José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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CAPÍTULO LXIII
Cuando, el 15 de enero, Matías leyó el manifiesto en que se daba cuenta oficial de haberse constituido el Frente Popular, y comprobó que en el programa no figuraba nada que no tuviera un tono ecuánime y razonable, comentó: «Por fin parece que se ha impuesto el sentido común. A ver si esta vez Azaña salva la República».
Su contento hubiera sido total de no continuar doliéndole la conducta de Mateo. El muchacho no sólo no le había pedido excusas por su ex abrupto sobre Abisinia, sino que persistía en su actitud, sobre todo al comprobar que Pilar cedía. Por ahí se hundió todo. La chica, una vez secas las lágrimas y después de una conversación con Marta, salió con el sambenito de que Mateo hubiera sido un héroe marchándose a la guerra.
Matías Alvear no se decidía a cortar por lo sano, pues siempre confiaba en que la juventud vuelve al redil si ha recibido buenos principios: y pensándolo bien no podía dudar de que éste fuese el caso de Mateo, pues no cabía olvidar que era hijo de don Emilio Santos, auténtico caballero, y el primero en lamentar la violencia del muchacho. Así que permitía que Pilar saliera con él, confiando además en que el triunfo del Frente Popular en las elecciones echaría definitivamente tierra sobre Falange.
En cuanto a Mateo, vivía jornadas de inquietud. ¡Su pronóstico se había cumplido!… Las izquierdas se habían unido, el Frente Popular quedaba formado. Y entre tanto, las derechas continuaban elevando globos y asegurando, en el Casino, que iban a ganar.
Otra preocupación del muchacho: no estaba del todo satisfecho de sus camaradas. Se arrepentía de haber aceptado al hijo de don Jorge. El chico palidecía cada dos por tres, a consecuencia de la conminación de su padre a que rompiera el carnet en el plazo máximo de dos meses, so pena de quedar desheredado; y por otro lado Miguel Rosselló cualquier día cometería una barbaridad. Era tan exaltado y tan grande su indignación ante el espectáculo de inconsciencia de que según él, el país daba muestras, que continuamente pedía intervenir de algún modo. Rosselló vivía en una fonda y la soledad le había desquiciado.
Mateo hubiera querido ensanchar su grupo, formarlo más de prisa y no verse obligado sin cesar a explicarlo todo, a justificarlo todo.
– ¿Por qué en algunas provincias presentamos candidatura, si Falange no cree en los Partidos, ni en derechas ni en izquierdas?
– Porque, hasta días mejores, es preciso disponer de una tribuna para hacer oír nuestra voz. Y no hay mejor tribuna que el Parlamento.
A pesar de todo ello, Ignacio estaba totalmente convencido de que Mateo sabía adonde iba, de que no retrocedería ante nada. «Ahora espera órdenes de Madrid. En cuanto éstas lleguen, es capaz de poner los planes de Rosselló en práctica, todos de una vez.»
Ignacio no dejaba un momento de pensar en las elecciones. Y estimaba, lo mismo que los demás empleados del Banco, que el resultado era imprevisible.
Esta era la opinión general. Y el interrogante inquietaba tanto más cuanto que todo el mundo comprendía que esta vez no se trataba de un sufragio rutinario. «En estas elecciones se deciden los próximos cien años de la nación.»
«De la nación, y quién sabe si de Europa.» Esto opinaba el profesor Civil. El profesor Civil creía que en las dos Españas que Ignacio llevaba dentro y que iban a enfrentarse el 16 de febrero latían los gérmenes de la futura lucha en el mundo entero. Continuaba creyendo que la estructura de la Democracia se bamboleaba en todas partes, por el desgaste natural de los sistemas y porque había caído en manos de dirigentes judíos, pero que por desgracia las fuerzas que se levantaban contra ella eran tal vez peores.
– ¿Y por qué cree usted que en España nos anticipamos en la lucha? -le preguntaba Ignacio.
– Porque aquí hay más fanatismo que en ningún sitio. Las ideas se convierten en seguida en alma y carne.
El doctor Relken parecía compartir la opinión del profesor. Se pasaba el día en el Neutral cantando lo épico de aquella lucha. El día en que se hizo público el manifiesto del Frente Popular dijo:
– Son ustedes magníficos. La víspera de Reyes los vi acompañando a sus hijos con farolillos en el aire. Pedían muñecas, mecanos, bicicletas. Luego pedirán la cabeza del adversario. ¡No, no, no lo digo por reproche! Al contrario. Actúan ustedes por instinto de raza y en su raza hay sentimientos contrapuestos. Por eso la lucha es siempre aquí grandiosa. Cada uno defiende con los dientes lo que cree.
De repente añadió:
– Lástima que a veces vivan demasiado obcecados.
– ¿Qué quiere decir?
El doctor dejó el vaso sobre la mesa.
– Tienen ustedes un refrán muy bonito -añadió- que creo que ahora se les puede aplicar. Ustedes dicen: «el que no corre vuela».
– ¿Y pues…?
Julio explicó que el doctor Relken debía de referirse al comandante Martínez de Soria, quien había salido de la ciudad con dirección a Roma.
Todo el mundo quedó perplejo. El doctor se quitó los lentes y afirmó:
– Así es.
– Caray con el canguelo -sugirió uno.
– ¿Por qué tanto miedo?
– Lo raro es que haya dejado la familia aquí.
Julio hizo entonces un signo negativo.
– Estáis equivocados. Volverá. Viaje de ida y vuelta… Ha ido con varios generales, y con Goicoechea.
Muchos supusieron que había ido a ver al Papa.
El doctor negó con la cabeza.
– Nada de eso. Pidieron audiencia a Mussolini, y éste se la concedió.
Hubo un clamor general. Uno de los más afectados por la noticia pareció ser Matías Alvear. Se levantó y se fue a su casa pensando una vez más en el furúnculo que significaba Mateo y sus semejantes. Ignacio se indignó más que nada porque Marta no le había advertido en absoluto de todo aquello.
– ¿Por qué no me has dicho nada? -le preguntó por la noche.
– Para evitar que interpretaras la cosa a tu manera.
– Me parece que sólo hay una manera de interpretar eso.
– No lo creas.
En todo caso, Mateo la interpretó alegremente. Tanto, que se llevó a Pilar al cine. Necesitaba distraerse. Aquello era una luz a lo lejos. No tenía gran confianza en las personas que podían dar el golpe; obraban en defensa propia mejor que por voluntad profunda de rehacer el país; sin embargo, tal vez Falange pudiera pedir un puesto preeminente y encauzar las cosas.
– Sería lo peor que os podría ocurrir -opinó el profesor Civil-. No hay nada más peligroso para un partido que llegar al poder cuando todavía no está formado por dentro.
Los comentarios en el Neutral continuaron, y entretanto el comandante Martínez de Soria, ajeno a las conjeturas que se hacían sobre su viaje, regresó. Varios observaron que en el tren de regreso vestía de paisano.
Volvió tres días antes de las elecciones y calló como una tumba, ante la desesperación de muchos. Ni en el café de los militares dijo nada, ni tampoco a Marta; sólo a su esposa y al teniente Martín. Su esposa le preguntó: «¿Qué te ocurre?» Él contestó: «La cosa anda mal. El día 16 arrollarán las urnas como una carga de caballería cosaca».
CUARTA PARTE
CAPÍTULO LXIV
Cuando, a media mañana, el subdirector llamó a casa de don Santiago Estrada y le dijo a éste: «Parece que en la provincia todo está en orden, pero aquí hay una verdadera batalla», el jefe de la CEDA se levantó y preguntó:
– ¿Cómo una verdadera batalla?
El subdirector le explicó que, tal como estaba previsto, los muchachos de la CEDA se habían echado a la calle a proteger a sus electores, montando guardia en los Colegios, pero que, de repente, habían hecho su aparición patrullas de comunistas y anarquistas, que se habían apostado en las aceras con cara de pocos amigos. Especialmente Teo iba al mando de una docena de tipos de su talla, y cuando diezmaban una cola se iban a otra.
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