José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Julio consideró que no había motivo para una intervención oficial. Cosme Vila, al enterarse de que el policía daba esta respuesta, dijo:

– Parece que jugamos al escondite.

Cosme Vila le tenía una inquina especial a mosén Alberto. Años atrás, en el Banco, había tenido que mandarle una carta acompañando un estado de cuentas y le puso: «Mosén Aborto». Esta vez parecía haber perdido la calma y repetía: «Sí, sí, parece que jugamos al escondite».

De pronto abrió un cajón y sacó una ficha. La ficha era rectangular, de color amarillo, y en el centro de ella se veía una fotografía del sacerdote, en el momento en que en el patio de la cárcel les decía a los presos de octubre que el hombre puede sacar gran provecho espiritual de sus contratiempos.

Se levantó y se fue a ver a Casal. Éste le recibió en seguida. Cosme Vila le mostró la fotografía y luego dijo:

– Pero no es esto lo que me interesa Es esto otro. -Y sacándose del bolsillo un papel, cuidadosamente doblado, lo depositó encima de la mesa.

Era un artículo. La fotografía no serviría más que para ilustrarlo, pero lo importante era el artículo en sí. Cosme Vila le pedía simplemente que lo insertara en El Demócrata .

– Ya comprenderás por qué te lo pido. El Proletario tiene mucha menor tirada que tu periódico.

Casal terminó de leer el papel y se pasó el pañuelo por la frente. Miró a Cosme Vila; éste se había levantado y le decía:

– Si quieres, pon tu firma; si no, pon la mía.

Casal parecía muy nervioso, como midiendo mentalmente la importancia de la jugada. Cuando el Jefe del Partido Comunista hubo salido, llamó a David y Olga y les mostró el artículo. Los maestros lo oyeron y reflexionaron un momento.

Por fin David comentó:

– Al fin y al cabo, lo que cuenta es cierto.

Casal se hundió el algodón en la oreja. Al día siguiente, todos los lectores de El Demócrata, y pronto Gerona entera, se enteró del caso de homosexualismo descubierto por los inspectores del Magisterio en el Colegio de los Hermanos de la Doctrina Cristiana.

El escándalo que la noticia produjo fue indescriptible. Santi se calzó sus puntiagudas botas, Porvenir cogió la calavera, Teo el látigo, la valenciana amiga de Gorki se abrió su vestido y exclamó: «¡Cinco hijos, cinco hijos!» El doctor Relken dijo en el Neutral que en los países nórdicos aquello no tenía importancia, pero que en España era imperdonable.

Inmediatamente, del local del Partido Comunista descendieron unos treinta militantes con un cartel. «¡Los frailes y el voto de castidad!»

En unos folletos se daban detalles. Se denunciaba el nombre del acusado: «Hermano Alfredo, sacristán». Se le describía físicamente: «Bajo y raquítico, de ojos azules y tiernos; ofrece caramelos y barras de regaliz a los alumnos».

El Tradicionalista publicó una indignada protesta, firmada por el Director del Colegio, en la que se rehabilitaba al Hermano Alfredo, «religioso intachable». La calumnia era doblemente ignominiosa, «dado que el Hermano Alfredo estaba enfermo desde hacía muchos años».

Sin embargo, una penosa nube pareció envolver el edificio. Las criadas, que a la salida de las clases iban a buscar a los pequeños, se los llevaban con extraña urgencia. Algunas familias retiraron a los alumnos, «hasta que se esclareciera la cosa». A los adictos, el Hermano Director los miró con agradecimiento. El Hermano Alfredo, ajeno a lo que ocurría, vio tantos claros en los bancos de la capilla que preguntó: «¿Qué les ocurre a los chicos?» El Director le dijo: -Nada, nada. La gripe, como siempre.

CAPÍTULO LXVI

Parecía natural que el ritmo de los acontecimientos fuera acelerado. En realidad, los protagonistas eran personas a las que se había mantenido inactivas durante año y medio.

Desde el primer momento se vio que los cuatro puntos cardinales de la cólera popular eran mosén Alberto, el comandante Martínez de Soria, «La Voz de Alerta» y Mateo.

El dentista, apenas regresó del viaje con Laura, se enteró de que su Clínica Dental había encabezado la lista de domicilios registrados. Su criada, Dolores, le entregó un papel de la Jefatura de Policía en el que se le ordenaba presentarse «a la mayor brevedad, para responder ante las Autoridades de poseer una pistola, un fusil y seis bombas de mano disimuladas en el interior de un arca vieja, situada encima del depósito de agua». El comandante Martínez de Soria escapó al registro por su condición de militar, pero sabía que los trescientos detenidos de octubre habían elevado una instancia al general para que fuera juzgado por «un tribunal de la confianza del pueblo», en términos tales que su esposa y Marta estaban más que asustadas; y en cuanto a Mateo, por primera vez se había visto obligado a abrir la puerta de su despacho a personas no falangistas.

En efecto, tres agentes se presentaron en su casa, en los cuales reconoció a tres asiduos concurrentes a la UGT. Don Emilio Santos quedó estupefacto al verlos, y la criada se encerró en la cocina presa de una crisis de alegría y curiosidad. Mateo sacó su pañuelo azul y su mechero de yesca. Los agentes rechazaron la pitillera que les ofrecía y miraron sonriendo al pájaro disecado. Se plantaron ante José Antonio y preguntaron: «¿Es de la familia?» De repente empezaron a abrir con reprimida violencia los cajones, los armarios de la librería. No encontraban armas. «¿Dónde guarda usted las pistolas?» Mateo levantó los hombros y contestó: «No las tengo». Los agentes registraron su dormitorio, el comedor, la cocina, la despensa y por último el dormitorio de don Emilio Santos, Palparon el colchón y el director de la Tabacalera les dijo: «Pueden ahorrarse el trabajo». Volvieron al despacho de Mateo y se fijaron en el retrato de Pilar. Pidieron el fichero. Mateo reflexionó y dijo: «¿Para qué lo necesitan? Saben mejor que yo quiénes somos». Ninguna ficha, ningún papel que aludiera a Falange. «Por lo demás -añadió el falangista-, el Partido es legal. Los Estatutos están registrados en la Dirección General de Seguridad.»

Uno de los agentes le contestó:

– Vive usted atrasado de noticias.

Finalmente se marcharon, no sin sonreír de extraña manera. Mateo, a quien la última respuesta del agente había dejado inquieto, sabía que aquello no significaba más que una tregua. Supuso que se dirigían a casa de Octavio, del delineante, de Roca y Haro, de todos y cada uno de los camaradas. ¡Santo Dios, cómo temblaría el hongo de don Jorge cuando éste viera que palpaban su tálamo nupcial!

Se dirigió al comedor, donde don Emilio Santos había tomado asiento, extrañamente abatido. Iba a decirle algo, pero su padre le interrumpió:

– Supuse que te llevarían esposado.

Mateo quedó de pie frente a él. Todo aquello le dolía, pero estaba decidido más que nunca.

– ¿Por qué crees que han dicho que vivo atrasado de noticias?

Don Emilio Santos no había oído nada y levantó los hombros.

Mateo se sentía incapaz de soportar la duda. Se peinó rápidamente y bajó la escalera. Se dirigió sin perder un instante a casa de los Alvear. Entre el Banco y Telégrafos, allá siempre sabían las cosas al minuto. Encontró a Ignacio estudiando en su cuarto, mientras Pilar frotaba el espejo del armario.

Ignacio le dijo:

– Pues… en efecto, hay una noticia importante… Por lo menos para ti. Deberías saberla.

– ¿Qué ha pasado?

– Tu Jefe ha sido detenido.

– ¿Qué Jefe?

– José Antonio Primo de Rivera.

Mateo quedó inmóvil.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo ha dicho la radio. En Madrid, por tenencia ilícita de armas.

Mateo había enrojecido hasta tal punto que la propia Pilar se asustó, sin atreverse ni a acercársele ni a dirigirle la palabra. «José Antonio, secuestrado en los sótanos de la Dirección General de Seguridad.» La noticia era escueta y dura. «A eso se le llama apuntar directamente al cerebro.» Ignacio había vuelto a enfrascarse en sus estudios y Pilar no sabía dónde meterse. Mateo se despidió bruscamente y salió de la casa. Se dirigió a Hacienda y avisó a Octavio. Entre los dos convocaron inmediatamente a todos los camaradas. Se llamó incluso a Marta. Todos acudieron excepto el delineante, en cuyo domicilio estaban efectuando el registro esperado.

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