡Toma! De ti, si te parece.
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