José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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En realidad, Ignacio tenía más experiencia que antaño y no veía, como entonces, sólo una cara de la medalla. Procuraba ser justo. Su honda pena provenía de que el desequilibrio lo percibía no sólo en la persona de Mateo sino dondequiera que volviera los ojos. Tanto como el hecho de que Pilar no contara para nada en la decisión de Mateo de marcharse a Abisinia, le molestaba que la pedagogía racionalista de David y Olga hiciera posible la aparición de Santi. ¡Pero al mismo tiempo que la pedagogía de los maristas hiciera posible la aparición de Mateo! Y la de los jesuitas «La Voz de Alerta».
A Ignacio le parecía que él mismo participaba de esta dualidad, que era a la vez un poco Santi y un poco «La Voz de Alerta». ¿Cómo explicar, si no, que el argumento de que los etíopes comieran aún carné humana ni le impresionara, y en cambio le sacara de quicio que el doctor Relken en el Neutral ridiculizara el fanatismo religioso de las mujeres españolas?
Era evidente que los campos se iban delimitando en él. La herencia Alvear y la herencia Elgazu. Tal vez, el Seminario… y la UGT.
«Kum, Kum», en cuestión de fe, se había levantado. Desde el primero de año. No dudaba de Dios, pero le desconcertaba que el Padre Santo bendijera los tanques. En cuestión social, tampoco dudaba: había que asegurar Casa de Maternidad, educación, trabajo y sepultura al mundo. Y sobre todo libertad; pero le indignaba que en nombre de estos valores Porvenir paseara una calavera y Teo blandiera a su antojo su látigo de carretero.
Acaso lo que menos definido sentía en sí era su actitud frente a la Patria. Le ocurría que buena parte de las cosas que el doctor Relken imputaba a España él las había pensado, y aun las había vertido al rostro de Mateo en muchas discusiones; pero oírlas en boca extranjera le sulfuraba… Hasta el punto que en ciertos momentos justificaba a Mateo. ¡Humillante que en el Neutral se formara un corro de españoles oyendo complacidos la vivisección del toreo, de la mantilla, del estado de las carreteras y de la oposición a la Reforma! El toreo era cruel, pero valiente y más artístico que la pelea de gallos; la mantilla parecía muy superior al salakot que, según Padrosa, llevaba el doctor Relken en Montjuich; si las carreteras eran malas tenían de bueno que conducían a alguna parte y la Contrarreforma cortó en seco el avance de la dispersión espiritual, Al diablo, pues, con aquellos discursos. Bien estaba que viniera alguien de Praga a explicar lo que debía ser la democracia; pero que este alguien dejara en paz lo que las madres españolas se ponían en la cabeza.
Y, sin embargo, era evidente que la herencia Alvear, David y Olga y el propio doctor Relken tenían razón en muchas cosas, y ahí estaba el drama y por ello era demasiado simple la frase que Carmen Elgazu escribió a Bilbao: «Ignacio vuelve a ser el que fue».
Porque, contentarse con guardar silencio, prestar atención y demás, buscando la paz del alma individual, cuando la ciudad en que uno vivía se preparaba para una lucha a muerte, resultaba de un egoísmo intolerable. España era pobre, la tierra se resistía a las manos, el nivel de vida era ínfimo. España no había aportado nada a la investigación pura, a los sistemas filosóficos, a la mecánica; y ni siquiera el profesor Civil negaba todo esto. Si en un tiempo dio genios en otras ramas, desde hacía lustros parecían haberse terminado. España no daba ni siquiera inventores. Cualquier cosa que asombrara al mundo -en medicina, en astronomía, en lo que fuera- desde hacía muchos años provenía de otros países. ¿Qué ocurría? La tesis de David y Olga, de Casal y de tantos otros, según la cual se había encerrado al genio español en el sepulcro del Cid, parecía imponerse, y por ello cuantas panaceas aportaran Gil Robles o José Antonio morirían en este sepulcro.
Pero… por otra parte, pensando en Marta por ejemplo, en su perfil castellano, en su nobleza y austeridad, ¡aparecía, en efecto, tan entrañable la tierra del Cid!
Y además, ¿no ocurriría que cada país tenía su misión que cumplir y España cumpliría con la suya, no arquitecturando en libros sistemas filosóficos, sino guardando en la conciencia colectiva, como en un sagrario, algo que tal vez tuviera más valor, y desde luego fuera más duradero: la fe y la unidad religiosa? Por lo demás, ¿es que podían brotar, y aun sería conveniente que brotaran, Goyas a cada lustro? ¿No valía con haberlos dado una vez? ¿Y la música, y el canto, y la danza, y la grandiosidad del paisaje, y aquellos cielos? A Carmen Elgazu no le interesaba nada que no fuera la salvación de su alma y de las almas que estaban a su cuidado. Tal vez en la indiferencia de la raza por las ciencias y los pensamientos que perecen latiera este rasgo fundamental. España tal vez no quisiera «especializarse», porque su sed era de cosas eternas, de algo que lo abarcara todo. ¿Cómo comprender, si no, que David y Olga, en vez de limitarse a instruir a sus treinta alumnos, quisieran ahondar en la mismísima entraña de éstos, influir de una manera total en su capacidad de ser hombres? Obsesión de lo trascendente. Ignacio recordaba que un simple portero de la Inspección de Trabajo estaba preocupado por saber si el Rey de Italia era o no masón… Por eso él había exigido en el Seminario estudiar no sólo Latín, Moral, Retórica y Teología, sino que quería que le hablaran de la miseria del hombre, y le dieran recetas eficaces para salvar al mundo. Por eso Miguel Rosselló se quejaba de que los libros de Bachillerato eran superficiales. De un país quería conocer desde su prehistoria hasta su futuro. Y luego saber lo mismo de todos los países. Tal vez por esa obsesión de totalidad, la Enciclopedia Espasa tenía más de ochenta volúmenes, el Quijote fuera un inventario de los sentimientos y de las aspiraciones humanas, y San Francisco Javier llegara, antes que nadie, al Japón, al otro confín de la tierra.
Y, sin embargo, en el vivir cotidiano ¡cuántas calamidades originadas por esta mentalidad! Las cosas se desorbitaban. Los hombres que, como Mateo, tenían fe en lo eterno de España, llegaban a soñar en cazar etíopes; y los que, por el contrario pedían que España diera la vuelta y se «europeizara» -desde los Costa hasta la élite intelectual de la nación- con sus maneras, no conseguían sino desmoralizar y crear un complejo de inferioridad.
Ignacio recordaba a este respecto la unanimidad de los intelectuales españoles de la época precedente -Giner de los Ríos, Ganivet, Joaquín Costa, etc…- y de los del momento -Ramón y Cajal, etc…- en su criterio sobre España. ¡Todos estaban de acuerdo con David y Olga… y casi con el doctor Relken! «Existía el atraso y ello se debía al cierre de los Pirineos. No ha circulado el aire entre España y Europa.» Sólo Unamuno, el de los caracoles humanos, se erguía en contra, asegurando que al otro lado de los Pirineos la gente era aún menos feliz.
A Ignacio le dolía la labor aniquiladora de aquéllos, pero le parecía ridículo el grito de éste: «¡Que inventen ellos!» ¿Era verdaderamente imposible armonizar la conservación de la fe religiosa con la necesaria importación de tractores? «¡Que inventen ellos!» Pero en España había 700.000 obreros parados, malestar, lucha social, sorda y fratricida.
Ignacio habló en este tono aquel día, en casa del profesor Civil, y el profesor Civil iba pensando: «Las dos Españas frente a frente. La de Unamuno, Carmen Elgazu, comandante Martínez de Soria, la secreta emoción de este muchacho al contemplar el mapa ibérico y oír hablar en puro castellano, y la de Julio García, David y Olga, Giner de los Ríos, Ramón y Cajal y el Responsable, la secreta rebelión de Ignacio al escuchar a mosén Alberto o al ver a "La Voz de Alerta". La familia de Bilbao y las de Madrid y Burgos. Era evidente que los contrastes eran, en el país, duros y múltiples como los que ofrecía su geología. Aquellos que colgaban en su despacho retratos de Felipe II y grabados de El Escorial -comandante Martínez de Soria- eran partidarios de Mussolini y daban lecciones de esgrima; los simpatizantes con el Negus -la Torre de Babel- tenían en su cuarto un retrato de Gandhi y un grabado de Versalles. ¡Pero si la Torre de Babel -pacífico- daba sangre en el Hospital, por otra parte se iba a la calle de la Barca a preguntar de qué pico exacto se arrojó contra el empedrado el padre de Pedro y escuchaba al doctor Relken como a un oráculo!; y si el comandante Martínez de Soria -belicoso- condenaba a muerte a Joaquín Santaló y tenía a Olga de pie durante un interrogatorio de cuatro horas, ofrecería la vida en cualquier momento por España, y elevaba el tono de una calle con sólo pasar por ella».
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