José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Carmen Elgazu empezó a sospechar que los empleados del Banco Arús se echaban como cuervos sobre su hijo.

– A ver. ¿Quiénes son los que se entenderían conmigo de todos tus compañeros de trabajo?

Ignacio reflexionó un momento.

– ¿Contigo…? Me parece que hay uno solo: el subdirector.

Matías les daba poca importancia a las opiniones religiosas flotantes en el Banco. Su teoría era muy simple: «Mucho chillar, pero acabarán como yo mismo: comulgando por Pascua Florida». Se interesaba preferentemente por la filiación política de los empleados. E Ignacio le informó de que todos, excepto el subdirector, pertenecían a partidos izquierdistas.

Matías lo estimó muy lógico, vistos los sueldos miserables que percibían y las condiciones en que trabajaban. No obstante, Ignacio señaló que lo que no comprendía era la gran diversidad de sus tendencias y además que todos criticaran tan ferozmente a los jefes de su Sindicato, jefes que ellos mismos habían elegido. Como fuere, él era también víctima de aquel atraso social: el primer año cobraría sesenta pesetas mensuales.

Los empleados le gastaban bromas respecto a las ideas políticas que debía de profesar la familia Alvear. A veces simulaban hablar entre sí, concluyendo que, habida cuenta de la inclinación sacerdotal de los hijos, la ficha de los padres era fácil de establecer: el padre, monárquico recalcitrante; la madre, presidenta del Ropero Parroquial y probablemente admiradora de Mussolini. Un día, Ignacio les contestó:

– ¡Bah! Son mejores republicanos que vosotros. -Y el cajero, rodeado de pedestales de duros sevillanos, le hizo signo de asentimiento.

Al cajero le complacía que Ignacio demostrara carácter. Sin embargo, era difícil luchar contra quince. Julio García le dijo: «Sólo los vencerás actuando. No tengas prisa. Tendrás ocasión de demostrarles quién eres».

Pero al muchacho le roía un gran malestar. Esperaba la ocasión con delirio. No se atrevía a soltar ningún exabrupto por miedo a perder el empleo; al fin y al cabo, era el último de la fila y no le quedaba más remedio que aguantar, no tratándose de asuntos del trabajo.

Una cosa le consolaba: siendo mucho más joven que todos ellos, había estudiado mucho más, excepción hecha, tal vez, de la Torre de Babel y de Cosme Vila. Tenían experiencia, eso era todo, y eran muy directos y muy mordaces, dominando bien el léxico agresivo de la región; pero su horizonte mental era tan limitado como su porvenir.

Así que su mejor sistema de venganza era el estudio. Ninguno de ellos era bachiller; él, en cambio, preparaba sus cursos con voluntad indomable. Después de mucho deliberar, Matías había decidido que a la salida del Banco Arús fuera a una academia nocturna. Se eligió la Academia Cervantes, uno de cuyos profesores era amigo de don Agustín Santillana. Ignacio se inscribió, y allí se debatía con las matemáticas, la física y la química, rodeado de alumnos que sólo hablaban de bujías de radio y de que acababan de recibir los últimos números de las mejores revistas técnicas americanas.

Un pequeño éxito lo obtuvo con motivo del problema de las horas extraordinarias. En los últimos cuatro o cinco días de cada mes, se les obligaba a trabajar hasta las nueve de la noche so pretexto de balances y otras amenidades. Todo el mundo protestaba… en voz baja. A Ignacio le perjudicaba aquello, pues no podía ir a la academia. En consecuencia, de resultas de un diálogo con el cajero, se sentó a la máquina y redactó una demanda en regla, modelo en su clase y, sobre todo, muy valiente. Y entonces resultó que, excepto Cosme Vila, nadie se atrevió a firmar.

Fue un descubrimiento clave para Ignacio. Se quedó con la protesta temblándole entre los dedos, y luego dedicó a la oficina en pleno una mirada mitad de asombro, mitad de reto. Cosme Vila le dijo: «Pues ¿qué te creías? Son una pandilla de cobardes». De regreso a su casa pensó que el de la correspondencia tenía razón.

Su padre le aconsejó que tuviera más calma, advirtiéndole que es muy difícil no ser cobarde cuando uno se encuentra sin protección. «¿Y el Sindicato? -objetó Ignacio-. ¿Y la República?» Matías le dijo que de momento los Sindicatos, sobre todo en provincias, tenían muy poca fuerza. Los dirigentes eran unos cuantos hombres de buena fe, pero sin preparación política, y demasiado pobres para que no les temblara la voz. Los empresarios eran muchos más poderosos y la República no había tenido tiempo material de equilibrar la situación.

Ignacio no lo veía claro. Le parecía que era un simple problema de decisión. No le cabía en la cabeza que el director, con su pipa, pudiera vencer a quince hombres de cuerpo entero que se presentaran en su despacho. De nada le servía a Matías explicarle que el director tampoco era nada, que era un simple director de Sucursal y que aquellos asuntos -y ésta era la gran trampa- se ventilaban en los grandes centros económicos. «¡Pues ir allá!», exclamaba Ignacio. Carmen Elgazu le contemplaba entre orgullosa y asustada.

Discusión aparte, su acto de redactar la protesta le ganó entre los empleados una buena dosis de consideración, que ninguno de ellos acertaba a disimular. Sin embargo, ocurrió lo que nunca hubiera podido prever: a las veinticuatro horas el director le llamó y le dijo que era muy jovencito para dedicarse a organizar motines y que a la próxima se encontraría de patitas en la calle, aunque fuera un día de tempestad.

Ignacio comprendió dos cosas: primera, que en el Banco había un soplón; segunda, que era lógico que el que tuviera hijos reflexionara antes de firmar.

A la salida le contó todo a la Torre de Babel, muchacho que vivía en las afueras y con el que iba haciendo buenas migas. La Torre de Babel llamó a los demás y todos parecieron indignados. El grupo no se disolvió y llegaron hasta la Rambla, donde la conversación fue subiendo de tono hasta alcanzar una violencia inusitada, después de haber acordado que el soplón no podía ser otro que el subdirector. El problema ya no era el de la protesta, sino que se generalizó hacia la situación de toda España.

– ¡Aquí lo que convendría sería un poco de trilita!

– ¡Tonterías! Cortando cabezas no se va a ninguna parte.

– ¿Ah, no…? ¿Y la Revolución francesa?

– ¡Toma! ¿Es que vas a comparar?

– ¿Por qué no?

Otra voz cortaba:

– Hay otra solución.

– ¿Cuál?

– ¡Entregar el país a Norteamérica! ¡En diez años transformaban a España!

– ¿Transformar…? ¿En qué?

– Trenes, carreteras…

– ¡Sí! Pero a pico y pala tú, y yo, y tu padre…

– Eso ya lo veríamos.

– Ya lo hemos visto con los ingleses, en Riotinto.

– Pues ¿qué creías? Aquí el que no corre, vuela.

– Nada, nada. Lo que dije. Trilita. Y al que se muera que le parta un rayo.

Ignacio quedó perplejo. Otra vez la ira de los corazones. Pero aquí entre gente de clase media, que se veía obligada a llevar corbata. Cosme Vila, al comienzo de la conversación, había asentido con la cabeza. Y no hizo otra cosa hasta el final. Llevaba un libro bajo el brazo e Ignacio se esforzó en leer el título, pero no lo consiguió. Cuando el grupo se dispersó, Cosme Vila, como si la familia no le esperara para comer, se sentó en uno de los bancos de la Rambla y se puso a leer.

Ignacio subió a su casa. Le contó a su padre lo ocurrido. Matías comentó:

– A mí me revienta esa gente que habla de trilita. Estoy viendo que esos empleados son una pandilla de cretinos.

Ignacio no contestó, pero se dijo que todo aquello no era tan sencillo. En los primeros días tal vez hubiera dado la razón a su padre, sin más. Ahora no podía, a pesar de aquella conversación.

A Ignacio le parecía que acaso él mismo se hubiera precipitado considerando mediocres a sus compañeros de trabajo. Iba pensando que tal vez lo fueran en colectividad, en el Banco, embrutecidos por la rutina; pero vistos a solas, en su vida personal e intransferible, cada uno debía de tener su carácter y probablemente alguna gran ilusión. Por ejemplo, entre los solteros, casi todos tenían novia. Y con sólo verlos al lado de la novia uno quedaba desconcertado. Parecían otros seres. Educados, con una dignidad formal y a la vez alegre; excepto uno de la sección de Impagados, que llevaba trece años arrastrando monótonamente a la misma mujer sin decidirse a llevarla al altar. Y muchos tenían conocimientos extraprofesionales, como tocar el violín, o jugar muy bien a las cartas, o cultivar tabaco. Un hecho le había llamado grandemente la atención: por Navidad, y algún que otro domingo corriente, Ignacio sorprendió a varios de ellos en misa, muy compuestos. Él los miró sonriendo; entonces ellos le pusieron la novia por delante, como demostrando que no se trataba de claudicación, sino de mera cortesía.

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