José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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La primavera significaba muchas cosas para los Alvear. La estufa barrida del comedor, la alegría del mundo, la alegría de la Rambla, más trabajo para Matías en Telégrafos, a causa de la proximidad del verano; y sobre todo, en aquel año, significaba el retorno del ausente entrañable, del otro examinando de la familia, de César.
El acontecimiento ocurrió el 15 de junio. El 15 de junio César montó en un camión en el Collell, en dirección a Gerona, para pasar las vacaciones.
Iba montado en la parte trasera del camión, al aire libre, sobre unas cargas de alfalfa. Con el traqueteo se iba hundiendo en ellas y llegó un momento en que se sintió a sí mismo vegetal, cuerpo de raíces verdes. Hicieron el viaje en un santiamén. Al descender en la Plaza de la Independencia, le salía alfalfa por todos lados. Dejó la maleta en el suelo y se quitó las briznas más aparatosas, pero al echar a andar los picores no le dejaban vivir.
Cuando Pilar oyó el timbre de la puerta, sintió que el corazón le daba un vuelco. «¡Mamá, es César, es César!» Carmen Elgazu, alocada, soltó el molinillo del café y exclamó: «¡Dios mío!» Se arregló el moño rápidamente y se precipitó al comedor en el momento en que César entraba en él y se echaba en sus brazos.
Carmen Elgazu recibió una impresión profunda. Su hijo había crecido increíblemente. «¡Hijo mío!» Aire feliz, expresión de inocencia, una manera muy personal de estrechar entre los brazos, como en pequeñas sacudidas. ¿Qué importaban las rodilleras en el pantalón? Se plancharían. ¡César estaba allí! En cuanto Carmen Elgazu pudo verle detenidamente el rostro, observó que sus ojeras eran muy pronunciadas. Tal vez por culpa del viaje. ¡Primer curso, primer curso!
Pilar contemplaba a su hermano pensando: «Pues claro que le quiero como a Ignacio. ¿Quién dice que no?»
Ignacio, al regresar del Banco, se encontró colgado del cuello de César sin darse cuenta. «Bien venido, hermano. Ya tenía ganas de verte.» Matías fue quien afectó más naturalidad. Llegó de Telégrafos convencido de que en casa encontraría a César; así fue. Matías Alvear podía alcanzar tal grado de emoción que el corazón casi se le paralizaba. Nadie más que él sabía lo que sufría en estos casos; los demás no leían en su semblante más que una ternura un poco irónica.
Fueron días inolvidables. «¿Qué tal la pista de tenis? ¿Qué tal el director? ¿No pasabas mucho frío? ¿Te gustaba leer en el comedor? ¿No te cortaste nunca los dedos con el cuchillo del pan? ¿No te ha invitado ninguno de los internos a ir a Barcelona?»
Le obligaron a sentarse en el comedor, presidiendo la reunión en torno a la mesa. El muchacho contestaba a todas las preguntas como si cada una fuese la primera. Cada vez inclinaba todo el cuerpo hacia el interlocutor de turno. En realidad, estaba un poco aturdido y aun asombrado de que se interesaran por los detalles más prolijos de su estancia en el Collell. «¿No te han salido manchas de humedad en el techo de la celda? ¿A qué horas dices que os levantabais los domingos?»
César, que tenía una obsesión: «He subido el primer peldaño de la escalera», se dio cuenta entonces de que era terriblemente distraído. Muchas de las cosas que le preguntaban no podía contestarlas. No se acordaba, no se había fijado. «¿Habían salido o no habían salido manchas de humedad en su celda?»
En cambio, cuando una cosa le era conocida, contestaba con rara precisión y con el menor número posible de palabras. Ignacio pensó:
«El latín se le nota». Matías más bien lo atribuía a herencia de estilo telegráfico.
La alfalfa continuaba cosquilleándole, y Carmen Elgazu dijo:
– ¿Sabes qué? Ignacio te acompañará a tomar un baño.
César no vio ninguna razón para negarse. Aquel brusco cambio de ambiente le tenía algo desorientado. Por la mañana había ayudado aún la misa del padre Director, como todos los días. Y al barrer la inmensa terraza había visto aún aquellos árboles, robustos, aquella tierra amarillenta, los barrancos; ahora se encontraba en un pequeño comedor, rodeado de los suyos. Y dentro de poco se encontraría dentro de una bañera.
Ignacio le acompañó, resolviendo los detalles administrativos con el encargado del establecimiento. Le abrió incluso la puerta del cuarto de baño. Luego permaneció fuera y por los ruidos fue siguiendo mentalmente las operaciones de César. Sonrió porque, a juzgar por la catarata de agua que se oía, debía de estar luchando a brazo partido con la ducha. No se atrevió a llamar porque le supuso desnudo y que aquello le azoraría más aún. Finalmente, la tromba de agua se calmó y César salió colorado y sonriente.
– Limpio de cuerpo -dijo.
Al regresar a casa y encontrar todo su equipaje cuidadosamente clasificado en el armario, se sintió repentinamente más adaptado. Un hecho quedó patente a la hora de cenar: la presencia de César elevaba el tono de todos y cada uno. Pilar adoptó posturas más correctas ante el plato y se dio cuenta de lo difícil que era sorber la sopa sin hacer ruido. Matías Alvear dudó mucho rato entre sentarse a la mesa en mangas de camisa, como siempre, o no. Finalmente no lo hizo: «Por un día tengamos paciencia». Carmen Elgazu se bajó las mangas hasta que éstas alcanzaron decentemente las muñecas.
Y en cuanto a Ignacio, fue, tal vez, quien más se afectó. No sólo aquel día, sino en los siguientes. Sin querer se encontró observando a César en forma casi enfermiza. No se le escapaba detalle de él. ¡Su hermano constituía un mundo tan distinto al del Banco! Se halló como planchado entre los dos. La cortesía de César le evidenciaba que él había adquirido varios gestos vulgares. La voz de César le pareció una invitación a moderar el tono de la suya, que a veces le salía disparada con violencia. La concisión del lenguaje de César, además de recordarle el latín, le descubrió que él intercalaba vocablos e interjecciones innecesarias. En resumen, se encontró ante una especie de juez, cuya originalidad consistía en que lo era sin saberlo. Que con frecuencia le miraba y le sonreía: «¿Y pues, Ignacio…? ¿Estás bien en el Banco? ¿Estás bien…?»
A Ignacio le ocurría una cosa extraña: a los pocos días advirtió que el resquemor hacia su hermano no había muerto. Le fatigaba el examen de conciencia a que la presencia de César le sometía. ¿Cómo adoptar, en la cama, la postura que le fuera más cómoda, con César tendido en la cama contigua, impecablemente, sin respirar apenas…? Y más con el bochorno de aquellas noches. Por suerte, el seminarista tenía detalles entrañables, que le llegaban al corazón. Por ejemplo, aparecer en el Banco inesperadamente, a media mañana, con pan y una tortilla, si Ignacio había olvidado tomarla en casa. La manera de pasar el brazo por la ventanilla para que Ignacio pudiera alcanzar el paquete sin necesidad de levantarse del sillón, era un prodigio de buenos deseos… y de equilibrio. La Torre de Babel se preguntaba si César no era en potencia un campeón de alguna especialidad atlética que exigiera más destreza que fuerza.
En el fondo, los empleados del Banco tomaban al seminarista en broma, por sus orejas, por su cabeza al rape, por los pantalones, entre los que a veces se le enredaban los pies. «Tu hermano es un tipo muy pintoresco -le decían a Ignacio-. Será de esos curas que no llegan nunca a canónigos. Que el obispo manda a un pueblo y ale, hasta que se pudran.»
Fuera de estos empleados, la persona que menos se dio por enterada del ascetismo de César fue mosén Alberto. Mosén Alberto estaba muy familiarizado con el ansia de perfección de los seminaristas en los primeros cursos de la carrera. «A partir del tercer año -decía-, ya es otro cantar.»
Mosén Alberto le dijo: «Bien. Vamos a ver si ponemos un poco de orden en tus vacaciones. Mira, vamos a hacer una cosa, si te parece. De momento, todas las tardes te vienes aquí y me ayudas en el Museo. Luego veremos por las mañanas qué se puede hacer».
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