José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Don Emilio Santos le concedió el permiso necesario. Don Emilio Santos fiscalizaba todos los actos de su hijo sin que éste se diera cuenta. A veces incluso cometía pecadillos indignos de sus plateadas sienes: escuchaba detrás de la puerta. Cuando Mateo y Octavio se quedaban solos en el despacho, don Emilio Santos se acercaba por el pasillo y escuchaba. Gracias a ello se enteró de lo que significaría aquella reunión, y de que las primeras manifestaciones públicas de la Falange gerundense… se efectuarían en junio.

¡Santo Dios! La cosa iba de prisa. Ahora que el rumor de los demás Partidos crecía como una ola… Ahora que el Partido Comunista tenía ya local, y propio, en la Plaza de la Independencia, un local magnífico en cuyo balcón un monumental rótulo rezaba en letras rojas: «Partido Comunista de Gerona».

Todo el mundo fue recibiendo las invitaciones para el baile. Los primeros, Ignacio y Pilar. Carmen Elgazu estuvo encantada. Le parecía muy natural que sus hijos se divirtieran. «Los bailes en una casa particular no me dan ningún miedo», dijo. Matías Alvear le replicó que si él había echado alguna cana al aire, había sido precisamente en bailes de casa particular.

Mateo les dijo a Ignacio y Pilar: «Habrá invitados sorpresa…» Ignacio le contestó: «¡Bah, no me digas! Octavio, Reselló, etcétera…» Mateo sonrió y añadió: «Y alguien más».

El personaje más emocionado ante la proximidad de la fiesta era Orencia, la criada. Orencia no hubiera podido justificar ante ningún juez por qué se había convertido en espía. Siempre fue una muchacha tranquila, y aun devota, de cerebro algo soñador, muy servicial. Por eso Carmen Elgazu la recomendó vivamente a don Emilio Santos. Pero… se puso en relaciones con Salvio, porque la muchacha se quería casar y Salvio era un hombre guapo y formal. Y ahí empezó la cosa. En cuanto supo que su novio era comunista, estimó su deber contarle de pe a pa las andanzas de Mateo. «Tendrías que advertir a Cosme Vila de que ya son seis afiliados, y que además…» «¡No me hables de Cosme Vila! -le interrumpía Salvio-. Yo soy trotskista.» Orencia se quedaba perpleja y pensaba que el día en que pudiera entrar en el despacho de Mateo consultaría en el diccionario lo que significaba aquella palabra.

El día del baile se propuso no perder detalle de cuanto ocurriera. Mateo le había rogado que, a pesar de ser San José, se quedara para servir a «los invitados». En compensación, luego tendría dos tardes libres.

A medida que «los invitados» fueron llegando, los iba mirando uno por uno, haciéndose a sí misma comentarios de una violencia inexplicable.

Allí estaba el señorito de la casa, Mateo, con zapatos nuevos, para causar impresión. Allí el hijo del profesor Civil, con su mujer, ésta con una cara de boba que no podía con ella. Allí el de Hacienda, con su novia, mosca muerta que en la fonda debía de hacer propaganda de Falange. Allí Alvear hijo, éste sí que era un tipo fino, que sería abogado y se negaba a afiliarse. Allí Pilar, gordita y mocosa, comiéndose con los ojos a Mateo. Allí Rosselló, de la última hornada, con sus hermanas, señoritas que no sabían lo que era fregar un plato… ni pasarse una tarde de fiesta preparando trece tazas de chocolate. Allí un tal Juan Roca, más feo que un demonio. Allí un tal Conrado Haro, que parecía un niño de teta…

¡Ale, a merendar, junto al pájaro aquel, que también era un detalle! Y la fotografía de José Antonio, presidiendo.

Mientras se oyeron las cucharillas y los platos, la criada cultivó su mal humor. Pero… luego ya no pudo. En cuanto oyó que se apartaban las sillas y vio que se encendían todas las luces de la casa, se detuvo. ¡De repente la gramola se puso en marcha! Un tango. Los primeros compases se los tragó con un poco de rabia. Pero de pronto, al oír el frufrú de los que bailaban, se puso sentimental, entornó la puerta de la cocina, se quitó el delantal y se puso a dar lánguidas vueltas, sola, abrazaba a un Salvio imaginario.

Nadie pensaba en ella. ¡Perra vida, mientras una está soltera! Los invitados vivían cada uno su tango. ¡Qué piso, qué muebles! Se bailaba en el despacho, en el pasillo y en el comedor, habilitados al efecto. Un vértigo magnífico se había apoderado de la casa.

«Grand complet» Ignacio le había dicho a Pilar: «Ya ves quién tenía razón: ahí están los invitados sorpresa». Y le indicó a Rosselló y sus hermanas, a Octavio, a los demás con camisa azul. Pilar tuvo que aceptar el hecho. Sin embargo, ¿qué le importaba? Le bastaba con Mateo. ¡Magnífico vértigo, a fe! Sobre todo cuando, bailando los demás en el despacho y en el comedor, ella y Mateo se quedaban solos en el pasillo. En estos casos Mateo se detenía, estrechándola más contra sí. Pilar sentía la frente del muchacho rozar sus sienes, entremezclarse los cabellos, que los pies ocupaban una sola pieza de mosaico.

También Mateo se sentía eufórico. Por fin había podido acercarse a Pilar sin que Carmen Elgazu zurciera calcetines al lado. ¡Ni una sola llama en la casa, y tenía que secarse la frente sin cesar con su pañuelo azul! Pilar llegó enfundada en un espeso abrigo. Sin embargo, debajo de él apareció un vestido increíblemente escueto y fino. La mano de Mateo temblaba en él. Temblaba incluso cuando intentaba encender la pipa con el mechero de yesca, artefacto que arrancó gritos de entusiasmo de las hermanas de Rosselló.

La nuera del profesor Civil revivía veladas de soltera. Octavio canturreó flamenco con un estilo que, al superar el de la gramola, levantó hasta el máximo el clima de la reunión. Ignacio, completamente entregado a la alegría natural de la casa, recordaba como pertenecientes a otra vida aquellas otras tardes de domingo en que dejaba lo mejor de sí mismo en una habitación rosa, con Canela. ¡Qué sabor acre le quedaba a uno en el paladar, y, luego, qué sensación de muerte en el alma! Tener amigos como los de ahora era tener alma, vivir.

Le pareció muy raro bailar con su hermana. La encontró mucho más alada de lo que se figuraba. «¿Te diviertes?», le preguntó. Pilar le contestó: «No lo digas a nadie, pero soy completamente feliz». Ignacio le dio un beso en la frente.

De repente, cuando nadie lo esperaba, sonó el timbre de la puerta. Mateo fue a abrir: era Marta. La criada pensó: «Ya sabía yo que faltaba una taza » .

Marta vestía de negro, como siempre, y calzaba tacón alto. Los cabellos desmayados, como nunca, a ambos lados de la cara. Pálida, flequillo hasta las cejas, ojos serenos y lentos, mano emotiva que fue estrechando una por una las diestras de los demás. Sonreía con timidez y al mismo tiempo con algo de íntima seguridad.

Ignacio recibió una de las más fuertes impresiones de su juventud. Procuró aislar a Marta de todo cuando aludiera al Tribunal Militar de Represión, al asistente que tenía orden de acompañarla a galopar por la Dehesa, a la distancia que ella y su madre establecían entre sus vidas y las de sus semejantes. La admitió como una aparición, como algo hermoso y serio que surgía del fondo de una antigua ciudad y que venía a su encuentro en aquella tarde de San José, cruzando aquel umbral y estrechándole la mano también a él. A Benito le preguntó: «Tú eres el hijo del profesor, ¿verdad?» Al llegar a Ignacio le dijo: «Y tú eres Ignacio…» Pilar esperó en vano que dijera: «Y tú eres Pilar…» Pensó que tal vez la desconcertara la flor que llevaba en el pelo.

Y no era así. Cuando Mateo las presentó, diciendo en tono algo solemne: «Marta, ahí tienes la amiga que te mereces», Marta sonrió a Pilar con evidente deseo de resultarle agradable. Y cuando, enterada Marta de que Octavio había nacido en Sevilla e Ignacio en Málaga, levantó el brazo y acercando sucesivamente su taza de chocolate a los labios de los dos muchachos les dijo: «Brindemos por Sevilla y Málaga», Pilar quedó pasmada ante aquella osadía, pero reconoció que la chica lo hizo con perfecta naturalidad. En cambio, Octavio protestó contra que se brindara por Andalucía con chocolate. «La próxima fiesta la daré yo y se harán las cosas como es debido.»

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