José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Ignacio se reía y pensaba: «¿Cómo convencer a mi madre?» Por otra parte, tal vez ella acertara. El chico se guardaba de rechazar por infantiles los argumentos de Carmen Elgazu, incluso hablando de política. Desde que la besó en el cuello en el comedor, cuando la enfermedad, y luego la acompañó varias veces a la Iglesia, e incluso un día a comprarse un paraguas, la oía con mucha atención, porque admitía la existencia de un saber extralibresco, directo y eficaz.
Y por si esto fuera poco, ¿cómo resistir su entereza? Ignacio miraba ahora a su madre con admiración. Y ésta ¡cómo le correspondía devolviéndole mil por uno! ¡Cariñoso hijo; que Dios se lo conservara! Entraba en la cocina a gatas y la asustaba haciéndole cosquillas en las piernas. En ocasiones, al verla sentada y cosiendo, se colocaba detrás, le deshacía el moño y asombrado ante la longitud de su cabellera -mezcla de blanco y negro- que le llegaba casi al suelo, la peinaba interminablemente como de niño hiciera en Málaga. En otras ocasiones organizaba pequeños complots familiares, con el fin de que Carmen Elgazu no tuviera que levantarse absolutamente para nada durante las comidas. Ignacio, Pilar y César y el propio Matías Alvear eran los encargados de ir a la cocina y de servir. Carmen Elgazu tenía prohibido moverse. Presidir la mesa y comer, nada más. Los cuatro confesaban que juntos no conseguían lo que ella sola, pero el detalle hacía feliz a la mujer. Ignacio oyendo a Casal se preguntaba a veces con inquietud si el programa de industrialización no traería consigo la pérdida de entidades humanas como su madre. David contestaba que al contrario. «Habrá muchas más. Ahora muchas mujeres querrían ser Cármenes Elgazu y no pueden, porque no tienen fuego en la cocina ni mesa que presidir.»
Otras veces, Ignacio pensaba en Marta. A Marta la palabra socialista -a pesar de que en Valladolid los socialistas se pasaran a Falange- parecía causarle horror. Hablaba poco de ello, pero resultaba claro. De Casal decía: «Sólo verle me da miedo». Ignacio le preguntaba: «¿Por qué?» Marta contestaba: «Eso es lo horrible, que no lo sé. Pero me da miedo».
Ignacio había observado que este sistema de sentenciar sin dar luego la explicación era habitual en Marta. Acaso quisiera dárselas de mujer intuitiva; lo más probable era que lo fuese verdaderamente.
No obstante, su intromisión en el círculo familiar le estaba poniendo nervioso. Ignacio continuaba experimentando fuerte impresión al ver a la muchacha, porque en realidad algo magnético emanaba de ella. Pero era una impresión desasosegadora, como la que produciría una estrella que no estuviera en su lugar. En el fondo no comprendía que Marta congeniara con su hermana. Eran totalmente distintas y, sobre todo, había entre las dos diferencias vitales, de inteligencia y aun de educación. Por lo visto, la picardía de Pilar, sus intervenciones inesperadas y la salud que irradiaba su persona conquistaban a todo el mundo. Ahí estaba Mateo como ejemplo vivo.
Ahora Pilar le decía, dándole un codazo a Mateo:
– ¿Qué pasaría, Ignacio, si yo fuera a la UGT, mientras Casal está hablando del transporte y le quitara el algodón que lleva en la oreja?
Ocurría eso, que la alegría de Pilar acababa contagiándose. En realidad era inútil intentar hablar seriamente en su presencia. Varias personas lo intentaban -César, Julio-, pero no lo conseguían. Tal vez, el único que a veces lo conseguía fuera mosén Alberto.
César fracasaba. Pilar le tiraba de la nariz o le ponía la mano en la cabeza, imprimiéndole un movimiento de rotación y le decía: «Anda, hombre, que vives en este mundo». A veces le tocaba en los costados preguntándole, con expresión de cómico asombro: «¡Oye!, ¿qué te pasa aquí? ¿No te das cuenta de que te están saliendo alas?»
A Julio le tomaba el pelo. Pilar, desde que tenía un retrato de Mateo en la mesilla de noche, ya no le temía a nadie, ni siquiera al policía.
Y a Julio esto le ofendía. En paro forzoso, expulsado del Cuerpo, a pesar de las gestiones del coronel Muñoz, ahora iba con frecuencia a casa de los Alvear, aun cuando Matías le recibiera con menos efusión que antes, y aun cuando notara que Ignacio se había distanciado de él. No se inmutaba por ello. Respecto de Ignacio pensaba: «Ya volverá. Por de pronto, ya ha vuelto a la UGT». Respecto de Matías, sabía que en cualquier caso podía contar con él. De modo que el único hueso de la familia era Pilar.
Y era que Pilar le había gustado siempre enormemente. Ya cuando era niña. Pilar había significado siempre para el policía lo femenino intacto, el más imperioso e imposible deseo de la madurez. Doña Amparo Campo le gustaba por vicio, Olga le hubiera gustado por fuerte; pero aquellas mejillas sonrosadas de Pilar valían lo que no valía el triángulo de la Logia.
De modo que el único que imponía seriedad a la chica y en la casa era mosén Alberto. Tal vez porque el sacerdote suscitaba siempre temas tremebundos, que a Pilar la desazonaban y la obligaban a comerse las uñas, como, por ejemplo, el de la lepra, o ahora el de los incendios.
Si Mateo estaba ausente, mosén Alberto hablaba de Falange, «inspirada en las doctrinas paganas de Centroeuropa», lo cual dejaba en suspenso a Carmen Elgazu. A veces hablaba incluso de la muerte.
Sí, éste era el tema habitual en el sacerdote desde que había iniciado aquellas excavaciones en Rosas, subvencionadas en parte por el notario Noguer. Porque, por lo visto, ocurría en ellas algo singular: la ciudad griega no aparecía, pero, en cambio, aparecían centenares de calaveras. Una necrópolis. Tantas calaveras, al parecer, que no sólo el comedor de los Alvear estaba lleno de ellas en abstracto, sino que amenazaba con serlo en concreto; pues a mosén Alberto se le había presentado el problema de colocarlas.
Era inútil que Pilar le interrumpiera: «Pero, mosén Alberto, ¿no podría hablar de alguna cosa más divertida? ¿Por qué no cuenta aquello de Jonás y la ballena?» Imposible. A mosén Alberto le sobraban calaveras.
Y por lo demás, le surgió inesperadamente un aliado: Mateo. A Mateo le interesó en seguida aquel asunto y de repente le pidió al sacerdote: «Mosén, le agradecería mucho que me trajera un ejemplar».
¡Santo Dios! Matías Alvear enarcó las cejas y de buena gana le hubiera roto a su futuro yerno la caña de pescar en la cabeza. Carmen Elgazu creyó que debía de ser cierto lo de las doctrinas de Centro-Europa; en cambio, mosén Alberto respiró: ¡Por fin empezaba a colocarlas!
– La tendrás, Mateo, la tendrás. -Pero de súbito, pasándose la mano por la mejilla, le preguntó-: De todos modos… ¿cómo la quieres? ¿De hombre o de mujer?
Todo el mundo perdió la respiración, especialmente el propio Mateo. Jamás se les había ocurrido establecer tal distinción; tan acostumbrados estaban todos a suponer que la muerte iguala de una manera total a los seres humanos.
Finalmente, Mateo la pidió de hombre, lo cual a Pilar le devolvió, en cierto sentido, la tranquilidad.
El asunto de las calaveras a disposición de quien las quisiera desbordó el comedor de aquella casa y llegó a ser de dominio público, gracias a las periódicas informaciones que El Tradicionalista publicaba sobre los trabajos en Rosas. Y entonces se produjo la primera sorpresa para el excelente observador que era el doctor Relken: quedó demostrado que semejante objeto no interesaba a nadie. ¡Qué horror!, exclamaba todo el mundo.
– No comprendo -dijo el doctor en casa de Julio-. Yo creía que los españoles estaban familiarizados con la muerte.
El doctor Rosselló aseguró que esto no era cierto, que era propaganda religiosa.
En realidad Mateo no tuvo sino dos imitadores: David y Porvenir. David pidió un ejemplar -de hombre- para colocarlo en un pedestal en la clase cerca del acuario; Porvenir pidió otro, de mujer.
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