José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Otra persona aprovechable era mosén Francisco. El vicario de San Félix también consiguió un contrato: llevar su orfeón catequístico a cantar sardanas y folklore en Perpiñán. No quiso presentarse en Perpiñán sin que sus muchachos conocieran una canción en francés. ¡Vano intento! Eligió «Frère Jacques». No acertaban a pronunciar como era debido. Se armaban un lío. «¡No iremos a Perpiñán hasta que sepáis «Frère Jacques!» Los chicos se excusaban. «Mosén, lo difícil es entrar a tiempo.» Por fin entraron y mosén Francisco se los llevó a Perpiñán, saludando con su inmenso sombrero a los soñolientos jefes de las estaciones.
¡Toque de alarma en casa de los Alvear! De repente llegó César. Llegó del Collell con una carta de su profesor de Latín que decía: «Oblíguenle a dormir. Aquí se ha pasado noches enteras rezando, sin notar cansancio». Matías Alvear le asió de la barbilla y le preguntó: «¿Es cierto?» César afirmó con la cabeza. «Pero me encuentro muy bien.» Matías Alvear no supo qué comentario hacer. Porque la verdad era que el chico tenía un buen aspecto. Carmen Elgazu se quitó el delantal y, arreglándose con prisa el moño, fue a visitar a mosén Alberto. «¡César se ha pasado noches enteras rezando, sin notar cansancio! ¿Qué opina usted?» Mosén Alberto, que ya estaba enterado del asunto por un informe del director del Collell, opinó simplemente que César era un santo y que aquello era una manifestación de la gracia. Carmen Elgazu se llevó las manos a las mejillas y exclamó: «¡Jesús!» Era tanto su júbilo que los ojos se le llenaron de lágrimas, que acaso fuera agua, acaso no. «¡Un santo! ¡Un milagro! ¡Mi hijo hace milagros!» Mosén Alberto intentó calmarla. «Son casos sobrenaturales, no hay duda. Ausencia de sueño… Es una de las manifestaciones características de los estados contemplativos, sobre todo del éxtasis. Lo mismo que la carencia de necesidad de alimento. Santa Catalina de Siena -por cierto que la imagen que tienen ustedes es magnífica- dormía media hora cada tres días y santa Lydwina durmió tres horas en treinta años. Sin embargo, tenga usted calma. Nada de milagros. ¡Y sobre todo no le digan nada al chico! Oblíguenle a acostarse.»
Y de repente, el sol desencadenó su ofensiva. Apenas asomaba tras la silueta de Montjuich, un calor bochornoso caía sobre la ciudad. Los grandes ventiladores de Izquierda Republicana fueron puestos en marcha, los pequeños del Banco Arús se complacieron de nuevo en trasladar los papeles de sitio; pero existían personas sin defensa posible. Los guardias urbanos -el padre de Haro, en el puente de Piedra-, los vendedores ambulantes, los albañiles, los peones. Sobre ellos caían los rayos como martillazos.
Era una especie de borrachera. Los cuerpos quedaban empapados y pronto la piel comenzaba a hervir. Y acto seguido, hervían los cerebros.
Sobre todo los cerebros de los obreros en paro. Éste era el punto delicado. Teóricos del hambre les habían dicho: «No os preocupéis; en verano se vive de cualquier modo». Los obreros parados descubrieron que era peor. El calor, el sudor, las horas largas. Sentados en las aceras con la gorra hasta los ojos, de pronto, hartos de sol y de sí mismos, pegaban un brinco. Buscaban un poco de sombra, algo fresco con que remojar los labios, un poco de conversación. Les parecía amargo incluso el tabaco. Pasaban los carros: «¡Helao, el rico helaoooo…!»
Y, además, llevaban ya muchas semanas acumulando miseria. Desde octubre. Las reservas se habían agotado tiempo hacía. La ayuda de las amistades, otro tanto. Las mujeres ya no encontraban ropa que lavar en el río, el propio río bajaba sin apenas agua. «Fulano de tal os conseguirá una colocación; dicen que Mengano necesitará gente.» Mentira. Fulano y Mengano preparaban las maletas para salir de veraneo. El notario Noguer, desde la Alcaldía, cumplió su promesa en la medida de sus posibilidades. Consiguió que el Ayuntamiento en pleno votara la construcción de un Mercado cubierto, sobre el río, sobre el Oñar. Audaz proyecto. Ochenta mil pesetas iniciales fueron destinadas a él. Las mujeres contentas. ¡Plaza cubierta! Pero… los obreros llamados no llegaron a cuarenta. Cuarenta obreros, con botas de goma, empezaban a poner los cimientos, mientras los puentes vecinos se llenaban de curiosos.
Eso era todo. Eso, y los cincuenta murcianos que se habían marchado unas semanas antes hacia S'Agaró, a las órdenes del hijo mayor del profesor Civil, el arquitecto. Los demás, nada. Doscientos cincuenta hombres sin esperanza por lo menos hasta septiembre.
Y por si ello fuera poco, de los murcianos llegaron noticias alarmantes. Al parecer se habían instalado en la misma playa de S'Agaró, con sus familias, en barracones improvisados, y los veraneantes los barrían de aquel paraje alegando que lo ponían todo hecho una porquería.
El Demócrata traía la información. «Han tenido que instalarse junto a la carretera, en unos cobertizos medio arrumbados. También de allí les han echado, porque es donde los coches se proveen de gasolina.»
La CNT salió en defensa de los murcianos, porque era el Sindicato al que estaban afiliados. «¡Trabajando bajo un sol que los mata, y no tienen ni siquiera derecho a vivir junto al mar!» Los doscientos cincuenta obreros parados se solidarizaron con la causa de sus camaradas.
Pero nada consiguieron. Ganó la protección al turismo.
Los obreros en paro se indignaron. Estos obreros dormían desnudos sobre la cama, a causa del calor, y ello aumentaba la impresión de desamparo que sentían.
Entonces empezó el paso de turistas hacia la costa. Coches con una piragua en el toldo, otros descapotados con hombres vestidos de blanco, con mujeres hermosas que llevaban la cabellera al viento o un pañuelo atado a la cabeza. El Tradicionalista anunciaba trajes de baño baratos, señalaba «itinerarios de belleza indescriptible».
Los obreros parados se dividían en grupos. Algunos consideraban todo aquello muy natural. Era la vida que rodaba, como los neumáticos por la carretera. Otros consideraban que todo en conjunto era una mofa, una broma de mal gusto que les jugaba el mundo.
Entre éstos -aunque personalmente trabajara- se contaba Salvio, que había fundado la célula trotskista. Pero no le hacían caso. El Partido Comunista, la UGT y Salvio se manifestaban impotentes para encontrar una solución. Los únicos que parecían comprender a los murcianos y a los parados eran el Responsable y Porvenir.
Porvenir iba de un lado para otro y era el único contacto humano bienhechor. «Nada en una mano, nada en la otra», de repente sacaba una peseta de la nariz de aquellos seres que no poseían moneda alguna.
Porvenir dirigió la ofensiva. Nocturna ofensiva contra la albura de las paredes, de las fachadas. Capitaneando un grupo de hombres cuyo asco era total, pues entre los que partían hacia Mallorca y Puigcerdá se contaban «La Voz de Alerta», don Santiago Estrada, don Jorge, ¡los hermanos Costa con sus mujeres!, se dedicó a llenar la ciudad de inscripciones. «Muera esto, muera lo otro.» Recorrían calles y plazas amenazando. En el portal de la casa del subdirector escribieron «Viva la FAI» y dibujaron una calavera.
El notario Noguer no tuvo otro remedio que nombrar una brigada nocturna de vigilancia. Serenos y guardias urbanos.
Entonces se repitió en los parados el milagro de César -ausencia de sueño- sin que en su caso mosén Alberto le hallara explicación. Ya ni siquiera podían dormir. Por lo que no sólo los días se les hacían interminables, sino las noches. Y puesto que la brigada de vigilancia les impedía pasarlas bajo el cielo estrellado, se metían en cualquier taberna abierta, a beber y a jugar a las cartas hasta las seis de la mañana; mientras Porvenir, al otro extremo de la ciudad, capitaneando otro grupo, rompía el cristal de una tienda o hacía resonar ensordecedoramente las persianas metálicas.
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