José Gironella - Los Cipreses Creen En Dios
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Ésta crónica de la época de la Segunda República es la novela española más leída del siglo XX. José María Gironella relata la vida de una familia de clase media, los Alvear, y a partir de aquí va profundizando en todos los aspectos de la vida ciudadana y de las diversas capas sociales.
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– Cuando hayas terminado, entra en mi despacho.
El segundo toque de alarma fue Baroja. Los personajes de Baroja le parecieron víctimas de don Jorge, o almas que se rebelaban contra él y sus semejantes. Golfos, mujeres malolientes, aventureros, anarquistas, con un punto de crueldad, trágicos, fugaces, sin Dios, cerebros sin esperanza. Ignacio había leído tres libros consecutivos de Baroja, La Busca, Mala hierba, Aurora Roja, y sin saber por qué se había sentido proyectado violentamente contra una serie de cosas en que creía. Todas las bromas anticlericales de los empleados del Banco le parecieron menos gratuitas, como si Baroja les hubiera proporcionado justificación psicológica. Vagas intuiciones de que la vida era un desorden afloraban a su piel, y de que en realidad el mundo estaba lleno de peces grandes que se comían a los chicos, de índices que señalaban los charcos de agua.
Todo ello le llevó a pensar, cuando veía a mosén Alberto en su casa oliendo el café que le había preparado Carmen Elgazu, que el sacerdote haría mucho mejor, en vez de pasarse la tarde allí, invitando a hombres pobres a merendar en el Museo; y en cuanto a César… menos civilizaciones subterráneas y más acción, más obras de misericordia.
Carmen Elgazu le salió al paso diciendo que censurar a César en el aspecto que fuere, era un acto rastrero, indigno de él. Y el propio Matías recordó a Ignacio que su hermano estaba en el Collell haciendo trabajos bastante más duros y miserables que los que a él pudieran ordenarle en el Banco.
Ignacio no insistió. Se encogió de hombros y se encerró en su cuarto.
Nadie se atrevió a mirar al seminarista, que permanecía inmóvil, como si le hubieran asestado un golpe. Todos creyeron que estaba afectado por lo intempestivo de la acusación de Ignacio; la realidad era muy otra. Lo estaba porque desde el primer momento pensó que la acusación era justificada.
Al oír la palabra «pobre», César se había dado cuenta de que todo aquello era cierto, de que su ansia de perfección hasta entonces carecía de valor, pues no se inspiraba en la caridad. En sus sacrificios no buscaba otra cosa que la paz del alma, y en ello pensaba y no en el prójimo cuando daba el mejor pan al interno que le tratara peor. Intercambiaba buenas acciones por alegría, eso era todo. ¿Por qué olía la yedra de los conventos de clausura, sino para su satisfacción interior?
Consideróse a sí mismo dominado por un egoísmo feroz. Recordó escenas de miserias entrevistas en su infancia, y más recientemente en el barrio de Pedret, al llegar del Collell en el camión de alfalfa. No comprendía cómo podía buscar las catacumbas y aceptar chocolate y picatostes sentado al fresco en el Museo, mientras Gerona hervía, muchas familias comían arenques, cargadas de chiquillos que en vez de bañarse, como él, en un establecimiento de azulejos blancos, se remojaban en las pequeñas playas pantanosas del Oñar.
Le pareció estar en pecado. Su madre quería tocarle y él, sin darse cuenta, la rechazaba. Tenía húmedos sus grandes ojos, abrumados de culpabilidad. Se levantó, miró un momento a todos y luego, cruzando el pasillo, salió.
Nadie sabía qué hacer, y todos pensaban que sufría por Ignacio, y la indignación contra éste aumentó. Entretanto, César se arrodillaba ante mosén Alberto, en el despacho donde el sacerdote redactaba sus catecismos.
Mosén Alberto le ordenó que se levantara:
– ¡Te prohíbo que tengas esos escrúpulos! ¡Te prohíbo que te tortures de esa forma, y a partir de ahora daré orden de que te sirvan más chocolate! Te prohíbo incluso que vuelvas al cementerio.
Fueron días terribles para César. Por obediencia llegó a casa sonriendo. Y con su presencia tranquilizó a la familia. Pero las sirvientas de mosén Alberto cumplieron -¡hasta qué punto!- el mandato, y cada vez él hubiera querido esconderse en el interior de la gigantesca armadura, ya que no bajo las sábanas del beato Padre Claret. Y el no poder ir al cementerio le angustiaba como quien ha de faltar a una cita, que en este caso era con personas conocidas, pues se sabía de memoria las fechas de nacimiento y muerte de muchos antepasados gerundenses, y había conseguido lo que nadie antes que él: hablar diez minutos con el sepulturero, el cual le dijo que no era cierto que el espectáculo de la muerte no le afectara.
Fueron días de prueba para el seminarista, que se hallaba en la rara situación del hombre que peca con sólo proponerse hacer el bien.
Lo que más sentía era no poder demostrar a Ignacio que le agradecía el aviso. Decirle: «¿Ves…? Ahora me acuerdo de los pobres. He hecho esto y aquello. Todo gracias a ti». Mosén Alberto se lo había prohibido. «Te prohíbo que halagues ni una pulgada la vanidad de ese necio que es tu hermano.»
Ignacio leyó en el semblante de César todo cuanto ocurría. A veces tenía ganas de decirle: «Bueno, mira. No iba por ti, ¿sabes?» Pero no lo hacía.
La sutileza de la situación escapaba a Matías Alvear; en cambio, Carmen Elgazu vio la cosa clara. En primer lugar, tenía que dar una lección a Ignacio; en segundo lugar, tenía que tranquilizar a César.
Ambas cosas eran difíciles y urgentes. ¿Qué hacer? ¿Cómo dar con las palabras justas?
Comprendió que lo más urgente era tranquilizar a César, pues éste sufría demasiado. Decirle que obedeciera a mosén Alberto, que obedeciendo cumplía «como si visitara a diario a los muertos y como si acariciara las pústulas de los pobres de la ciudad».
Muchas veces estuvo a punto de parar a su hijo y hablarle, pero siempre le estorbaba alguien: Ignacio, Matías o Pilar, la cual continuaba deslizándose por los pasillos. Y además, aquello no era una solución. Nadie le quitaría de la cabeza al seminarista que su obligación era darse entero a los necesitados. ¡Y mosén Alberto no pensaba levantarle la condena hasta el verano próximo!
Carmen Elgazu vio ante sí y ante César todo el invierno. Todo un invierno con su hijo en el Collell, roído aquél por los escrúpulos. Era preciso inyectarle una esperanza, dar con algo que llenara su mente y saciara su hambre de misericordia.
¡Qué fácil le resultó, a la postre, dar con la solución! ¡Y cómo se arquearon de alegría sus cejas al ver que César, vencida la primera perplejidad, le tiraba del delantal y le decía: «¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Eso haré!»
Carmen Elgazu dio con algo inesperado y sencillo: le sugirió a César que durante el invierno, en el Collell, aprendiera el oficio de barbero.
– Mosén Alberto me ha prometido que si para mayo llegas aquí sabiendo afeitar y cortar el pelo, te comprará un estuche con todo lo necesario y podrás hacer uso de él cuanto quieras en la calle de la Barca.
¡Viejos, enfermos; tomar entre las manos la cara y el cráneo de viejos y enfermos y afeitarlos, cortarles el pelo, lavarles luego la cabeza… y besársela! «¡De acuerdo, de acuerdo, eso haré!»
¡Cuánta alegría aleteó en la casa! Y, sin embargo, Carmen Elgazu no cantaba victoria aún. Siempre tuvo confianza en que lo de César se arreglaría. A ella los ángeles no le daban miedo; en cambio, los diablos…
¿Cómo darle a Ignacio su merecido sin herirle, pues bien claro se veía que se estaba arrepintiendo? ¿Y dejar sentada su autoridad?
De momento había pasado dos días mirándole con extraña dureza. Varias veces estuvo a punto de pegarle un bofetón tremendo, pero siempre se contuvo, y se alegraba de ello… ¿Qué hacer? Tal vez lo más sutil fuera darle una lección de serenidad…
Ésta fue la decisión que tomó. El instinto le decía que adivinaba, que sería lo eficaz. La misma noche en que convenció a César para que se hiciese barbero llevó a Ignacio, a la cama, un tazón de leche humeante y le dijo:
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