José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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Era un amor que situaba a Ignacio a infinita distancia espiritual de Canela y el pecado. Que le infundía un gran sentido de responsabilidad, precisamente porque no era fácil, porque en cierto sentido era superior a él, o situado en otra orilla. A Marta le gustaba mucho que Ignacio fuera bastante más alto que ella. Y a veces le repetía acariciándole la cara, frases que ya Ana María le había dicho: «También me gustan tus ojos, y esos pómulos angulosos que tienes».
Era un amor que a Matías Alvear le preocupaba mucho, pensando en el viaje del comandante Martínez de Soria a Roma.
Pilar se dio cuenta de que aquello iba definitivamente en serio, y alcanzó el límite de la felicidad. «¿Te das cuenta? -le decía a Mateo-. ¡Marta mi cuñada!»
¡Cuánto quería Pilar a Marta! Casi tanto como Ignacio… lo cual éste continuaba sin comprender, pues las diferencias entre las dos chicas eran evidentes.
El cuarto de Pilar era rosa y tenía el crucifijo muy bajo, en la cabecera de la cama; era un cuarto alegre. El cuarto de Marta, por el contrario, era grave. El crucifijo resaltaba cerca del techo, blanco, de marfil.
Pilar tenía sobre la mesilla de noche novelas que terminaban en boda; Marta también. Pero en tanto que Pilar forraba luego las que más le gustaban y las guardaba cuidadosamente, Marta las entregaba a su padre para la biblioteca del cuartel. Su padre le decía: «Las llevaré, porque no hay peligro de que nadie las lea. Nunca un soldado lee un libro, ni por casualidad».
Pilar estaba muy orgullosa de su cabellera exuberante, ondulada sin necesidad de ir a la peluquería; y Marta presumía de su color pálido y de su inmóvil delgadez.
Carmen Elgazu les dijo a una y otra:
– Bueno, ya estáis hechas unas mujercitas. Pensad que el hombre es, en gran parte, lo que quiere la mujer. Sobre todo, no olvidéis que la religión lo es todo en un hogar. -Luego añadió mirando a Pilar-: Y… mucha pureza. -Carmen Elgazu, no sabía por qué, en este sentido le temía más a Pilar que a Marta.
CAPÍTULO LXV
En efecto, quien había dado la orden de abrir la cárcel era Julio García. Desde el momento en que el triunfo del Frente Popular fue conocido oficialmente, Julio se convirtió en gigante, en una especie de virrey de la ciudad.
El Comisario de la Generalidad tenía su despacho en el primer piso; la Jefatura de Policía quedaba abajo. El Comisario recibió de Barcelona poderes muy amplios; lo primero que hizo fue llamar por teléfono a Julio. Éste se puso un inmenso abrigo con cuello de negra piel, se caló el sombrero y bajó las escaleras de su casa. Pronto se encontró ante el enorme edificio. Varios agentes, al verle, se pusieron en pie. Él entró y tomó posesión de la Jefatura.
Delicioso instante, harto tiempo esperado. Llamó a todo el personal de plantilla y, señalando algo inmóvil en un rincón, dijo: «Antes de empezar a actuar, he de presentarles a ustedes mi secretaria. Se llama Berta». Los agentes miraron en la dirección indicada y vieron la tortuga.
Julio García hubiera deseado quedar solo unas horas para saborear su triunfo midiendo el despacho y llenándolo del humo de sus cigarrillos. Pero no le dio tiempo. Parecía como si la radio hubiera dado la noticia de su reincorporación. Tanta gente acudió a verle, que de momento no advirtió que algo había cambiado en aquel despacho, en el que no había entrado desde el año 1934: el pisapapeles del escritorio. Ahora había un pisapapeles de cristal, que representaba un pueblecito nevado. Con sólo tocarle, una lluvia de copos descendía lentamente sobre un campanario y unas casas diminutas.
El Comisario le dio carta blanca a Julio, y éste la utilizó.
Su labor fue inmediatamente ímproba. Pocos días le bastaron para demostrar a su mujer que se acercaba el momento de poseer una ínsula y la provincia entera; que el Frente Popular no estaba dispuesto a perder tiempo.
Una de las medidas que le pareció más urgente fue la renovación de los Ayuntamientos de la provincia, que el Comisario le había ordenado. La tarea fue fácil. Muchos alcaldes habían presentado automáticamente la dimisión; en otros casos, los partidos izquierdistas le telefonearon diciendo: «Ya está arreglado».
Otra orden dada se refirió a la tenencia de armas sin permiso legal. Julio organizó unos registros, cuyo resultado fue concluyente: más de ciento cincuenta personas derechistas de la ciudad quedaron sometidas a atestados. Se citaban nombres. En el Banco Arús se hablaba de mosén Alberto.
A Julio le interesaba solucionar el problema del paro. El espectáculo de aquellos hombres que llevaban meses sin trabajo era ignominioso. Habló con el Comisario, con los Costa, con el arquitecto municipal. Recibió una comisión de tales obreros, y éstos salieron muy satisfechos. Por de pronto, se les asignaba un subsidio. ¡Ya era hora! Y antes de quince días, colocados en obras que emprendería la Diputación Provincial.
A Julio le ocurría algo singular. Había soñado en planes de venganza. Ahora que se hallaba en el poder pensaba principalmente en realizar una labor positiva e incluso metía baza en asuntos que no tenían nada que ver con sus funciones, pero que consideraba íntimamente ligados a la buena marcha de la provincia.
Entre estas acciones positivas se contaba la revisión del sistema administrativo del Hospital Provincial, del Hospicio, del Manicomio y demás establecimientos benéficos. El estado en que éstos se encontraban constituía una acusación formidable contra las autoridades salientes. Julio llamó al doctor Relken. Éste le trazó una síntesis rápida de lo que se podría hacer, en su opinión:
– En el Hospicio, menos delantales de presidiario, más comida y más gimnasia. En el Manicomio, menos calabazas, menos nabos y más material psiquiátrico. En el Hospital, más caras, más medicamentos, menos monjas y más enfermeras con título.
Otro de los problemas… era el de la enseñanza. Julio, en su período de vacaciones forzosas, había recorrido al azar los barrios extremos y había comprobado que el número de niños que no asistían a la escuela era muy crecido. Y sus informes sobre lo que ocurría en los pueblos, era desalentador. Se puso al habla con Barcelona y consiguió de la Generalidad el fulminante nombramiento de David y Olga como inspectores del Magisterio, con jurisdicción sobre todos los establecimientos docentes de la provincia, incluidos los religiosos.
Para cada tarea encontraba los nombres necesarios. Julio estaba satisfecho, y su alegría era compartida por todo el mundo; desde su fiel colaborador, el agente Antonio Sánchez, extremeño de fino olfato, hasta el Comisario y, de manera especial, los Costa.
Los Costa, en efecto, se sentían tan eufóricos con sus flamantes actas de diputado, que habían reunido a sus obreros y les habían hecho un discurso de amor y hermandad. Los obreros los habían oído con suma atención, y al final uno de los canteros les dijo a los dos industriales:
– Nos complace mucho que tengan ustedes tan buenas intenciones, pues de este modo suponemos que no surgirá ninguna dificultad.
– ¿Dificultad…? ¿De qué se trata?
– ¿No han recibido ustedes una nota del Sindicato?
– No hemos recibido nada.
– Bueno, no importa. Ya la recibirán.
Los Costa se habían encogido de hombros con cierta perplejidad. Pero pronto la buena armonía reinante y el recuerdo de que el local de Izquierda Republicana se hallaba abarrotado de la mañana a la noche, les devolvió el optimismo.
Las destituciones y los nuevos nombramientos cambiaron la suerte de muchas personas, y de rebote la de la ciudad. El notario Noguer se vio obligado a dimitir como alcalde y en su lugar fue nombrado, con carácter provisional, el arquitecto Massana. El arquitecto contaba con muchas simpatías. Era el gran impulsor de la Gerona moderna y se le atribuía un gigantesco proyecto de urbanización. Al tomar posesión del cargo, concedió una paga extraordinaria a todos los empleados dependientes del Municipio, y aquello le valió la adhesión unánime.
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