José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios

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La novela española más leída del siglo XX
Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.

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Sí, muchas cosas nacían y morían en Ignacio. A veces el muchacho barría de su mente a Julio y el resto, y se dedicaba a pensar en la ciudad en que le tocaba vivir. Pensaba que Gerona le gustaba. No concebía la vida en un pueblo más pequeño; pero tampoco en una gran ciudad. Era muy hermoso seguir la evolución de los seres. Uno tenía la sensación de tocar la vida con la mano. Algunas de las parejas que había visto desde el balcón cuando lo del Seminario… ya tenían hijos. No conocía al hombre ni a la mujer, pero había asistido al proceso de su expansión. Los había visto cuando no eran nada, cuando eran simples dedos entrelazados a mediodía, bajo el sol; y ahora habían creado un nuevo ser. Los veía llevándolo en brazos o paseándole por las aceras en un cochecito. En una gran ciudad todo aquello no se vivía, los seres venían al mundo sin que se supiera de dónde ni de quién. La población aumentaba, aumentaba como si en ello intervinieran las máquinas; los pueblos pequeños ofrecían otras dificultades, Gerona se le antojaba la medida exacta. En un pueblo, los animales domésticos cobraban demasiada importancia y ello a Ignacio le causaba también verdadero espanto.

Estas cosas las echaba de menos en los libros de texto, especialmente en los de Ciencias. Mucho Newton y demasiados ángulos y triángulos.

Aquello le llevaba a pensar que nunca sería ingeniero ni químico. Tal vez abogado. La idea de defender a alguien le atraía poderosamente. Por desgracia, don Agustín Santillana le dijo un día que en todos los pleitos defender a una de las partes implica atacar a la otra. Y aquello le había desconcertado.

CAPÍTULO V

Mosén Alberto había nacido en un pueblo de la provincia, Torroella de Montgrí, de matrimonio modesto y sólido, pequeños propietarios. Era la gloria de la familia. Más bien alto, siempre impecable, su tonsura eclipsaba las demás de la localidad. Y, no obstante, todo el mundo al evocar su imagen le veía con sombrero de pelo liso, cuello almidonado, manteo cayéndole con autoridad, zapatos de horma chata.

Lo más claro que había en él era la sonrisa. Cuando sonreía, inspiraba súbita confianza, y más de una persona que le tenía prevención, al verle sonreír pensó que a lo mejor era más sencillo de lo que la gente andaba diciendo.

Fue vicario de Figueras, pero pronto obtuvo del Palacio Episcopal el nombramiento de conservador del Museo Diocesano. Vivía en el mismo Museo, en unas habitaciones inmensas, servido por dos hermanas que parecían gemelas, mujeres silenciosas, solícitas hasta lo inverosímil, que le trataban como si ya fuera canónigo. Él las deslumbraba con sus libracos.

Era muy intolerante. Siempre hablaba «de los enemigos de la Iglesia». Distribuía el tiempo entre la misa, el Museo, la redacción de catecismos y las visitas a diversas familias gerundenses. La única familia no rentista y no catalana con la que hacía buenas migas era la familia Alvear.

Debía de tener mucha personalidad, pues, a pesar de contar con muchos adversarios dentro del mismo clero, siempre se salía con la suya. Con frecuencia, en el momento de la verdad, los adversarios se abstenían de perjudicarle y aun se ponían de su parte.

El Museo Diocesano era una institución en la localidad. Su mayor riqueza consistía en unos retablos catalanes primitivos, varias casullas venerables, varios cálices, las maderas de una gran colección de grabados al boj y una cama en la que había dormido el beato Padre Claret. Estaba instalado en la Plaza Municipal, en un caserón histórico que había pertenecido a una familia de abolengo. Mosén Alberto daba la impresión de sentirse más próximo a esta familia que a la suya propia, que continuaba viviendo en el pueblo.

Siempre tenía varios seminaristas a su servicio, cuyo estímulo alimentaba mostrándoles de vez en cuando algún secreto del Museo. Era un hombre convencido de que Gerona era una fuente de Historia y que bastaría un poco de sentido común en las excavaciones para poner al descubierto muros sensacionales.

El obispo tenía en él mucha confianza y más de una vez le había ofrecido una de las tres parroquias de la localidad: Mercadal, San Félix o Catedral. Pero a última hora se decidía que continuara en el Museo y ocupándose en modernizar el sistema catequista de la Diócesis.

Estaba al corriente de toda la vida religiosa de la población. Todos los conventos de monjas le consultaban sus dificultades, antes de atreverse a subir a Palacio. Para celebrar misa no tenía iglesia fija. A veces se iba a los Hermanos de la Doctrina Cristiana, donde César, que fue el primero de la familia que entró en contacto con él, le reconoció.

Las monjas sentían adoración por mosén Alberto. Porque siempre les explicaba algo nuevo sobre la Pasión, sobre la vida de los apóstoles y sobre las misiones. Era él quien organizaba las grandes colectas de sellos para mandarlos a los negritos. Matías Alvear le decía: «Vea, mosén. A mí lo de las misiones me inspira un gran respeto; pero lo de los sellos…» En cambio Carmen Elgazu estimulaba a sus ocho hermanos a que le escribieran para poder dar sellos a mosén Alberto.

Entre las familias que más frecuentaba se contaba la del notario Noguer, persona muy solvente, la de don Santiago Estrada, propietario, y varias que guardaban pergaminos y papeles relacionados con la historia de la ciudad. Su sensibilidad era muy aguda y a la tercera visita notaba que la mitad de los miembros de la casa le eran simpáticos y la otra mitad lo contrario. Ello le ocurría con las monjas, con todo el mundo.

Habitar los grandes salones del Museo le había incitado a adoptar varias costumbres patriarcales. Las visitas que no eran de puro trámite tenían la seguridad de que por una de las puertas disimuladas aparecerían las dos sirvientas llevando una bandeja con chocolate y otra con picatostes. Asimismo la altura de los techos le habían familiarizado con los grandes espacios. Era el sacerdote que con más naturalidad y prestancia bajaba las escalinatas de la Catedral.

La familia Alvear no escapó a la ley de la clasificación, como no había escapado a la del chocolate. Mosén Alberto, después de la tercera entrevista, se dio cuenta de que había situado a la derecha a Carmen Elgazu y a César; a la izquierda a Matías e Ignacio… A Matías le decía, sonriendo: «A usted, Matías, siempre le quedarán resabios». Con Ignacio la cosa era más fuerte que él. Tal vez una suerte de repugnancia física. Pilar pasaba inadvertida para él, a pesar de que la niña, al verle, acudía a besarle la mano, iniciando una genuflexión.

Carmen Elgazu fue quien operó el milagro de que el sacerdote se interesara realmente por ellos. Mosén Alberto tuvo la impresión de que era una mujer de muchos arrestos y muy buena, hasta el punto que tardó poco en presentarla como modelo a las familias que visitaba. «Sí, sí -decía-. Está visto que los vascos pueden enseñarnos muchas cosas.»

La consideraba una auténtica madre cristiana. Explicaba que toda su solidez giraba en torno de la religión, desde su manera de hacer las camas -con respeto porque el crucifijo estaba presente- hasta cocinar.

– Figúrese usted -le decía al notario Noguer-, que en la única medida de tiempo en que cree para hacer un huevo pasado por agua, es en el rezo del Credo.

– ¡Eso también lo hago yo! -le interrumpió un día la esposa del notario.

Mosén Alberto no se arredró.

– ¿Y para el café? -le preguntó-. ¿Qué hace usted, antes de servirlo a la mesa?

La esposa del notario se mordió los labios.

– Nada. Nada. Creo que lo huelo -añadió por último.

Mosén Alberto trasladó su manteo al brazo izquierdo.

– Carmen Elgazu dice: «Esperen un momento, que se está "serenando". Y el serenarse dura exactamente lo que tres padrenuestros y una salve».

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